‘El desierto blanco’, novela distópica para hablar del presente precario que empezó en 2008
Luis López Carrasco, ganador del Premio Herralde, fantasea sobre una hecatombe futura que pone de manifiesto una realidad desoladora de ahora mismo

Casi nada de lo que importa para entender El desierto blanco, la novela ganadora del Premio Herralde está a la vista, y eso puede ser tanto una virtud como un defecto, aunque este (el fragmentarismo) derive, como trataré de explicar, de lo virtuoso del método (la elusión de las circunstancias enunciativas). Los cinco capítulos de la obra parecen funcionar como relatos independientes, sin apenas engarces de continuidad, lo que produce cierto desconcierto sobre la voz narrativa, sobre los personajes, sobre la lógica que yuxtapone un juego de rol para optar a un empleo deleznable (en una variación de El método Gronhölm, de Jordi Galceran) y un accidente aéreo en una isla (con obvias reminiscencias de la serie Lost). Sin embargo, a pesar de la aparente inconexión, la novela va cobrando sentido como una serie de evocaciones de un tiempo pasado (el nuestro: de 2010 hasta ahora más o menos) realizadas en 2035 desde Mare Imbrium, es decir, desde la Luna, lo que nos sitúa en la arqueología del futuro de la ciencia ficción. No obstante, Luis López Carrasco ha evitado la lúgubre descripción del mundo distópico posapocalíptico que imagina y, con acierto, ha preferido construir algo así como un sistema de alusiones e indicios diseminados para que el lector, siguiéndolos, construya los detalles de la distopía por sí mismo. Como sostiene uno de sus personajes, el secreto de la intriga se basa en el ocultamiento.
La novela se carga de sentido para el mundo de ahora mismo, no para el incierto porvenir del desierto blanco del título
Por ese camino indirecto podemos discriminar las tres voces narradoras, la de Carlos y su esposa, Jimena, y la del hermano del primero, del mismo modo que componemos tiempos y espacios. A saber, los años posteriores a la crisis de 2008, los de la combustión de la esperanza bajo la ferocidad del capitalismo hiperconsumista; y, tras un vago cataclismo planetario (¿ecológico?), la creación de una colonia lunar en la que se encuentra Carlos con su familia. Un allí para su hermano, que ha permanecido en la Tierra, refugiado en la antigua casa de campo familiar, que es un aquí para el Carlos narrador. Este, desde su exilio lunar, escribe para preservar su memoria del pasado; Jimena hace lo propio para contar su accidente aéreo y para examinar su erosionado matrimonio. Y en el mejor capítulo del libro, Carlos reproduce las cartas que le envió su hermano desde un planeta devastado pero aún dolorosamente hermoso. Es todo este marco el que queda velado o sugerido y desde el cual la novela se carga de sentido para el mundo de ahora mismo, no para el incierto porvenir del desierto blanco del título.
Un sentido que tiene carácter testimonial, puesto que la novela constata cómo, tras la crisis de 2008 —y aun antes—, a los jóvenes se les cerraron las compuertas del futuro y se encontraron compitiendo por un salario misérrimo o abocados a salir al extranjero con una beca o un trabajo de subsistencia, cómo tuvieron que acatar la precariedad y la liquidez incluso en sus relaciones personales. La fantasía de una hecatombe futura sirve con eficacia al propósito de López Carrasco de poner distancia (de inventársela) para poder contemplar con difícil objetividad una realidad desoladora que sigue vigente. Su testimonio es también una forma de acusación. Y si la novela está bien concebida y resuelta, es lástima que la prosa, en general correcta, se estropee con algunos usos anómalos que hubieran tenido fácil enmienda.

El desierto blanco
Anagrama, 2023
168 páginas. 17,90 euros
41º Premio Herralde de Novela
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