Carlos III, berrinches y plumas
La estrafalaria sucesión de incidentes del nuevo rey de Inglaterra con los objetos de escritorio da mucho juego literario y semiótico
Existen muy pocos objetos que tengan tanto poder metafórico como una pluma. No importa que los escritores ya no las utilicen, la mayoría siguen sintiendo una atracción profunda, casi infantil, hacia ellas. Para una escritora, además, la estilográfica no solo simboliza la inspiración y el estilo, sino también la capacidad para crear por ella misma y vencer el debilitador “síndrome de la impostora”. La conocida frase de Anne Elliot, la heroína de Jane Austen en Persuasión, tantas veces citada, daría buena cuenta de ello: “Los hombres siempre han disfrutado de una ventaja, y esta es la de ser los narradores de su propia historia. […] Han tenido la pluma en sus manos”.
Justamente por dicho simbolismo, la estrafalaria sucesión de incidentes que ha protagonizado el nuevo rey de Inglaterra, Carlos III, por culpa de sus objetos de escritorio es, sencillamente, cautivadora. En el primero de ellos, captado por las cámaras el día de su solemne proclamación, vemos al monarca notablemente irritado por culpa de un tintero que le impide firmar con desahogo en una mesa asombrosamente pequeña. En el segundo incidente, también grabado unos días más tarde, volvemos a encontrarnos al rey contrariado e irascible, esta vez porque la pluma con la que debía firmar en un libro de visitas del castillo de Hillsborough, en Irlanda del Norte, se ha roto, manchándole aparatosamente los dedos de la mano. “¡Odio esta maldita cosa!”, son las ásperas y sorprendentes palabras que le escuchamos espetarle a Camilla, mientras se limpia, amagando un gesto de desdén, con un pequeño e impoluto pañuelo blanco. Llegados a este punto, la provocadora pregunta con la que Sandra Gilbert y Susan Gubar abrieron La loca del desván, un clásico de la teoría literaria feminista publicado a finales de los años setenta, parece inevitable: ¿será la pluma un pene metafórico?
Siempre que intento responder mentalmente a esta insidiosa pregunta recuerdo una de mis escenas favoritas de La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf, aquella que transcurre, llena de sarcasmo e ironía, en el salón de Lady Bruton. Allí, la enérgica aristócrata lleva toda la mañana tratando de escribir sin éxito una carta al Times para expresar su opinión sobre un asunto político. «Después de una mañana de lucha, de un texto comenzado, destruido y reanudado», explica el narrador con burla refiriéndose a su mediocre dominio de la pluma, Lady Bruton, sintiéndose incapaz debido a su “condición femenina”, pide ayuda a Hugh Whitbread, perfecto y pomposo caballero británico. Es así como llegamos al momento culminante de la escena que merece la pena citar completo: “Hugh sacó su pluma estilográfica, su pluma estilográfica de plata, que utilizaba desde hacía veinte años y que aún se encontraba en perfecto estado, dijo, desenroscando el capuchón. Se la había enseñado a los fabricantes, y le dijeron que podía durar indefinidamente”. Cuando Hugh termina de redactar la carta, Lady Bruton la considera al instante una obra maestra.
Si Roland Barthes siguiera vivo, es muy posible que hubiera dedicado una de sus mitologías a estos primeros gestos, tan llamativamente huraños como elocuentes, de Carlos III. Los berrinches del monarca con tinteros y estilográficas al más puro estilo de Anne Elliot o Lady Bruton no solo evidencian la petulante altanería del monarca, sino que pueden leerse también como un elocuente sistema de significados culturales. Signos que nos hablan de la autoridad, la sucesión y el duelo, pero también de los fantasmas del poder y de la inseguridad para ejercerlo. Nunca debió de ser tan difícil para un rey «sostener la pluma» como después del largo reinado de Isabel II.
Por momentos, ante la cara exasperada del rey exigiendo la retirada del tintero el día de su proclamación, parece que nos encontráramos ante un libro abierto, pleno de significado psico-histórico, uno en el que Carlos III hubiera adoptado el papel de Hamlet, pero con la sombra de Gertrudis, su madre, pidiendo venganza. En su rostro ligeramente histérico y en su mano temblorosa al firmar creo que también se hace legible culturalmente la loca escritora encerrada en tantos desvanes, la eterna heredera que se hizo anciana esperando reinar. “¡Ay! De una mujer que prueba la pluma”, escribió Anne Finch, condesa de Winchilsea a comienzos del siglo XVIII, “¡Ay! De semejante intrusa en los derechos de los hombres”.
Cristina Oñoro es profesora de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid y autora del ensayo ‘Las que faltaban. Una historia del mundo diferente’ (Taurus).
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