‘Sangre y ruinas’, de Richard Overy: una mirada exhaustiva a la II Guerra Mundial
El británico desafía la historia militar clásica en un apabullante estudio del conflicto, entendido aquí como el violento final a casi un siglo de expansión imperial
Richard Overy es un más que reputado autor de historia militar. Conforme a una tradición bien establecida en la historiografía británica, esta modalidad no se separó nunca de la historia general, no solo de la propia, la de Gran Bretaña, sino que formó parte indisoluble de la del imperio y sus rivales como un todo. Overy abre y cierra su libro citando a un laborista partidario de reformas como Leonard Woolf y no se priva a lo largo de sus más de mil densas páginas de citar cuando corresponde al inevitable Winston Churchill, Lord del Almirantazgo durante la I Guerra Mundial, parlamentario conservador después, el primer ministro que tuvo que asumir el mando de un esfuerzo militar de dimensiones colosales en 1939. No podía ser de otra forma.
Admira la capacidad de Churchill para sostener el complejo de cuestiones político-militares, económicas y sociales, suscitadas por las guerras del siglo XX. La segunda en particular señaló el fin de los imperios europeos nacidos siglo y medio antes, estableciendo los fundamentos de la Guerra Fría y de la hegemonía indiscutible de Estados Unidos hasta el presente. El autor explica esta transformación del orden internacional con la mayor solvencia tanto para los aliados como para las potencias del Eje. Historia global como hoy se la denomina, pero sin resbalar en ningún momento por el farragoso repertorio de conceptos puestos en circulación por modas académicas de relevancia discutible. Sin circunloquios: en el libro figuran observaciones precisas y sutiles sobre el trabajo femenino o la participación de las mujeres en el frente y en la industria de guerra; sobre el exterminio racial (genocida) de armenios, primero, y judíos y gitanos, después, por el nacionalsocialismo y sus aliados; sobre el trato vejatorio criminal y exterminador de pueblos coloniales. La atención a estas cuestiones, en otras épocas poco atendidas, no priva al autor de establecer las grandes líneas de lo que una guerra significa, de las estrategias en competencia, de las percepciones de los contendientes, del peso de las obligaciones industriales y económicas que implicó la movilización de millones de personas y recursos inmensos. Lo uno y otro son tratados con un detalle extremo. Un libro así y para conflictos de tal dimensión nos admira y apabulla como colegas. Lo mismo sucederá al público culto e informado, que captará de inmediato la exhaustividad del cometido que el autor se propuso.
Dicho esto, conviene identificar algunas de las aportaciones y tesis básicas del libro. La primera de ellas separa de inmediato a Overy de la historia militar clásica, uno de los pilares más sólidos de las historias nacionales de toda la vida. Las armas y la militarización de la sociedad —una pauta que se acentuó en el siglo XX— no puede ser analizada sin relacionarla con lo que define como el modelo del imperio-nación. Es en esta naturaleza dual donde se incubó la naturaleza de las sociedades que exhibieron en mayor o menor medida designios supremacistas. Los imperios antiguos, liberales o soi-disant democráticos, de Gran Bretaña y Francia, no se resignaban a sucumbir o dejar de expandirse a costa de otros pueblos. Los nuevos de Alemania, Japón y Estados Unidos estaban preparados para ganar un lugar bajo el sol usurpando territorios ajenos. La idea nacionalsocialista de Lebensraum, el espacio vital que el pueblo alemán al parecer exigía y precisaba, estaba en el corazón de la visión que condujo a la destrucción de buena parte de Europa Central y Polonia y de la decisiva invasión de la Unión Soviética el verano de 1941. Nación e imperio, con los ismos pertinentes, constituían un todo único, distinguible pero inseparable en el terreno de los hechos y en el terreno conceptual.
La segunda parte del libro nos sitúa frente a los vericuetos que tomó aquella carrera hacia la destrucción colectiva, empezando por las consecuencias revanchistas de la Alemania derrotada en la I Guerra Mundial al lanzarse sobre Bélgica y Francia en mayo de 1940. La carrera hacia el nuevo y más doloroso conflicto no era inevitable ni estuvo sobre la mesa desde el Tratado de Versalles y los 14 puntos que el presidente Wilson impuso a vencedores y vencidos.
En los años noventa Overy protagonizó una polémica muy conocida con Timothy Mason acerca de qué factores deben considerarse de mayor peso en el camino hacia la quiebra del orden internacional en 1939. Este último consideró la inestabilidad interna alemana derivada de la crisis de 1929 con el gran aumento de los desocupados como el factor clave del flight into war. Para el autor del libro que reseñamos debe buscarse en la acentuación de la canalización externa de las tensiones y en el deseo de control sobre los recursos europeos de primeras materias (carbón, petróleo, hierro) y alimentos. No es este el lugar para discutir sobre posiciones que no son siquiera incompatibles. Más allá, acontecimientos político-militares calentaban el ambiente que conduciría a la quiebra final de los equilibrios internacionales. La violencia japonesa en Manchuria, la Guerra Civil española o las tentativas mussolinianas en África fueron los ingredientes que aumentaron la sensación de una irresistible inestabilidad en el mundo. Cuando la guerra explotó, la tecnología del arsenal armamentístico de tierra, mar y aire se demostró anticuada. Lo mismo sucedió con las formas de dirigir la guerra y de financiarla. Los capítulos centrales exploran estas cuestiones de modo magistral. El extenso trabajo anterior del autor se demuestra clave en una descripción que no está al alcance del escritor que no disponga de la especialización que en el libro se demuestra con creces. Algunos ejemplos: las páginas sobre las operaciones anfibias —claves en las islas del Pacífico y en Normandía— son sencillamente magistrales; la transformación de las comunicaciones (radar) y el espionaje, los “multiplicadores de fuerza”, son expuestos con una claridad e información apabullante. Subyacente a todo ello está la magistral y costosa apuesta de Franklin D. Roosevelt por la Lend and Lease Act (préstamo y arriendo) por la que EE UU se convertía en el banquero de los aliados, señalando cómo sería el mundo de posguerra.
La tercera y última parte del libro está dedicada a los efectos de la guerra sobre el paisaje social y económico de las sociedades implicadas. La violencia y la destrucción desmedidas no terminó con los bombardeos aliados y soviéticos sobre Alemania. No terminó en Omaha con el éxito del desembarco aliado o antes en la toma de Sicilia y el valle del Po. Los últimos capítulos recapitulan, en cierto modo, los costes humanos en términos de sufrimientos físicos y emocionales causados por la guerra. Son igualmente de alto nivel. Todo ello enlaza sin disimulo con el marco interpretativo construido en el arranque del libro y retomado en sus últimos capítulos. Una era global diferente se nos sugiere, con la nación y, de nuevo, la nación-imperio, en el centro. Cierto, muchos de los países (India y China son realidades de otro orden) que llegaron a 1939 como partes de los grandes imperios europeos, dejaron de serlo con el fin de la guerra. Los grandes ganadores, estadounidenses y soviéticos, se repartirían las grandes áreas de influencia en el mundo, un reparto solo alterado en las últimas décadas del siglo pasado por los cambios en la URSS y el nuevo lugar de China. El papel de la guerra no parece con todo clausurado. El lector no puede más que agradecer a un historiador como Overy haber organizado conforme a un patrón interpretativo sofisticado una masa de información tan enorme sobre la violencia, dolor y muerte que se abatió sobre el mundo, con los años 1939-1945 en su centro indiscutible.
Sangre y ruinas. La gran guerra imperial. 1931-1945
Traducción de Francisco García Lorenzana
Tusquets, 2024
1.232 páginas. 38 euros
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