Siempre es Navidad (en alguna otra parte)
Primera entrega de la serie de la escritora Laura Ferrero sobre lugares tan rodeados por el mar como por la imaginación y la leyenda
En el libro ‘Atlas de las islas remotas’, la escritora Judith Schalansky recopila un conjunto de 50 islas remotas que conforman un atlas de territorios aislados y a los que es difícil y, en algunos casos casi imposible, acceder. El adjetivo lejano, remoto, funciona en ocasiones como disuasorio, pero no suele hacerse la pregunta del millón: ¿lejano con respecto a qué?, ¿lejos de dónde? En la cubierta del libro figura la siguiente explicación: “50 islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré”. Yo sí espero y deseo ir. Por el momento, en esta serie viajaremos hasta algunas de ellas con la imaginación.
Isla Navidad. 10º 30′S, 105º 38′E
La isla Navidad se tiñe de rojo a finales de noviembre. No es una metáfora, tampoco una exageración, ni hace referencia a los preparativos para las fiestas navideñas. Su nombre es un recordatorio de su fecha de descubrimiento —el 25 de diciembre de 1643— y cada vez que llega el mes de noviembre, esta remota isla del Océano Índico, territorio no autónomo de Australia, situado a 2.360 km al noroeste de Perth, de 50 a 100 millones de cangrejos rojos alcanzan la madurez sexual y emergen de entre los más recónditos lugares para iniciar su camino hacia el mar. Durante 18 días que coinciden con la época en que menos diferencia existe entre la marea alta y la baja, esta isla —carreteras, caminos, grietas, bosques, jardines, tiendas, supermercados— se convierte en una suerte de gigantesco tapiz en movimiento. No sé mucho de cangrejos, pero, desde este caluroso agosto en Barcelona, puedo imaginarlos: un baile de andares ladeados, a cuestas con ese caparazón coronado por pequeños ojos negros. Su peregrinaje termina en el mar, en el Océano Índico, donde depositarán sus huevas antes de la luna nueva.
No sé si querría vivir en una isla en que la Navidad, aunque sea en forma de evocación, está presente durante todo el año. Sin embargo, conforme lo escribo, caigo en la cuenta de que, de un tiempo a esta parte, tampoco yo guardo las luces de Navidad en el altillo para olvidarlas hasta el año siguiente, sino que las dejo en el salón, guirnaldas de luces blancas que caen entre los libros de la estantería, hasta el punto de que olvido que son luces de Navidad porque son las luces de casa.
Aquello que se queda desplazado, fuera de sitio y de tiempo, funciona a menudo como los discos de oro de las Voyager, es una instantánea del mundo en un momento determinado y posee la asombrosa capacidad de retrotraernos al instante en que eso tuvo sentido. Ocurre cuando nos encontramos con un espumillón dorado en medio del verano o al pasar por los ajados toboganes de un parque acuático de febrero. Pero también, claro, se aplica a los seres humanos. Siempre tuve predilección por ese género tan literario que son los reencuentros azarosos, o no, con un antiguo amante. Me divertían esas situaciones rocambolescas y a menudo incómodas —siempre y cuando estuvieran escritas en papel y bien alejadas de la realidad— en las que los implicados no salían especialmente bien parados. En Días temibles, de AM Homes, está la mejor historia que he leído al respecto, ‘Días de ira’: en un congreso sobre el Holocausto, una escritora se encuentra con un “viejo amigo”. O pienso también en aquella otra, ‘La noche de Lisboa’, dentro de El museo de la rendición incondicional, de Dubravka Ugrešić, donde una escritora acude a un festival literario —ese otro gran subgénero: escritores que se encuentran con otros escritores (y a veces amantes ocasionales) en congresos y festivales literarios— y ahí se encuentra a P., un antiguo novio del que no tiene especialmente buen recuerdo. Al hilo de ese reencuentro, Ugrešić cita a Isaak Bábel: “una historia bien inventada no tiene por qué parecerse a la vida real; la vida se empeña con todas sus fuerzas en parecerse a una historia bien inventada”.
El género de reencuentros azarosos me dejó de interesar cuando me ocurrió en la vida real. Fue una noche de un también caluroso mes de agosto. Regresaba a casa y tomé una ruta distinta a la acostumbrada. Tras dejar atrás el Paseo de San Juan doblé por la calle Valencia y vislumbré, a lo lejos, unas luces que procedían de un local. Convencida, me dije que sería algún bar que abriera hasta tarde, pero conforme me acercaba me di cuenta de que no. Asombrada, al llegar, me detuve frente a las puertas de cristal: era una floristería que, según anunciaba en un cartel, abría las 24 horas. Yo, que a duras penas logro distinguir un ficus de un cactus, entré en la tienda movida por la curiosidad, también por cierto desconcierto. Debían de ser más de las dos de la madrugada y, desvelada, me perdí un rato entre los pasillos. Ahí, frente a un ficus benjamina, cómo no recordarlo, escuché una voz familiar a mi espalda, una voz que le preguntaba a una dependienta lo mismo que le hubiera preguntado yo, que por qué abrían toda la noche, que si había gente que se despertaba a las tres de la mañana y se decía: bueno, voy a comprar un geranio. Y dijo geranio y supe que era él, porque en aquel desinterés por las plantas sí que coincidíamos.
Lo que pasó en la floristería realmente ocurrió, pero para qué contarlo si el engorro de la verosimilitud a menudo se entromete y si ya lo adelantó Isaak Bábel. Además, cuando fuimos a pagar —me llevé un ramo de lirios, de los nervios, como si fuera a un funeral—, fue otra la dependienta que me cobró y al despedirnos dijo que vaya bien, pareja, si los ponéis en agua con una aspirina os durarán mucho. Después, andamos un rato juntos y ninguno mencionó nada del plural. Él se marchaba al día siguiente a diecisiete horas en avión de Barcelona, donde vive, y al despedirse solo me dijo un día tendrías que contarlo en un relato, pero le respondí que para qué si nadie iba a creérselo.
En nuestra cabeza todo discurre a la vez: pasado, presente. Es necesario poner orden, aunque luego es la propia realidad la que te guarda un poco de espumillón en una floristería de agosto
En nuestra cabeza todo discurre a la vez: pasado, presente. Es necesario poner orden, aunque luego es la propia realidad la que te guarda un poco de espumillón en una floristería de agosto. He dicho antes que no sé demasiado de cangrejos, pero eso tampoco es cierto porque un animal por el que siento un gran afecto es el cangrejo ermitaño. A pesar de ser un crustáceo, tiene un abdomen sin exoesqueleto, es decir, blando, y esta circunstancia lo convierte en vulnerable para los depredadores, por lo que busca refugio en las conchas vacías de otros moluscos. Cuando da con una conveniente, introduce en ella su cuerpo de tal manera que pueda retraerse y sostenerla al caminar. Al crecer, cuando se le queda pequeña, el cangrejo abandona la concha y busca otra más grande. Y no tiene remordimientos. En realidad, pensaba, más allá del tópico de andar para atrás, es mucho lo que nos une a los cangrejos. A los de la isla Navidad, emprendiendo peregrinajes, no al mar, sino al pasado, o al ermitaño, saltando de casa en casa, cambiando el caparazón para encontrarlo después en una floristería, en un congreso literario, siempre pensando: y ahora qué, cómo cuento esto para que alguien se lo crea.
‘Atlas de islas remotas. Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré', de Judith Schalansky y traducido al castellano por Isabel G. Gamero está publicado por Capitán Swing y Nórdica.
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