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TRIBUNA LIBRE
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Simple es el verano en las montañas

Conforme nos acercamos a los polos, los días estivales son más largos y, a la inversa, más cortos durante el invierno. Este contraste explicaría quizá el culto al verano que hallamos en el norte de Europa

Una escena de 'Sonrisas de una una noche de verano, de Ingmar Bergman, con Harriet Andersson y Gunnar Bjornstrand.
Una escena de 'Sonrisas de una una noche de verano, de Ingmar Bergman, con Harriet Andersson y Gunnar Bjornstrand.Classic Picture Library / Alamy
Olivia Muñoz-Rojas

“Los abrasadores rayos del sol, similares a las lenguas de un fuego ritual llameante, están marchitando los cuerpos, así como las almas, de los pavos reales, forzándolos a hundir sus cabezas en sus ruedas de plumas para hallar algo de frescor”. “Simple es el verano en las montañas; el prado florece, la vieja granja sonríe y el tenue murmullo del arroyo habla de la felicidad encontrada”. La primera estrofa pertenece a un poema en sánscrito dedicado al verano que suele atribuirse a Kālidāsa, poeta hindú del siglo VI; la segunda es de Edith Södergran, poeta finosueca de principios del siglo XX. Sirva el contraste entre ambos fragmentos para abrir esta breve reflexión sobre el verano y su significado diferente en distintos lugares del mundo.

En la mayoría de las culturas, las estaciones se conceptualizaron originalmente de acuerdo al ciclo agrícola; desde la siembra hasta la cosecha, seguido del reposo de la tierra. Así, en la tradición grecorromana, las estaciones se explicaban a partir de la leyenda de Perséfone, hija de Deméter, diosa de la agricultura. En un momento dado, Perséfone es secuestrada por Hades, dios del inframundo. Deméter, enfurecida, apela a la ayuda de los demás dioses del Olimpo y logra negociar con Hades que su hija se reúna con ella sobre la superficie de la tierra, al menos, la mitad del año, esto es, durante la primavera y el verano. El regreso de Perséfone coincide, pues, con el período de germinación y maduración de las cosechas.

Sin embargo, el clima de nuestro planeta y sus ciclos no son homogéneos, lo que se traduce, por ejemplo, en un número variable de estaciones del año según en qué región nos encontremos y, a su vez, en los significados culturales que se asocian a cada una de ellas. Si en Europa, hablamos de las cuatro estaciones, en la India se cuentan seis. Cuando en Europa comienza el verano, allí termina el calor seco y sofocante del Grishma Ritu y se inicia la estación del monzón. Algo similar sucede en México, donde el mes de mayo es el más caluroso del año. Aunque formalmente, por influencia europea, se considere parte de la primavera, en el calendario azteca correspondía al quinto mes del año, el Tóxcatl o “cosa seca”, el período de sequía que antecedía a las anheladas lluvias. Hallamos un desfase parecido entre el clima autóctono y el calendario europeo con relación a la celebración de la Navidad durante el verano austral en el hemisferio sur: un imaginario muy alejado del frío, la nieve y los trineos de Santa Claus con el que la asociamos actualmente en el hemisferio norte, donde coincide con el invierno boreal.

Si siguen subiendo las temperaturas globalmente, es posible que abandonemos las playas y busquemos todos refugio del calor en latitudes más septentrionales

Conforme nos acercamos a los polos, los días estivales son más largos y, a la inversa, más cortos durante el invierno. En torno al solsticio de verano, por encima de los círculos polares, el sol no llega a ponerse nunca. Este fenómeno hace que el contraste entre las dos mitades del año —el invierno y el verano— sea quizá todavía más marcado para las culturas que habitan regiones cercanas al Ártico y la Antártida. El verano en estas latitudes es, por lo tanto, no sólo el período de germinación y maduración de las cosechas, sino el de la luz solar. Un período de eclosión en el que, desde los tiempos de sus primeros pobladores hasta hoy, sus habitantes tratan de aprovechar y vivir intensamente después de emerger de la prolongada hibernación que imponen el frío y la oscuridad del invierno.

Este contraste explicaría quizá el culto al verano que hallamos en el norte de Europa y que se manifiesta también en la literatura y el cine. Pienso, sin ir más lejos, en Sonrisas de una noche de verano (1956) de Ingmar Bergman. La cinta condensa particularmente bien la mística del verano boreal; una intensa combinación de despreocupación, intoxicación, sensualidad y “felicidad encontrada”, que decía Södergran. Al mismo tiempo, llama la atención el modo en que la anticipación y las expectativas en torno al verano en esas latitudes no siempre se corresponden con la realidad de su clima y temperaturas veraniegas. Sucede, por ejemplo, con los picnics que la gente planea con entusiasmo en el Reino Unido y que, frecuentemente, terminan pasados por agua. O con la ropa muy ligera que los escandinavos adquieren cada temporada estival y que, a menudo, apenas pueden usar o deben ocultar bajo capas de jerséis y chaquetas.

No debe sorprender, pues, que, hoy en día que las comunicaciones lo permiten, muchos europeos del norte acaben buscando su verano azul en Nerja o Almuñécar. Hasta cierto punto, ese culto al verano y al sol de los pueblos del Norte ha terminado por contagiarse a los del Sur. No hace tanto que estos más bien tendían a refugiarse de la luz y el calor en los interiores de sus casas y veían la playa como el lugar al que ir a comprar la captura del día, temprano por la mañana, a los pescadores que recién regresaban con sus barcos. Pero es posible que, en las próximas décadas, si siguen subiendo las temperaturas globalmente, el concepto del verano vuelva a cambiar en nuestro entorno, abandonemos las playas y busquemos todos refugio del calor en latitudes más septentrionales.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

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