Decepción no quiere decir engaño
En la tercera entrega de esta serie veraniega, Laura Ferrero viaja hasta una isla cuyo nombre parece designar algo que no estaba a la altura de lo esperado. Pero es solo fruto de una traducción inexacta
Isla Decepción: 62°57′S, 60°38′W
La isla Decepción no se llamaba, en realidad, decepción. No es suyo, por tanto, este nombre que apunta a lo que se queda a medias y que no llega, ni encaramado sobre los talones, a la altura de las expectativas. En el archipiélago de las islas Shetland del Sur, a escasos cien kilómetros al norte del continente antártico, a más de mil de la costa sudamericana más próxima y a 13.000 kilómetros de España, la isla Decepción tiene forma de herradura porque es el cráter de un volcán activo. El centro de la isla es, pues, un vacío, una caldera que da nombre a la bahía conocida como Port Foster, y que recuerda que lo más importante, y no solo geológicamente hablando, es lo que no se ve, pero puede intuirse: un volcán dormido bajo las aguas heladas.
Decepción es la única isla del archipiélago de las Shetland del Sur que, a pesar de su latitud, nunca está completamente helada. Desde su primer avistamiento, en 1820, Port Foster ha sido un destino para cazadores de focas y balleneros y ahora, a pesar de que aún quedan vestigios de ese pasado oscuro, la isla, que es visitada por cruceros que se encaminan hacia las Malvinas o las Shetland del sur, sirve especialmente para propósitos científicos (de hecho, a día de hoy, España mantiene ahí una de sus dos bases en la región de la Antártida, la base Gabriel de Castilla).
No está del todo clara la procedencia de este nombre envenenado, Decepción. En La luz negra, María Gainza contaba lo siguiente: “Sospecho en especial de los historiadores que con sus datos precisos y notas heladas de pie de página ejercen sobre el lector una coerción siniestra. Te dicen: ‘esto fue así'. A esas alturas de mi vida yo aprecio las gentilezas, prefiero que me digan ‘supongamos que así sucedió”. Tiremos, pues, del hilo de algunas historias que apuntan a las gentilezas. Una de ellas afirma que el nombre procede de la decepción sufrida por algunos aventureros que llegaron hasta allí en busca de un tesoro escondido. Otra que el oficial ruso Fabian Gottlieb von Bellingshausen Tadeo, ilusionado, creyéndose el primero en llegar a esa isla de la que tanto había oído hablar, se enfrentó a la dura realidad al avistar otro barco ballenero fondeado ahí, por lo que la llamó Decepción. Pero existe cierto consenso en torno a la suposición de que fue el cazador de focas Nathan Palmer quien bautizó la isla tras descubrir que su engañosa apariencia de isla normal escondía en realidad un volcán con forma de herradura, una caldera inundada en su interior y un estrecho canal por donde el mar y el viento circulaban con total libertad.
Una decepción supone que algo no estaba a la altura de lo esperado, que una isla en forma de herradura es menos que una isla normal. Ocurre que, en las decepciones, todo se juega sobre esto tan escurridizo que es nuestro deseo de que algo sea o no como esperábamos. Es lícito, pues, que Palmer tuviera también su propio deseo, a saber, que la isla fuera una isla-isla y no una herradura y quizás por eso la llamó Deception island.
Pero en español, deception significa engaño, que no viene a ser exactamente lo mismo que decepción. Así que el nombre de nuestra isla tampoco está ni siquiera a la altura de su traducción y podríamos afirmar que incurre entonces en una doble decepción. En realidad, visto ahora, Palmer tuvo que haberle puesto otro nombre y no era Engaño: era Deseo.
Hay un relato de Grace Paley llamado justamente ‘Deseos’ y en él, uno de mis personajes favoritos de todos los tiempos, la narradora que protagoniza la historia, dice así en las primeras frases: “Vi a mi exmarido en la calle. Estaba sentada en las escaleras de la nueva biblioteca. Hola, mi vida, dije. Habíamos estado casados veintisiete años, así que me sentía justificada. Él dijo, ¿qué?, ¿qué vida? La mía desde luego que no”. ‘Deseos’ plantea ese gran tema de cómo nos relacionamos con las cosas que queremos, con lo que amamos, o con su ausencia. En un folio y medio, con esa capacidad asombrosa de síntesis que caracteriza a Paley, el relato cuenta la historia de una mujer que va a devolver unos libros a la biblioteca después de dieciocho años de haberlos pedido en préstamo. El marido, recapitulando sobre el final de su matrimonio, le recrimina una total falta de deseos “tú nunca desearás nada”, le espeta. Porque parece, en ocasiones, que si los deseos de los demás no coinciden con los propios tienen menos entidad y son, por tanto, menos deseos.
En el antiguo Egipto, el pictograma jeroglífico que designaba el amor significaba “largo deseo”. Puede que no recordemos exactamente qué ocurrió, pero sí recordamos lo que queríamos que sucediera y es eso lo que permea la historia, como en este relato, no solo el de Grace Paley sino en este otro en el que una isla no es una isla del todo —¿y qué es una isla, señor Nathan Palmer?—. Una isla que es, dicen, un largo deseo, una herradura que carga, por los siglos de los siglos, con el peso de haberse convertido en una traducción inexacta, inacabada, reflejo de los frustrados anhelos de sus supuestos descubridores.
Laura Ferrero es escritora. Su último libro es ‘La gente no existe’ (Alfaguara).
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