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tribuna
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Ordenar el desorden entre dos guerras

El tránsito del bilateralismo al multilateralismo al que estamos asistiendo en las dos últimas décadas amenaza con quebrar ya del todo el orden internacional forjado tras las derrotas de Alemania y Japón

Un soldado polaco vigila la frontera con Bielorrusia.
Un soldado polaco vigila la frontera con Bielorrusia.Wojtek Jargilo (EFE)
Josep Maria Fradera

La realidad regresa siempre a galope. El conflicto que asola a múltiples países de Oriente Próximo y hasta la frontera entre Bielorrusia y Polonia, la simple mención de Taiwán en una discreta conversación no presencial entre los presidentes de Estados Unidos y la China Popular, la tensión en la frontera entre Rusia y Ucrania, recuerdan situaciones del pasado que empujaron a la política internacional hacia un punto de no retorno. Antes como ahora, la potencial crisis se dirime en un doble terreno: el de la cruda pugna de poder entre Estados y el de la exposición de sus posiciones en el marco de un complejo de instituciones y escenarios donde puede apreciarse el sentido y legitimidad de los intereses en juego. Al primer aspecto se le puede llamar “realismo político”; el segundo toma protagonismo en el complejo institucional pactado entre los países que, en un momento dado, tuvieron el poder y la influencia para imponerlo. Nada paradójicamente, el sistema institucional para canalizar los conflictos en la política internacional es aquel que se fraguó en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en Yalta y Bretton Woods en lo fundamental. La Organización de las Naciones Unidas es el centro de aquel espacio de concertación y arbitraje que permanece formalmente incólume desde 1944-1945. Sucede, sin embargo, que el mundo bipolar de entonces, el fraguado por el ascenso estadounidense con su entrada en la Gran Guerra y la Revolución en la Rusia zarista, no es ni volverá a ser el de hoy. La reciente cumbre en Glasgow lo puso en evidencia una vez más.

La búsqueda de un sistema de equilibrios entre potencias es una vieja aspiración poco humanitaria por lo general. Desde antiguo la pretensión de los grandes Estados no era tanto levantar una bandera blanca como evitar que el resultado del conflicto pudiese comportar costes mayores a los beneficios esperados. En efecto, cuando Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, de la conocida como escuela de Salamanca, llamaron la atención a Carlos V acerca de la humanidad de los indios americanos y del maltrato que se les infligía estaban advirtiendo al emperador del riesgo de malgastar el prestigio religioso de la Corona cuando esta aspiraba al dominio universal sobre el mundo entonces conocido. Por cierto, un episodio de dignidad teológica y humanitaria que los apologetas actuales de la conquista amenazan con dilapidar sin remedio. Unas décadas después, cuando el holandés Hugo Grocio trató de teorizar sobre las formas de arbitraje entre naciones, lo hizo antes que nada para proteger la legitimidad de los suyos de navegar por los mares que otras naciones consideraban bajo su soberanía. Un siglo después, la cruzada en favor de la abolición de la esclavitud promovida por cuáqueros y protestantes evangélicos se orientó, infructuosamente durante unas décadas, hacia la Corona británica para exigirle arbitrar una solución liberadora para seres humanos que eran tratados como meros instrumentos de trabajo. De lo contrario, la inacción de un Estado atado de pies y manos a los intereses económicos de los productores de azúcar de las Antillas caería como una irreparable vergüenza sobre sus súbditos, fuesen los de la metrópolis, fuesen los que habitaban en los mundos coloniales de un imperio en expansión.

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Sin estos precedentes tan sumariamente esbozados, resultaría del todo incomprensible el horizonte mental de las generaciones del siglo XX. En No Enchanted Palace (2008), el historiador estadounidense Mark Mazower mostró de forma convincente cómo la paradójica retirada estadounidense de la Sociedad de Naciones impuesta por el Senado en 1920 forzó a los británicos a asumir un protagonismo más allá de sus posibilidades. El bóer surafricano Jan Smuts contribuyó decisivamente a dar forma a un organismo de concertación al mismo tiempo liberal y racialmente connotado, una organización dispuesta a expandir el ideal de los mandatos y dominios de su imperio, esto es, la concertación entre los grandes centros imperiales y las élites locales blancas y cultas, por el resto del mundo. Continuidad y reforma se daban la mano para demarcar un espacio donde los países pudiesen sentarse en torno a una mesa de negociación en lugar de mandar a sus jóvenes a morir en las trincheras. En La Sociedad de Naciones y la reinvención del imperialismo liberal (2020), un historiador español, José Antonio Sánchez Román, acaba de añadir a aquel argumento un análisis riguroso de los límites impuestos desde buen principio a la organización como consecuencia de la retirada estadounidense y la exclusión de la naciente Unión Soviética. Con ello regresamos al punto de partida de esta nota.

El tránsito del bilateralismo al multilateralismo al que estamos asistiendo en las dos últimas décadas amenaza con quebrar ya del todo el orden internacional forjado tras las derrotas de Alemania y Japón. La superpoblación mundial y la lucha por los recursos naturales añaden con toda su crudeza una tensión adicional a la insuficiencia del sistema institucional sobre el que se asentó aquel orden neoimperial de posguerra.

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