Arte contra el capitalismo tardío: también sus enemigos conocen el sistema
De Joseph Beuys a Esther García Llovet, siete artistas y colectivos interrogan las últimas evoluciones del modelo económico en una nueva exposición en Madrid
“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”: la frase se atribuye a veces a Slavoj Žižek y a veces a Fredric Jameson, y es el punto de partida del comisario Valentín Roma para organizar esta muestra breve, pero lúcida e inspiradora. Más que una exposición de tesis es un ensayo expositivo pensado para rebatir la frasecita de marras. Hace no tantos años, la brillantez de su sarcasmo fatalista pudo resultar refrescante. Pero a estas alturas, cuando las crisis del sistema (ambientales, migratorias, informativas, descontrol de la bioingeniería o la supercomputación) ya no son posibilidades amenazantes sino realidades acuciantes, suena manida y, sobre todo, suena a falso. Lo que Roma recuerda, por la vía del ejemplo del trabajo de siete artistas y colectivos, es que el arte contemporáneo del capitalismo tardío se ha dedicado a imaginar justamente sus alternativas o sus fallos de sistema. Y que a muchos teóricos de la disidencia les vendría bien visitar más a menudo los museos y pensar en el arte para renovar su lenguaje y sus métodos.
Porque la segunda cita que articula la exposición son unos versos de Adrienne Rich: “El conocimiento del opresor / es el lenguaje del opresor / y sin embargo lo necesito para hablarte”. A Roma le interesan los artistas que no solo fantasean con el fin del capitalismo, sino que se apropian de sus códigos (estructuras legales, jergas financieras, valores de mercado) para sabotearlos desde dentro, introduciendo en ellos “un habla que invoca la discrepancia y la vulnerabilidad, un dialecto que opone el poder volátil e inapropiable de la poesía”. De esa forma, el supuesto realismo capitalista, su aplastante sentido común que lleva paradójicamente al sinsentido, se revela, al fin y al cabo, como una fábula más entre otras muchas imaginables y practicables.
Y a propósito de poesía, la tiene (y mucha, en su variante de justicia poética) el lugar mismo donde están las obras: en lo más profundo de los sótanos más lóbregos del viejo cuartel del Conde Duque, incrustado en el centro de Madrid como símbolo del poder titubeante de un Estado-nación ya por entonces en horas bajas. Porque esta es una exposición concisa y de cámara, sí, pero de cámara acorazada. Si las bóvedas húmedas de ladrillo representan el corazón del poder, resulta que hace tiempo que los artistas descifraron las contraseñas de acceso. Por parafrasear a Marta Peirano, los enemigos del enemigo también conocen el sistema.
Los artistas no solo fantasean con el fin del capitalismo, sino que se apropian de sus códigos para sabotearlos desde dentro
Y lo hackean de muy diversas formas: Esther García Llovet, que revela en sus libros la cara B fantasmal, poética y desquiciada del mundo enloquecido en que nos movemos sin pensar, se estrena como videoartista con una breve pieza que, ya desde el título, Más lista que Idealista, defiende una especie de gamberrismo de guante blanco tan elegante y certero como el de su prosa. Recorre de noche a ritmo de tecno minimalista la M-30 madrileña, esa frontera/foso de clase y de control, buscando sus puntos ciegos para ironizar sobre la especulación inmobiliaria del Madrid desquiciado y fronterizo que tan bien conoce y usa como alegoría.
En las antípodas están los diagramas solemnes y sesudos sobre partitocracia o democracia directa que armó Joseph Beuys para la Documenta de 1972… o quizá no tan alejados, porque la performance/fantochada de su combate de boxeo entre ambos sistemas (él era la directa) nos recuerdan que el gran gurú/charlatán/taumaturgo del arte del siglo XX también adulteró sus análisis del poder con la invención, la poesía, e incluso las grandes trolas y troleos. De un humor más seco, casi inaprehensible de puro sibilino, están hechas las piezas del cubano Marco A. Castillo, cofundador de Los Carpinteros. Particularmente su recreación en madera minuciosamente torneada (y sutilmente cifrada) de la celosía del más puro modernismo formal y revolucionario cubano: sirvió de fondo en el Salón de Protocolo del consejo de Estado en La Habana a muchas alocuciones televisadas de un Fidel en la cumbre de su poder: figura tan escurridiza y ambigua como esta pieza.
Y junto a clásicos como las piezas de vídeo de Barbara Hammer o Alexander Kluge, destaca el vasto proyecto Black Book, de Max de Esteban, que disecciona para no iniciados los manejos perfectamente legales que llevar a cabo para crear empresas en paraísos fiscales. Incluye una película de animación, paneles fotográficos y una constelación de referencias en una mesa donde se mezclan los tebeos de infancia y los trofeos de mesa como premio a su labor en su anterior trabajo como ejecutivo de grandes corporaciones. Los dibujos animados y los cromos, sí, también son herramientas de combate cuando los maneja un insider. Me recordaron los gigantescos diagramas llenos de flechas y globos que expuso Mark Lombardi a partir de 1994. Mostraban muy claras las tramas y los escándalos financieros y políticos globales de los noventa, como el de la Banca Vaticana o el entramado Kashoggi.
Lombardi había empezado a dibujarlos para aclararse mientras hablaba como investigador por teléfono con alguno de sus informantes, y acabaron en las colecciones del MoMA o el Whitney. A las pocas semanas del 11-S, y un año después de su suicidio, el FBI solicitó oficialmente al Whitney consultar su mural sobre las relaciones de las familias Bush y Bin Laden: podía contener pistas vitales sobre las razones del atentado. Si hasta un agente de inteligencia de una superpotencia mundial necesita ver una obra de arte para orientarse en su investigación, puede que no todo esté perdido ni que las obras y las ideas de esta exposición estén tan desencaminadas.
‘La gran fábula del capital’. Conde Duque. Madrid. Hasta el 14 de abril.
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