Isla Decepción: un volcán bajo el hielo de la Antártida
Es temporada alta en la Antártida. El breve verano austral está próximo a su fin y las bases científicas y los barcos con turistas que tocan la península Antártica deben de estar en plena efervescencia. Recuerdo la visita que tuve la suerte de hacer a la base científica española Gabriel de Castilla durante mi estancia en la Antártida. La base, una de las dos que tiene España allí, me impresionó. Pero me sorprendió más aún el emplazamiento en el que está: isla Decepción, uno de los territorios más singulares y tétricos del continente helado.
Isla Decepción es un volcán activo, uno de los tres que hay en la Antártida. Y eso condiciona toda su morfología. El calor geotermal que sale del fondo del volcán calienta la superficie y la convierte en uno de los pocos lugares de la Antártida que no se congela nunca. De hecho es el único lugar de todo el continente en el que te puedes bañar en el mar (a no ser que seas una foca o vayas con traje seco de neopreno).
Por eso tiene ese aspecto: una secuencia sacada del Averno, donde las negras escorias y lavas solidificadas contrastan con el blanco inmaculado del hielo que cubre los otros 14 millones de kilómetros cuadrados de la superficie antártica.
La actividad volcánica de isla Decepción se nota a flor de piel: hay surgencias de aguas termales, fumarolas... La última erupción es además muy reciente. Ocurrió en 1967 y destruyó las bases chilena y argentina y dañó severamente la británica. Basta ver el plano de la isla para percatarse de que se trata de un gigantesco cráter en forma de herradura, abierto solo por su lado suroeste, por donde el mar se cuela en el interior de la caldera. A ese paso le llaman los Fuelles de Neptuno y es el único acceso en barco al interior. Además de ser muy estrecho –lo que genera fuertes vientos- hay una roca hundida justo en medio. Cruzarlo es tarea solo para capitanes expertos.
Pese a eso isla Decepción ha sido desde los principios de la navegación antártica uno de los fondeaderos más seguros del continente. Los primeros que empezaron a usarlo fueron foqueros y balleneros, que aparecieron en 1820. En poco más de un siglo habían acabado con todas las focas y las ballenas del contorno por lo que al final abandonaron la zona. Aún puede verse en las playas negras del interior de la caldera los restos de la Caleta de los Balleneros, el único asentamiento humano permanente que ha habido en la historia de la Antártida. Llegaron a vivir hasta 200 personas, empleadas en la faena de descuartizar ballenas y procesar su aceite. Se calcula que en dos años, de 1912 a 1913, pudieron despachar unas 5.000 ballenas. Los restos de la caleta de los Balleneros (casas, depósitos, calderas, embarcaciones...) son hoy un monumento histórico protegido por el Tratado de la Antártida.
Me impresionó – y me enorgulleció- el trabajo que hacen los militares y científicos españoles. Como era de esperar, la base no es más que un conjunto de barracones con pocas comodidades que se usa solo en verano. Los laboratorios científicos eran contenedores vulgares, depositados sobre la negra arena. Pero había un relajado y confortable espíritu de compañerismo y de trabajo. Y ganas de enseñar la base y los trabajos en curso a los pocos viajeros españoles que llegan a ese remoto lugar.
Pasé unas horas muy interesantes, guiado por el comandante de la base. Desde bien joven, cada vez que veía salir del puerto de Cartagena al ‘Las Palmas’ y luego al ‘Hespérides’, los barcos de investigación oceanográfica de la Armada Española que cada año llevan a las dotaciones de las dos bases que tenemos en la Antártida, me preguntaba cómo sería el lugar al que se dirigía aquella gente suertuda que podía ir a ese sitio mítico y me prometía que algún día yo también vería esas bases.
Acababa de cumplir ese sueño.
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