En Islandia
Vivimos apuntalando nuestros días sobre el hondo deseo de que quienes se han ido nunca se vayan del todo, porque cuando te falta una persona, cuando fallece, es el mundo entero el que parece vacío
En Islandia, a la carretera principal que recorre el país la llaman Ring Road porque tiene forma de anillo. Esta curiosa forma responde al hielo y a la propia geografía, que hacen inaccesibles determinados puntos, pero también a la supuesta existencia de los elfos, criaturas de las leyendas y el folclore islandés a los que se conoce también como la gente oculta o escondida. Pasar por sus dominios sería molestarlos y nadie quiere molestar a los elfos. Así pues, podríamos decir que la principal carrera islandesa está construida teniendo en cuenta algo que no se ve, criaturas que habitan dominios remotos y quizás inexistentes, pero que configuran la realidad.
Mi tía Mari murió el día 24 de diciembre. Pasamos horas sentados en una habitación de hospital, abstraídos por esa discreta sinfonía de ruidos: los pitidos, el goteo, el zumbido lejano de unas máquinas que impiden que se corte el delicado hilo de vida que queda. Por las enfermeras también, que iban entrado para comprobar las constantes en esas estudiadas coreografías que envuelven siempre el final de la vida. Y por nuestro silencio. Lo que más me aterroriza es que la gente a la que amo no me hable. Que no pueda decirme ya «voy a estar bien». Durante todo ese tiempo no pude dejar de mirar la muñeca izquierda de mi tía con la pulsera cuentapasos de caucho lila. Nunca se la quitó, ni siquiera aquellos últimos días en que no dio ni uno. Aquella noche, cuando me fui del hospital, se me vino a la cabeza que la magia, para los niños, ocurre siempre por las noches. El Ratoncito Pérez, los regalos bajo el árbol, los Reyes Magos. Desde la noche del 23 deseé el milagro, la mejora, la promesa implícita en ese nombre: “Mañana”.
Pero mi tía Mari murió y no hubo magia aquella noche. Murió muy pocas horas después de que lo hiciera una mujer que había sido importante para mí, de manera distinta porque nunca la conocí, y esa mujer era Joan Didion. Así que yo, muy dada a buscarle un sentido a todo —porque el sentido resta desamparo y fatalidad, porque el sentido es otro de los nombres del pensamiento mágico—, preferí pensar en las coincidencias, en cómo un día escribiría sobre Joan Didion y mi tía, y encontraría una clave que me revelara la relación entre ambas. Didion tiene una frase que dice así: “Escribo para averiguar lo que quiero y lo que me da miedo”. Porque hay veces en que la vida llega a través de la escritura y no al revés. Y, de hecho, algunas cosas en mi vida empiezan después de ser escritas, porque las palabras resguardan también del dolor. Y así, si piensas cómo vas a escribirlo no estás pensando en cómo vas a atravesarlo.
Nunca conocí a Joan Didion, pero a los 18 años compré un libro que tardé mucho tiempo en entender: El año del pensamiento mágico. Cuenta Didion que a veces te falta una persona y que el mundo entero te parece vacío y eso es lo que ocurre con el duelo. Relata que cuando su marido, el escritor John Gregory Dunne, murió, ella no fue capaz de tirar sus zapatos. Por si volvía. Los objetos son, supongo, lo que permanece. Sobre ellos escribí en el texto para el funeral de mi tía, en el que dije algunas obviedades, como no podía ser de otro modo, pero también conté que ella, en estos últimos tiempos, se había comprado unas mopas para los pies. Eran de color verde fluorescente e iba surcando el parqué con aquellos tentáculos coloridos. Nunca dejé de reírme de esas pantuflas excéntricas y el otro día, en una ferretería, me ocurrió que me las quedé mirando fijamente e instintivamente les hice una foto a las que me parecieron más feas. Lo que no reconocí fue que tuve el impulso de mandarle la imagen a mi tía. Con emoticonos de carcajadas. Sobre la marcha recordé que ya no podía hacerlo. Borré la foto rápido, como si me quemara, y no supe a quién contárselo y por eso lo cuento aquí. Me temo que si un día dejamos de hablar de lo que desaparece, de los que desaparecen, morirán de verdad.
Pocos días después de que Joan Didion y mi tía murieran tuve la suerte de que me invitaran a Reikiavik. Fue ahí cuando, tras el mostrador del hotel, un chico me contó aquella historia maravillosa de los elfos, de la gente escondida. Me lo contó convencido, sin dudar. Mencionó incluso el lobby elfo y me reí. «Pero si estáis tan seguros, alguna marca habrán dejado los elfos, ¿no?», me atreví con cierta sorna. Me miró con curiosidad y supongo que pensó que no todo lo que existe tiene que haber sido visto alguna vez.
Islandia no me reveló el puzle secreto en el que mi tía y Joan Didion encajaban para que yo pudiera escribir unas líneas sobre el hallazgo, pero me ofreció la posibilidad de conducir a lo largo de una carretera construida sobre la creencia en algo que no vemos. Entonces entendí que también nosotros vivimos así, apuntalando nuestros días sobre ese hondo deseo de que los que se han ido nunca se vayan del todo.
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