Joan Miró, en clave americana
En su fundación en Barcelona, una exposición rastrea la mutua influencia entre el artista y la cultura estadounidense, que condicionó los flujos creativos del siglo XX

Una fría tarde de noviembre de 1926, la Société Anonyme —una colección sin sede fija, precursora del MoMA—, creada por la mecenas Katherine Dreier y el artista Marcel Duchamp, mostraba por primera vez en EE UU dos pinturas de Joan Miró, junto a una panoplia de obras de artistas europeos sin rival en el arte norteamericano. Titulada Exposición internacional de arte moderno e inaugurada en el Brooklyn Museum, estaba acompañaba de un catálogo donde Dreier anotó: “Miró es uno de los líderes surrealistas de París. Puede que a uno no le gusten sus cuadros, pero resultan inolvidables”. Las pinturas de aquel “joven español de gran talento y fuerte personalidad” eran Le renversement (La caída, 1924) y Peinture (1926), un “pequeño lienzo azul” —como se titula en la actualidad— que acabó formando parte de su colección personal. Son dos obras decisivas que abren la exposición Miró y los Estados Unidos en la fundación del pintor en Barcelona, y que todavía arden en el recuerdo de quien esto escribe, pues son también el epígrafe de un recorrido deslumbrante. Nos recuerdan que pocos artistas comprendieron tan bien como Miró el apocalíptico poder de la pintura.

Inolvidable, precisamente, esta es la muestra que todos queremos ver y recordar, desde los críticos a los académicos, artistas, estudiantes y público en general. Exigidos o no, valorarán la rigurosa labor del equipo de comisarios —Marko Daniel, Matthew Gale y Dolors Rodríguez Roig por la fundación barcelonesa; Elsa Smithgall por The Phillips Collection de Washington, donde la muestra se presentará en 2026—, cuya primera audacia ha sido demostrar lo sutil que puede ser una historia del arte esencialmente biográfica, llena de complicidades, de amigos previstos e imprevistos (¿es toda la historia del arte una red de biografías?). No se narra desde el contexto francés, sino con la mirada orientada al nuevo continente, donde el arte moderno era entonces difícil de entender, por elitista, revolucionario y “tan europeo”, si bien la crítica acabó aceptándolo, americanizándolo y neutralizando su contenido provocativo, persiguiendo ese imperativo moral aún vigente: americanizar lo suficiente el resto del mundo.
La muestra no habla solo de la influencia americana en Miró, sino de su efecto en toda una generación de expresionistas
Allí, Miró obtuvo su gloria, en parte por el respaldo de su marchante Pierre Matisse, y desarrolló proyectos públicos de gran alcance, como los murales para Cincinnati y Harvard, o la escultura Luna, sol y una estrella, en Chicago. La exposición es asombrosa por la cantidad de obras legendarias, entre un total de 138 (pinturas, dibujos, grabados, esculturas, tapices, películas y material de archivo), de las que medio centenar corresponden a artistas clave del siglo XX. Destaca asimismo la nómina de prestadores (no hay museo ni colección pública o privada de primer nivel que no engrose el listado) y el catálogo, espejo activo de la exposición, patrocinada por las fundaciones BBVA y Puig. Hay pinturas vigorosas, como Totemic Figure (1958) y Concept of Woman (1946), de Robert Motherwell, autor siempre al margen del popular estereotipo de expresionistas abstractos. También un imprevisto rothko de 1945; Pagan Void (1946), de Barnett Newman; el Number 14 (1951), de Pollock; tres magníficos lienzos de los De Kooning (Elaine y Willem); Le spectre du sex appeal (1934), de Dalí; el duchampiano Tout est illusion, peut-être (1975), de Dorothea Tanning, o Garden in Sochi (1943), de Gorky. Corona la sala principal el imponente The Seasons (1957), de Lee Krasner. De Miró, destacan la Pintura mural, 20 de marzo 1961, donada por el arquitecto Josep Lluís Sert a los museos de Harvard, y los 22 pochoirs sobre papel de las Constelaciones (los gouaches originales salieron de Europa en 1945), dispuestos en un montaje inédito por ambas caras. Calder cuenta con una sala propia capitaneada por el abrumador Message d’ami (1964), de Miró, cuando el catalán ya está muy influido por la gran escala estadounidense. Enfrente, los móviles de polígonos negros y El Corcovado (1951), del americano, además del retrato de alambre (1930), regalo del escultor al amigo.
Aunque el recorrido sigue un orden cronológico, hay momentos que nos llevan a la intemperie, a esas tierras extrañas donde hasta ahora la historia oficial había enmudecido. Son las relaciones entre los mirós y autoras extraviadas en un oscuro recodo del irascible canon masculino: Minna Wright, Anne Ryan, Perle Fine, Alice Trumbull, Janet Sobel (creadora de la técnica del drip painting) o las que firmaron con nombres masculinos para ser tenidas en cuenta: Henrietta Myers (Peter Miller), Corinne Michelle West (Michael West).

Frente a estos pares, sala a sala, nos sentimos como en casa. Lo mismo que cuando somos capaces de jugar con los espacios del edificio de Sert y urdir alianzas formales o conceptuales entre más mirós y obras de norteamericanos, y otros que sin ser originarios del país se trasladaron o pasaron una temporada allí. Por ejemplo, los tótems (1947) de Louise Bourgeois con el eco de Miró en Sa majesté le roi (1974). O, en el plano audiovisual, la obra de Maya Deren y del neozelandés Len Lye. Una sala aparte merece el trabajo en Atelier 17, el taller parisiense de Stanley Hayter, donde el barcelonés innovó con técnicas de grabado. Se incluye la plancha y las pruebas de estado que Miró hizo para el poemario L’Antitête (1947), de Tristan Tzara.
La exposición no trata solo de cómo influyó el arte estadounidense en Miró. También de la sorpresa y el efecto de su pintura en toda una generación de expresionistas, antesala de las composiciones all over que desarrollarían más tarde. De modo que la conexión sería más bien dialéctica: no solo Miró enriqueciéndose con los modos gestuales y los grandes formatos, sino también cómo interiorizó sus propios cambios y los proyectó en su tiempo.
Miró visitó EE UU en siete ocasiones. El MoMA lo consagró con dos retrospectivas, 1941 y 1959 (esta última incluyó La masía, adquirido por Hemingway en 1925). Fue después de la segunda cuando Willem de Kooning detectó en él una función pionera en el desarrollo del arte de posguerra: “Miró cortó el nudo gordiano”. Motherwell fue más lejos: “No existe ningún artista importante cuyo atavismo recorra tantos miles de años, y a la vez no hay artista más moderno que él”. Conmovedora es la cita de Lee Krasner sobre las Constelaciones, que descubrió en su presentación en la galería Pierre Matisse de Nueva York: “Cada una es un pequeño milagro”.
Miró y los Estados Unidos. Fundació Miró. Barcelona. Hasta el 22 de febrero de 2026.
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