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Ray Loriga: “Hubiera sido tonto no escribir sobre mi tumor. Cuando te pasa algo así, lo escribes”

Distanciado ya del aura de maldito que le acompañó en los noventa, el autor regresa con ‘Cualquier verano es un final’, una novela sobre la amistad y la muerte que lleva la marca de sus recientes problemas de salud

Ray Loriga, fotografiado en el Café Comercial de Madrid en diciembre.
Ray Loriga, fotografiado en el Café Comercial de Madrid en diciembre.INMA FLORES
Carmen Pérez-Lanzac

Ray Loriga (Madrid, 1967) sube a la planta de arriba del Café Comercial, en la Glorieta de Bilbao (Madrid). Fuera llueve a cántaros. Viste de negro, lleva el cabello peinado hacia atrás. Mientras cierra su paraguas se disculpa por el chaparrón que cae fuera (¡ja!). Afable, de mirada punzante, la de siempre, mantiene esa belleza turbadora de la que culpa a su madre, actriz de doblaje que un día aterrizó en Madrid desde Venezuela y conoció al padre del escritor.

En el tiempo que ha pasado entre Sábado, domingo, su obra anterior, que se editó en febrero de 2019, y Cualquier verano es un final (ambos en Alfaguara), que se publica el 12 de enero, podríamos decir que a su autor lo ha atropellado un trolebús en la forma de un tumor cerebral. Era cuestión de vida o muerte, le dijeron. Y cuando del otro lado de la balanza sabes lo que hay, las secuelas no parecen tan graves, aunque en su caso no han sido pocas: pérdida de audición de un oído, parálisis facial y, quizá lo más grave, dificultad para ver con normalidad. La mirada de su ojo derecho no converge con la del izquierdo. “Si no llevara el parche, vería triple. Pero estar, el ojo está”, dice levantando el trozo de tejido, y asoma con timidez el ojo castigado.

“Traté la muerte de forma no traumática. La muerte de uno no es un gran asunto para la humanidad”

Uno de los dos principales asuntos de los que trata el nuevo libro de Loriga es la muerte (el otro es la amistad, luego llegaremos a eso). Uno de los dos personajes principales de Cualquier verano es un final se ha cansado de ser. “Esto se me está haciendo largo”, confiesa, y emprende una tétrica aventura presente en toda la obra. Quizá se hayan imaginado a un Loriga deprimido y apesadumbrado al escribir. Pero por el tono de la obra, se diría que roza el buen humor. La trama no gira en torno a la enfermedad o al fallecimiento de alguien, pero sí lo hace sobre la perspectiva de la muerte. “Quería tratar el asunto de una manera no traumática. Con la liviandad con la que uno se muere: un respiro, estás vivo, y un segundo después, ya no”. En el tiempo que pasó en el hospital cuando le intervinieron, que fue bastante, le daba vueltas a la cabeza sobre el asunto de la propia muerte. Quería tomarse lo que acababa de vivir no en broma, pero de una manera desdramatizada y natural. “La muerte, la muerte de cualquier individuo, no es un gran asunto para la humanidad”.

Sin embargo, varios fragmentos del libro recuerdan por momentos a otros de Eduardo Mendoza, el rey de la carcajada. Un personaje suelta un soliloquio que no viene a cuento. Luego intenta despistar a la mujer que ama dejándose en ridículo a sí mismo... Ese tono liviano, “falsamente ligero”, en palabras del escritor, tiene detrás un proceso largo de trabajo. Como decía Fred Astaire, apunta, bailar como si flotara tiene detrás muchas horas de entrenamiento.

El novelista madrileño sostiene que, a los escritores, o a los que son como él, el 80% de los días se les van pensando y habitando ese otro lugar que está en sus cabezas. “Realmente nos desplazamos a la vida real –”aquí”, como decía la gente de provincias cuando venía a la capital— a hacer meras gestiones”. Sus obras, por tanto, son una suerte de corresponsalía de lo que pase por ese mundo en su cabeza y del momento que esté viviendo. El protagonista de Cada verano es un final también ha sido recientemente intervenido de un tumor: del mismo que el autor. Dudó si escribir sobre su experiencia hasta que se dijo: qué demonios. “Habría sido una cosa tan tonta no hacerlo. Hubiera sido como vivir un accidente de avión y no contarlo. Cuando te pasa algo tan relevante, tienes que escribir sobre ello. Aunque dudé, no me apetecía nada hacer un libro de Pepito Malito. Y he intentado no hacerlo”.

