Precious Okoyomon convierte en un bosque exuberante el rincón más secreto del Retiro
La Montaña de los Gatos del parque madrileño reabre con un proyecto de primera línea: un jardín salvaje entre paradisíaco y malsano donde se esconde un robot cordero
La montaña artificial del parque del Retiro madrileño, que acaba de abrir tras retrasos eternos y también muy madrileños de restauración, es por dentro lo más parecido al Panteón de Roma que permitió en el XIX la parquedad del ladrillo barato y mesetario. Tiene también por apodo castizo y apropiado la Montaña de los Gatos (a la vez los ferales algo romanos que campan en ella a sus anchas y los vecinos de la capital de pura cepa). Fue quizá también durante mucho tiempo la única minimontaña a mano en los barrios de una capitalita tirando a plana y chata. Fue una de las modestas follies y ruinas románticas que poblaron los jardines de Liria, Osuna o Buen Retiro de Madrid cuando llegó la moda europea con retraso. Nos gustaba mucho a los niños, porque estaba entonces completamente asalvajada y enmarañados sus senderitos helicoidales del exterior de su bóveda y respiraba misterio y rezumaba humedad incluso en pleno verano, su interior lóbrego iluminado por un lucernario en su clave. Y ahora la exposición de Precious Okoyomon no puede ser una mejor ocasión de revisitarla. El gran ojo y el mucho oficio de Hans Ulrich Obrist han ayudado a explotar al máximo las posibilidades del lugar como eco y cámara de resonancia de la artista, y la muestra se recordará durante muchos años como uno de los grandes aciertos artísticos, pero también expositivos y poéticos, de un Madrid que todavía es capaz de lanzarse a proyectos de primera línea.
La Montaña tiene algo de la poesía sencilla y traviesa del artista joven pero ya en plena carrera meteórica, su simbolismo esotérico algo turulato, su casi arrogante defensa de su antieficiencia, su extravagancia y su gusto por lo superfluo y lo excesivo como herramientas gozosas de crítica histórica decolonial y reflexión política. Todo se engrana y complementa a las mil maravillas en este nuevo proyecto montado por la Fundación Sandretto Re Rebaudengo, y el bosque de hadas delicioso y envenenado y falsamente ingenuo que propone Okoyomon es un desarrollo coherente y a la altura de sus operáticas instalaciones-narraciones en Luma Zurich o la Bienal de Venecia de 2022 (tendrá también obra allí este año).
Exuberancia es belleza, decía uno de los mejores aforismos de William Blake, también interesado en grandiosas visiones de mundos ajenos a la lógica del poder y la convención. Y resuena con la práctica artística de Okoyomon (y poética, y hasta culinaria como gran chef de recetas y banquetes pantagruélicos y performáticos). Okoyomon recrea dentro de la Montaña un bosque impregnado del aroma de la tierra, los árboles, entre paradisiaco y malsano, y en el que se esconde un robot cordero. El animal, falsamente inofensivo y tímido, es el símbolo arquetípico en tantas culturas de lo manso y lo triunfal, y se inspira en el texto de la poeta y ensayista Anne Boyer, de quien también toma prestado el título de la intervención. El 5 de marzo la propia Boyer vendrá, coincidiendo con Arco, a una lectura de su obra en el propio montaje, editada en versión bilingüe para la publicación que acompaña el montaje.
El cordero, aparentemente manso y pusilánime, aparece aquí como un animal/personaje femenino intuitivo, astuto, capaz de sobrevivir a enemigos acechantes y catástrofes. En el aire, como buena obra de arte total, flotan los acordes apropiadamente clorofílicos del inacabado Mysterium, de Scriabin, otro intento quijotesco en el género de la música y las representaciones para el fin de los tiempos. Están elegantemente arreglados por Juan Manuel Artero, el más refinado e incomún compositor español de su generación, que cada vez se prodiga más en tender puentes entre el mundillo del arte y el muy misterioso y casi esotérico de la composición contemporánea. Okoyomon presenta así una dulce, intoxicante visión del fin del mundo, ansiedad favorita de nuestras ficciones milenaristas. Las voces cantadas flotan como espíritus nada trágicos y acompañan a la visión escatológica y arquetípica del Apocalipsis y tantos textos sagrados de tantas civilizaciones en las que el cordero se arroga el triunfo final sobre los poderosos, los fieros, los arrogantes. También representa a las personas racializadas en todos los continentes del planeta, a las comunidades e individuos queer, trans o no binarios, con las que tanto se identifica Precious Okoyomon.
Artista de nacionalidad nigeriana-americana y con su estudio en Nueva York, Okoyomon forma parte de la fructiferísima diáspora africana más reciente, capaces de reinterpretar los viejos postulados de la descolonización del este al oeste, de Senghor a Aimé Césaire, y reivindicar como fuerza sanadora del mundo la exuberancia de lógicas alternativas, de corporalidades e identidades e intensidades de vitalidad y saberes no reglados que con su intuición podrían salvar a un planeta ensimismado y presa de una parálisis desencantada. El mundo natural se racializa en sus grandes instalaciones que tratan con exuberante polisemia asuntos esenciales para repensar nuestra cultura, como el sentimiento divergente del tiempo, del trabajo o la muerte. Su vida familiar de la diáspora llena de peripecias y su condición queer impregnan a menudo sus trabajos. Grandes escenografías sui generis, operáticas y desbordantes. Es estupendo que coincida con Ulla von Brandenburg en el mismo parque del Retiro, ambas como reinas de ese género entre la gesamkunstwerk y las arquitecturas mentales y poéticas de un arte expandido y sin etiqueta clara. Fue memorable el paisaje de fábula instalado en la azotea del Museo de Aspen, el Museo Moderno de Fráncfort o el muy apropiadamente sacro-pagano recinto de la iglesia de Sant’Andrea de Scaphis.
Cuando los corderos se alzan contra el ave rapaz. Montaña de los Gatos. Madrid. Hasta el 3 de abril.
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