Una novela policiaca de Ramiro Pinilla sobre la persistencia de la Guerra Civil en el País Vasco
A través del esquema del misterio, el escritor armó en ‘El hombre de la guerra’, de 1974, una novela sobre las heridas familiares que dejó la contienda y la dificultad y a la vez la necesidad de preservar el recuerdo de lo sucedido
La publicación entre 2004 y 2005 de la mastodóntica trilogía Verdes valles, colinas rojas (¡más de 2.000 páginas!) arrancó a su autor, Ramiro Pinilla, del rincón de olvido en que había permanecido casi desde 1961, cuando había ganado el premio Nadal (y el de la Crítica) con Las ciegas hormigas. Tenía Pinilla más de 80 años, pero La tierra convulsa, Los cuerpos desnudos y Las cenizas del hierro —los títulos de las tres partes— no acusaban en absoluto signos de senectud narrativa en su reconstrucción de la sociedad vasca a lo largo de un siglo, a través de dos familias (los Baskardo y los Altube), un lugar (Getxo), y mediante la confrontación de la Euskadi rural y la industrial. El aliento inicial de aquel proyecto se remontaba a 1980 y, ya en 1986, Pinilla publicó sin éxito una primera entrega en su editorial LibroPueblo.
La súbita visibilidad lograda en 2005 con Verdes valles, colinas rojas, rubricada por nuevos premios (otra vez el de la Crítica, el Euskadi y el Nacional de Narrativa), abrió las puertas al rescate de títulos como Antonio B., el Rojo, ciudadano de tercera. El pinchazo comercial en 1977 de esta crónica truculenta de un hombre aplastado por la adversidad (o por la España franquista) lo había llevado a fundar LibroPueblo con el objetivo antimercantil de difundir la cultura a precio de coste... Eran años agitados de activismo ciudadano y beligerancia política. Pinilla, que fue militante comunista (fue en las listas del PCE por Vizcaya en las generales del 77), llevaba ya muchos años viviendo en Getxo, el escenario idílico de sus veranos infantiles, adonde se había traslado en 1957 huyendo del tráfago urbano, y donde se estaba construyendo su casa, Walden, en homenaje al naturalismo ascético de Thoreau, con el que se sentía identificado. Pero aún llevaba más años entregado a su vocación de escritor, cosechando sinsabores y esporádicas recompensas, como le había ocurrido en 1971 al quedar finalista del premio Planeta con Seno (la editorial le había comunicado que él era el ganador pero, finalmente, lo fue José María Gironella). O, en 1969, con En el tiempo de los tallos verdes, una novela policiaca de planteamiento original que había tenido escasas ventas y que contribuyó a zanjar su relación con la editorial Destino.
La querencia de Pinilla por el género policial se remonta a los años cuarenta, cuando escribía incansablemente novelitas de vaqueros o de detectives (se conservan media docena de estas últimas, inéditas, con el seudónimo Romo P. Girca), y se mantiene hasta su producción tardía, como demuestra la trilogía de novelas detectivescas que publicó entre 2009 y 2014 protagonizadas por el librero-investigador Samuel Esparta, en el que hay rasgos del propio autor. La novela que ahora se publica se encuadra en esa preferencia y es una auténtica sorpresa, porque no teníamos de ella más noticia que una mención en la contracubierta de Primeras historias de una guerra interminable (1977). Es, sí, una historia policial pero no menos una temprana indagación en los daños perdurables de “una guerra que no se acaba”, como dice un personaje.
El hombre de la guerra está escrita después de Seno y antes de los cuentos de ¡Recuerda, oh, recuerda! (1975), con Franco vivo y una palpable intención de utilizar los mimbres de la narración policial para armar con ellos un artefacto literario distinto que registrara una mirada crítica al presente sin caer en la mera denuncia. La acción se sitúa en Getxo alrededor de un enigma: la carta que Urko Pínaga ha recibido en Londres de su tía Flora suplicándole que acuda al caserío familiar de Mallatu en su ayuda. Urko, que fue uno de los 4.000 niños vascos que fueron enviados a Inglaterra durante la guerra, regresa 36 años después, pero cuando llega a Mallatu su tía ha muerto y se encuentra una orden de demolición de la casa y una extraña prima que encierra su propia secreto. Desde ese momento, el regresado, que es escritor de novelas policiales, tendrá que desentrañar la madeja y esclarecer un enigma que involucra a todas las mujeres de su familia y arroja luz sobre su propio destino.
El modo en que Pinilla imbrica las pesquisas con las nuevas incertidumbres es riguroso, sin tramposos desvíos, aunque incurra en episodios previsibles y soluciones argumentales en el límite de lo verosímil. A medida que Urko prosigue su investigación contra reloj (la excavadora aguarda), van cobrando sentido y relevancia personajes bien trazados, como su inestable prima Regina o el ambiguo párroco don Pedro. No faltan lugares comunes como la habitación clausurada, la mancha de sangre en la madera del suelo o los testigos incapaces de interpretar adecuadamente aquello que recuerdan o saben.
Pinilla armó con solvencia esa estructura de desvelamiento del misterio, pero a través del esquema policial se propuso hablar de otra cosa sobre la que en 1974 aún era difícil hacerlo: sobre la persistencia de la guerra en forma de incurables llagas familiares, sobre la dificultad y a la vez la necesidad de preservar la memoria de lo sucedido, sobre el modo en que los vencidos (como Urko) podían contribuir a la dolorosa tarea de hacer posible un país sin miedo, donde nadie tuviera, por ejemplo, que enterrarse durante años como un topo para salvar su vida. Pinilla quería hablar, en fin, de cómo encarar un pasado ominoso desde un presente en el que quepa la esperanza. Hace de eso medio siglo y la novela sigue conservando su capacidad apelativa.
El hombre de la guerra
Tusquets, 2023
292 páginas, 19 euros
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