El escritor madrileño se ríe de buena gana al confesar algunos pasajes feos de su experiencia y los lectores se ríen con él. Cuando habla de la sordera de su oído derecho, escribe: “Esto que puede parecer una molestia ha acabado por convertirse en una ventaja. Cuando en el piso adyacente están de obras, no tengo más que tumbarme sobre el oído sano para dormir la siesta tan plácidamente, y si alguien en una reunión o en una cena me resulta tedioso, me basta con sentarme a su izquierda, ofreciéndole mi oído sordo y evitándome así soporíferas conversaciones”.

“De joven me consideraba el más feo del mundo. Me inventé a alguien que era yo, pero con más arrojo”

El autor es hijo de un ilustrador, José Antonio Loriga, que pasaba muchas horas en las oficinas del diario Informaciones, donde trabajaba. “Se consideraba un periodista más de la redacción; decía que era importante cazar las noticias, y que donde mejor lo hacían era en un bar”. Cuando su madre se cansaba de combinar trabajo, casa e hijos, enviaba a Loriga y a su hermano a la oficina de papá. “Nos pasábamos las horas allí, hablando con todo el mundo, flipando con la linotipia, bajábamos a los talleres y ayudábamos a atar los paquetes de periódicos…”.

En algún momento de su adolescencia, mientras asistía a las clases de ese colegio privado en el que tan bien aprendió el inglés que le abriría las puertas de la literatura anglosajona, Loriga se pasó al lado de los chicos malos: tatuajes, pelo largo, anillos gruesos. En aquellos años decidió también rebautizarse como Ray. Sus padres creyeron que sería durante un tiempo, pero descubrieron que no. Jorge ahora era Ray.

“Hay algo en la adolescencia…”, empieza el escritor. “Hay una canción preciosa de la estadounidense Janis Ian que lo resume muy bien: The Ugly Ducks. Dice: “I learned the truth at seventeen, that love was meant for beauty queens” (aprendí la verdad a los 17 años, que el amor era solo para las reinas de la belleza). Yo, como todos los chicos de esa edad, me consideraba un cero a la izquierda y el más feo del mundo. Y decidí inventarme a alguien que era yo, pero con más arrojo”.

Quería ser escritor, se buscó un trabajo de escaparatista de una tienda de ropa de la calle Serrano, y se mudó, solo, a un piso en la calle Ballesta, en esas callejuelas tras la Gran Vía de Madrid (bastante cerca de donde había estado Informaciones). Ante la alarma que despertó en sus padres empezó Periodismo, pero nunca terminó la carrera. Por entonces ya era amigo del fotógrafo Alberto García-Alix, el rey de la rebeldía y la libertad, con quien colaboró en su publicación El canto de la tripulación y donde conoció todo un mundo de artistas capitaneados por Alix.

Su primer libro, Lo peor de todo, se publicó en 1992. La etiqueta de “estrella de rock de la joven narrativa” se citaba en todos los textos sobre Loriga. Se dijo tantas veces que llegó incluso a molestarle. Pero él ayudó un poco, aunque fuera (casi) involuntariamente. Cuando estaba a punto de publicarse Héroes, su nuevo editor, Enrique Murillo, entonces en Plaza & Janés, tenía una imagen que le había enviado el escritor que olía a éxito: Loriga con la mirada en aquel entonces en su momento estelar, la melena tapándole media cara, dos anillacos en los dedos y la guinda: ¿qué sostiene en la mano? Un tercio de cerveza. “Recuerdo perfectamente aquella conversación”, cuenta el escritor. “Estábamos hablando amablemente en el despacho de Murillo, le insisto en que aquella foto no me convence, no quiero que se publique. Y tras un buen rato de charla me dice: “Pues ya no se puede cambiar”. En una librería que había cerca ya estaba ahí el libro con mi foto en la portada”. Si le importó entonces no lo cuenta. Ahora se ríe.

Loriga, durante la entrevista.
Loriga, durante la entrevista.INMA FLORES

Loriga se convirtió en el nombre siempre presente en todos los textos sobre una nueva generación que llegaba a las librerías. En 2014, el crítico literario Ignacio Echevarría escribía en las páginas de EL PAÍS “en relación al menos al fenómeno de la joven narrativa que prosperó en los noventa, se hace cada vez más evidente que toda aquella algarabía sólo contenía una voz de verdad: la de Ray Loriga, que entretanto continúa su propia fuga personal”. Entonces el actor vivía con su entonces pareja, Christina Rosenvinge, en Nueva York, donde nació el primero de sus dos hijos. Ella en 2019 escribió un bonito libro autobiográfico, Debut (Literatura Random House), en el que llama a Loriga “bicho” (y uno se queda intrigado). Luego volvieron a España, tuvieron un segundo hijo y pasado un tiempo se separaron. Actualmente, Loriga está casado con la diseñadora y pintora Fátima de Burnay. Durante todos estos años Loriga seguía escribiendo, cambiando de registro casi en cada libro. El más filosófico y oscuro, Rendición, le valió el Premio Alfaguara de Novela en 2017. Pero también ha dedicado bastante esfuerzo a trabajos del mundo audiovisual.

