El gran pastiche americano
La Fundación Juan March indaga en Madrid en la reinterpretación por la cultura contemporánea de las formas y significados de las civilizaciones indígenas, del neoexotismo ‘kitsch’ al ‘art déco’ de inspiración amerindia
El catálogo de esta exposición fecundísima tiene 630 entradas y pesa unos cinco kilos; en las tres salas y pico de la March no cabe un alfiler: hay tejidos, cerámicas, cuadros, afiches teatrales, revistas, maquetas de edificios, vidrieras, tebeos, tresillos y teteras; y abarcan siglos, desde mediados del XVIII hasta 2023. Se trata ni más ni menos que de mostrar las mil y una reencarnaciones gloriosas, ridículas, nobles, cutres, eruditas, arqueológicas, vanguardistas, mercantiles, populares o sofisticadísimas con que han ido aflorando en las Américas y en Europa, desde la Ilustración y las independencias, el repertorio de formas y motivos del gran mosaico de las culturas precoloniales.
Forman un atlas que habría gustado a Aby Warburg. Hay sitio para el kitsch, el eclecticismo más desmelenado, el art déco más estilizado, los revivals de todos los pelajes. Están The Mayan Theater y el Aztec Hotel de Los Ángeles, absolutamente delirantes, entre lynchianos y hollywoodienses, en un país que mientras tanto iba exterminando a sus pueblos originarios. Hay un sillón de 1929 tremendo, de madera maciza y cuero negro, mezcla de neoazteca y Remordimiento Español, que adornó el pabellón mexicano de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 y se conserva en el Museo Nacional de Historia de la Ciudad de México: su historia merecería por sí sola un libro, una exposición entera, porque un solo mueble precipita y cristaliza los mil fantasmas nacionalistas, ansiedades criollas, deseos reprimidos o desatados y culpas cristianas que recorren la complejísima historia de la América pre y poshispana.
Los estilos neoexóticos, claro, hicieron furor en las exposiciones universales, coloniales y mercantiles de la segunda mitad del XIX, y aquí vemos ejemplos enloquecidos y casi histéricos de templos, columnatas y teatros vagamente incaicos u olmecas o marajoaras que surgieron como setas en Chicago, en París o Londres. Lo mismo inspiraron al refinado Frank Lloyd Wright que los brutales rascacielos de la delirante Nueva York, imposible de entender sin su parentesco con esas expos y los parques de atracciones que hacían caja a su vera.
También se recuerdan aquí las ferias y monumentos del estilo que en México o Buenos Aires cimentaban la insegura identidad nacional de los criollos. Se autoproclamaban con ellos herederos de ancestros, civilizaciones y gestas legendarias y muy precolombinas. Y, de paso, daban un barniz de abolengo prestado a su perpetuación del sistema extractivo colonial. Aparte del sillón no falta aquí la memorabilia de la propia exposición sevillana de 1929. Está al lado del parque de María Luisa y no van los turistas. Allí dormitan destartalados los pabellones-pastiche de Argentina, Guatemala o Perú, preciosas protuberancias del problemático diálogo entre las élites de la antigua metrópoli y las de las antiguas colonias. Es muy revelador ese punto ciego cultural, y en realidad hay algo de psicoanalítico y casi freudiano en toda la propuesta de Rodrigo Gutiérrez Viñuales y Manuel Fontán.
Porque aunque también vemos aquí ingenuas y dignas fachadas neoincas de tiendecitas en Cuzco y de casas de autoconstrucción en el altiplano de Bolivia, y ediciones populares de tipos y diseño prehispanos y llenos de gracia, la muestra hace hincapié en recordarnos que el redescubrimiento, la elucubración y la deformación cíclicos del arte indígena de las Américas se hizo durante siglos al margen de esos mismos indígenas, mayoría silenciosa y silenciada, convidados literalmente de piedra, elemento reprimido que siempre retorna para obsesionar al represor desde sus alfombras, sus vasijas y sus salones de baile a la moda. Por algo, como recuerda Juan Manuel Bonet en su texto, Breton y sus más espabilados surrealistas encontraron en México o Perú una tierra de promisión, con el inconsciente a flor de piel y prêt-à-porter de vuelta a Europa.
Por otra parte, Daniel Schávelzon recuerda en el suyo que casi todos los pueblos prehispánicos jugaron a juegos parecidos y usaron el pasado para afirmar su identidad y su dominio: los aztecas se declararon sucesores de los toltecas, y en América hubo edificios neoolmecas y neoteotihuacanos antes que Europa estrenase su neoindio o su neoegipcio. La teoría decolonial anglosajona resulta insatisfactoria y se queda corta cuando se importa y aplica con maniqueísmo rudimentario a la endiablada historia cultural de América. La muestra anima a repensar estos asuntos con ideas más jugosas y lleva el embrión de otras muchas posibles.
‘Antes de América’. Fundación Juan March. Madrid. Hasta el 10 de marzo de 2024.
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