Lo que jode es la respuesta: la diferencia entre crítica, cancelación y censura
Varias premisas sobre las llamadas guerras culturales circulan caótica o impunemente, y tocan cuestiones como la relación entre el espectador y la obra y la dicotomía entre el autor y su trabajo
En el eterno retorno de lo que ahora llaman guerras culturales, la vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís, lleva anunciando que no participará de la recurrente “cultura de la cancelación” que parece asolarlo todo. Recientemente también la cantante Alaska se refería a este concepto, que parece poner en alerta a gente de las más dispares sensibilidades para luchar contra este nuevo gigante.
El caso de Villacís sería anecdótico si no hubiera usado recientemente un vídeo en redes sociales en el que denunciaba la “censura” a la que se veían sometidos diversos artistas, entre los que incluía a Woody Allen, John Ford, William Shakespeare o Leni Riefenstahl. El vídeo sirve para ejemplificar varias premisas que circulan caótica o impunemente que intentaré exponer aquí.
Para empezar, la voluntaria confusión entre cancelación y censura. Aquellos que defienden la existencia de una creciente oleada de señalamientos, principalmente en redes, hablan de una censura etérea y poco definible de una obra o su autor vinculada a la respuesta del público a la publicación o exhibición de dicha obra. Es importante hablar de los tiempos. Para que la obra o el sujeto sea “cancelado” o “censurado” según esta falsa premisa, debe haber sido publicada, es decir, contradice la concepción real de censura, en la que la obra se examina, se suprime o se modifica antes de que vea la luz. Como explicaba Gonzalo Torné en su texto ¿Por qué la llaman “cancelación” cuando quieren decir crítica?, “solo la ‘cosa pública’ tiene la capacidad de extenderse sin competencia sobre toda la sociedad impidiendo de manera efectiva la publicación o la difusión, al menos sin incurrir en delito”. Para que exista censura, debe existir un órgano preexistente a la obra que impida su distribución.
Para que una obra sea “cancelada”, debe haber sido publicada, lo que contradice la concepción real de censura
Por tanto, la confusión es voluntaria. No es casual que un intelectual de la talla de John Irving hablara ya en los años noventa de un nuevo puritanismo censor que impedía la publicación de la famosa novela American Psycho, de Bret Easton Ellis, refiriéndose a las críticas feministas que recibió el texto. La obra había sido rechazada por una editorial (Simon & Schuster) por la violencia explícita de su contenido y fue finalmente publicada con gran éxito por otra (Vintage). Irving no consideró a la primera editorial como una entidad censora, sino que definió el cambio como algo comprensible y achacable simplemente a una “ruptura de contrato”, algo normal en una sociedad capitalista. Pero no así las críticas realizadas por el crítico literario Roger Rosenblatt, a las que trató de boicoteo y censura. Rosenblatt respondió en una carta a The New York Times: “No sé qué se supone que debe hacer un crítico si él o ella no escribe en términos contundentes sobre libros que le desagradan profundamente. Y si eso es censura, yo soy Napoleón. Lo que está en juego aquí es el gusto, no la censura, y el señor Irving lo sabe. Se identifica con mi juicio literario sobre el libro del señor Ellis, pero elige interpretar mi dureza como censura, mientras que supongo que considera su gusto meramente como opinión”.
Con ese ejemplo podemos comprobar qué es lo que se juega en realidad. Parafraseando la frase de la feminista Luciana Peker, que decía de los grupos conservadores en contra de la legalización del aborto en Argentina: “Lo que les jode es el deseo” de las mujeres, podríamos interpretar que lo que sucede en estos tiempos es que lo que jode es la respuesta social. Polanski, Riefenstahl o John Ford, por poner ejemplos usados recientemente, no son censurados. Ni lo han sido jamás. ¿Acaso Riefenstahl o, por qué no, D. W. Griffith no son usados diariamente como autores imprescindibles en el arte cinematográfico? ¿Cuál es la diferencia entre el uso de su obra hoy y hace 30 años? Que se remite también al contexto en que esas obras fueron creadas. Riefenstahl fue colaboradora del régimen nazi y propagandista de su imagen, Griffith sitúa El nacimiento de una nación en una distopía racista en la que la población negra domina las instituciones, por lo que el Ku Klux Klan debe recuperar el control. Las obras tienen contexto histórico y también intención ideológica.
Y si nos centramos en la concepción de la obra clásica —a la que también le salen victimizadores, Shakespeare sin ir más lejos es catalogado como “autor censurado”—, debemos también acudir a por qué una obra se convierte en clásica: porque el horizonte de expectación del espectador sigue considerándola una obra relevante. Es el espectador el que establece una respuesta frente a la obra, y no frente al autor. Es la obra la que sigue estando viva y, por tanto, capaz de ser resignificada.
Acabemos con la dicotomía del autor y la obra con un ejemplo reciente: Polanski no está siendo censurado, ganó el Premio César con su más reciente película, El oficial y el espía. Permanece en la memoria, eso sí, la indignación de la actriz Adèle Haenel por un premio a un director de cine que, recordemos, sigue fugado por haber violado a una menor. La repulsa de Haenel fue contundente, como lo ha sido la de mucha otra gente. Lo que molesta es la crítica, lo que jode es la respuesta.
Lucía Lijtmaer es autora del ensayo ‘Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta’ y de la novela ‘Cauterio’ (ambos en Anagrama).
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.