“La amistad tiene mucho en común con el amor. Es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos”

Para Echevarría, Loriga sigue siendo un talento potentísimo. “Logró un cambio del paradigma”, afirma por teléfono. “Su voz distanciada es muy interesante, cambia de registro… Es enormemente talentoso, aunque ha tenido que prodigarse en el mundo audiovisual”, añade. “Si no lo hubiera hecho creo que podría haber labrado una mejor carrera como escritor”. Ahí va un resumen de las incursiones audiovisuales de las que habla el crítico: debutó como director en 1997 con La pistola de mi hermano, adaptación por encargo de su novela Caídos del cielo, y más tarde rodó por voluntad propia Teresa, el cuerpo de Cristo, con Paz Vega de protagonista. También ha colaborado en varios guiones (Carne trémula, de Pedro Almodóvar, El séptimo día, de Carlos Saura, o Ausentes, de Daniel Calparsoro), e incluso recientemente ha participado en un proyecto de corto para el metaverso del que hablaba (¿mentía descaradamente?) la mismísima Tamara Falcó.

Decíamos al principio que Cada verano es un final pivota alrededor de dos temas: la muerte y la amistad. La amistad de la que escribe Loriga no es una amistad cualquiera; ha querido contar ese tipo de relación que tiene muchos de los elementos de una conexión amorosa. “Creo que, si la fuerza del amor es una idealización del otro, en la amistad a veces pasa lo mismo. Tienen mucho en común. Se trata de una amistad que raya el enamoramiento”.

Para que entienda de lo que hablamos, esta es la confidencia del protagonista acerca de su amistad más profunda: “Pocas veces confieso mi amor en público. Pocas veces o casi ninguna me atrevo a hablar sinceramente de este anhelo tan exagerado, desesperado y suplicante hasta el bochorno, porque en las raras ocasiones en que me he ido de la lengua (…) siempre noto cómo mis amigos se incomodan con el relato de la insensata devoción y acto seguido me preguntan si de veras pienso que Luiz está a la altura de tamaña pleitesía. Y yo me digo: ¿a qué altura tendría que estar? Si el pobre no ha hecho nada. Si soy yo quien, partiendo de su mera presencia, lo he elevado a su actual desproporción, quien lo ha elegido como víctima de su idolatría y, por tanto, le he dado el tamaño que le ha venido en gana. El de las figuras gigantes de la isla de Pascua, si se me antoja”.

Para desarrollar las características de esta relación, Loriga ha hecho “un greatest hits” de varias amistades importantes que mantiene, y de otras inventadas en ese mundo que habita el 80% del tiempo, aunque reconoce que algunos momentos concretos los ha vivido él personalmente. Apuesto que uno de ellos es esa noche en la que, tras ponerse finos de martinis y de cervezas, los dos protagonistas amanecen sobre un andamio. El primero en despertar lo hace cuando llegan los albañiles del primer turno del día. “Al mirar a Luiz, que dormía tan plácidamente, con el cabello alborotado como un niño, me dieron ganas de besarle en la frente. No me avergüenza decir que de esa madera está construida nuestra amistad”.

Muchas veces nuestra elección de las personas con las que nos entendemos es completamente arbitraria, cree Ray Loriga. Los elegimos porque los idealizamos, al igual que elegimos (los que lo eligen) equipo de fútbol. Queremos que los amigos representen algo hermoso, semiperfecto, intocable. Por eso a los amigos se les perdona prácticamente todo. “Porque uno no quiere romper ese vínculo. Porque en el fondo es un regalo que nos hemos hecho a nosotros mismos”.

Portada del libro 'Cualquier verano es un final', de Ray Loriga. EDITORIAL ALFAGUARA

Cualquier verano es un final

Ray Loriga
Alfaguara, 2023
248 páginas. 19,90 euros
Se publica el 12 de enero.

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Sobre la firma

Carmen Pérez-Lanzac
Redactora. Coordina las entrevistas y las prepublicaciones del suplemento 'Ideas', EL PAÍS. Antes ha cubierto temas sociales y entrevistado a personalidades de la cultura. Es licenciada en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo de El País. German Marshall Fellow.

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