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arte
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Sandra Gamarra en la Bienal: más allá del momento Pachamama

Frente a un indigenismo que pasa de lo frívolo a lo traído por los pelos, el pabellón español propone un horizonte mayor y más noble sobre el que proyectarse

Obras de Sandra Gamarra en el Gabinete de la Extinción del Pabellón de España en Venecia.
Obras de Sandra Gamarra en el Gabinete de la Extinción del Pabellón de España en Venecia.Oak Taylor-Smith

El miércoles entré en los Giardini para visitar la plana mayor de los pabellones nacionales de la Bienal y me di de bruces con una manifestación de estudiantes de arte apoyando a Palestina, gritando eslóganes más viejos que ellos (“¡Desde el río hasta el mar!”) y tirando panfletos al aire. Unos pocos se colaron bajo las puertas de cristal del pequeño pabellón de vidrio de Israel y quedaron esparcidos por el suelo: algún desubicado podría haberlos tomado como parte de la instalación del interior.

“Israel genocida”, decían en mayúsculas, como un eco brutal del único otro texto legible, un A4 pegado con celo a la vidriera: “La artista y los comisarios inaugurarán la exposición cuando se alcance el alto el fuego y la liberación de los rehenes”. Tres jovencísimos reservistas de uniforme armados hasta las cejas custodiaban el pabellón y eran custodiados a su vez por la sombra —imponente cual primo de Zumosol— del estadounidense, pintado de colorines supuestamente queer este año: la colisión imprevisible de octavillas, rifles de asalto, artistas adolescentes y adolescentes soldados, eslóganes, escalas y arquitecturas conformaban, por desgracia, un conjunto más poderoso y elocuente que ninguna instalación site-specific imaginable.

En la edición de 2022, con Ucrania recién invadida, el pabellón cerrado a cal y canto era el ruso, sin papelitos aclaratorios y con unos gorilas como de discoteca moscovita rondando las puertas. En 2024, la bienal tiene un flamante presidente puesto por la ultraderechista Meloni y, con astucia rasputiniana, Rusia ha cedido su espacio a Bolivia, que no tenía pabellón propio: así consigue a la vez blanquearse un poco apoyando una causa intachable, sobrevolar la fiesta estando sin estar del todo, y evitarse el papelón del pabellón trancado.

En fin, es verdad que hace tiempo que la idea misma de pabellones y países en sana competencia artística se volvió anacrónica y que el “pabellón-nacional-para-Venecia” se transformó en un subgénero muy restringido del arte de nuestro tiempo, con sus propias reglas y tradiciones invisibles. Habrá quien diga que eso es signo de la esclerotización de un mundillo del arte ajeno al mundo en que vive, pero lo de Israel o lo de Rusia prueba que incluso en los recoletos Giardini resuenan más o menos amenazantes los aldabonazos de la realpolitik global.

En cuanto a las tradiciones tácitas del género, una es la de apuntar variaciones sobre el tema de la exposición principal en el Arsenale: allí Adriano Pedrosa propone renovar la ya muy malbaratada teoría poscolonial apuntando a una descentralización más radical aún del arte y de la vida: buscar la disidencia (y la esperanza, que falta hace) en voces y miradas más allá del eurocentrismo, del blancocentrismo y de la simple oposición norte rico-sur global o colonia-metrópoli.

Y, sin que suene a autobombo patrio, en eso el que ha hilado más fino ha sido el meditado proyecto de la peruana Sandra Gamarra comisariado por Agustín Pérez-Rubio para el pabellón español. Cumple con nota alta y lo hace porque no se sirve del pabellón como contenedor neutro de una simple exposición (por buena que sea) sino que usa a su favor el edificio, su historia, la del país que lo construyó y la de la propia tradición artística occidental que encarna Venecia: ingredientes todos de la receta delicada y explosiva que sirve Gamarra.

Sandra Gamarra desvela las miradas racistas, depredadoras e ignorantes que estuvieron en la razón de ser del proyecto colonial

Con socarrona crítica institucional y unas gotas del vitriolo del Musée des Aigles de Marcel Broodthaers, mimetiza por dentro el ambiente sosegado y augusto de un “museo de verdad” occidental justo mientras se lo carga: revisando los géneros y convenciones sacrosantos, sacando a la luz mediante mil pequeñas historias y voces lo invisible o lo que de tan visto se deja de ver en bodegones, retratos, paisajes o cuadros de historia: las miradas racistas, depredadoras, feroces, interesadamente ignorantes, que estuvieron en la razón misma de ser de muchos de ellos.

Con mayor (Brasil) o peor (Estados Unidos) fortuna, otros pabellones se han apuntado este año a momentos Pachamama y al carro de un indigenismo que, mal entendido, puede pasar de lo frívolo a lo traído por los pelos. En este caso, Gamarra remata con coherencia y finura un trabajo y una investigación sólidos que vienen de lejos. Ha encontrado en el mundito en miniatura de los Giardini, paradójicamente, un horizonte mayor y más noble sobre el que proyectarse.

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