Carne de cañón en Ucrania
Una de las ventajas del ejército ruso y sus amigos se debe, entre otras razones, al desprecio hacia las vidas tanto de los ucranios —militares, civiles, ancianos, mujeres o niños—, como de sus propios soldados
Existen numerosos episodios y circunstancias que alejan a la Rusia futura y presente de la presente y futura Europa.
Si nos movemos en tiempos pasados recientes, el siglo XIX es decisivo en la formación política y cultural de la Europa actual y también de Rusia, que se convertirá en un imperio tan poderoso como extenso. Y es este el territorio —más o menos dilatado, más o menos dominado y algo desquebrajado por el tiempo y sus gobernantes— con el que se encontrará el régimen postsoviético y que, gracias a la propia debilidad de la URSS, se derrumbará, perdiendo una parte importante de sus miembros.
Ésta es la espina que lleva clavada el actual presidente desde el principio de su gobierno y que ahora parece que ha decidido arrancarse para recuperar la “grandeza” de su imperio.
En cualquier caso, lo que me ocupa hoy, y más después de la aparición del libro de Antony Beevor Rusia: Revolución y Guerra Civil, 1917-1921, como del ensayo de Marta Rebón El complejo de Caín, no es tanto el qué, sino sobre todo el cómo: la brutalidad (y no hay palabra para reflejar lo bárbaro y salvaje de las maneras de cambiar las cosas) con la que ha resuelto sus conflictos Rusia.
En la literatura del pasado hay momentos en las obras de Pushkin (La hija del capitán), Tolstói (Relatos de Sevastópol, Después del baile, Khadzhi-Murat), Turguénev (El primer amor), Chéjov (Mi vida), Bulgákov (La guardia blanca), Bábel (Caballería roja) y un largo etcétera, en los que esta violencia y este desprecio por la vida, por el descarnado camino hacia la muerte de los demás, de los esclavos, de los débiles, de los de abajo, se muestra en toda su crudeza. Y eso que hablamos de ficción, literatura; no son muertes recogidas de la realidad, no son golpes reales ni balas hechas de metal fundido, ni latigazos dados con rabia y con varas bien mojadas, elásticas y silbantes, sobre la espalda aún pálida, suave y temblorosa del soldado. Son ficciones sacadas de una realidad mil veces más pavorosa que la que nos ofrecen estos sensibles escritores.
Todo esto viene a cuento, por uno de estos periódicos desencantos que sufrimos los mayores, que nos construimos una visión del mundo que creíamos acorde a la realidad, pero que resulta mucho más cruel de la que imaginamos.
Tolstói, en su enorme novela Guerra y paz —de la que, por cierto, ha aparecido la segunda edición traducida por Joaquín Fernández-Valdés en la editorial Alba—, sin evitarnos el horror y el dolor de la guerra que impregnan la obra, desarrolla, entre otras controvertidas ideas, la teoría según la cual lo que detuvo la invasión napoleónica fue la energía del pueblo. Y debe haber algo de cierto en esto. Pero, por lo que leo estos días, fue tan importante, o más, la energía del fuego, la estrategia destructora de los mandos militares, que asolaron en 1812 todo el territorio (incluidos sus habitantes) y que abandonaron en la retirada con sus sodados heridos.
En el número 2 (el de febrero, es decir, un ejemplar redactado antes de la ominosa “operación especial” perpetrada por Rusia contra Ucrania), la revista cultural tal vez más conocida en Rusia, Novi mir, publicó en la sección de Filosofía–Historia–Política un artículo firmado por el profesor de una universidad siberiana Serguéi Nefédov titulado ‘La guerra desconocida de 1812′. En el documentado ensayo, el autor rebate la idea —en la que la mayoría de los rusos han creído hasta hoy—, según la cual, como he dicho, fue el impulso, la entrega, el heroísmo en definitiva del pueblo lo que salvó a Rusia de caer en manos del malvado hereje y pérfido enano Napoleón.
En pocas palabras —las suficientes para lanzarse a aprender el ruso—, Nefédov nos ofrece un material detallado por el que podemos colegir, primero, que lo que realmente temían las autoridades y los generales rusos es que las ideas de libertad e igualdad fraterna de los franceses hicieran mella entre el pueblo esclavo. Y por otro lado, que la única manera de detener y derrotar al enemigo era dejarlo sin sustento ni cobijo en su muy previsible retirada. Para lo cual, desde la irrupción de las tropas napoleónicas, los mandos rusos dieron órdenes de destruir todo aquello que pudiera ser de ayuda al enemigo. Para lo cual no escatimaron esfuerzos para destruir, quemar y robar todo lo que quedaba atrás en la retirada. Ciudades —como la vieja capital, Moscú—, aldeas, cosechas, ganado, pajares, edificios, hospitales, con sus miles de heridos, almacenes, fueron o pasto de las llamas o saqueados por las tropas rusas y sus aguerridos cosacos.
De nuevo: ¿a qué viene todo esto?
Si regresamos al presente, este artículo me ha obligado a rememorar las obras de varios escritores y testimonios de la segunda “gran guerra patria”, la de 1941 a 1945, y descubrir lo que ya tenía que saber y debía recordar. Hasta hoy se ignora —yo creo que no se quiere saber— el número de caídos en aquella guerra. Lo que sí sabemos es que los generales que sobrevivieron a las purgas de Stalin no ahorraron esfuerzos, es decir soldados, vidas, “bajas”, para alcanzar sus objetivos, se produjeran estas batallas sangrientas y devastadoras en Leningrado, Stalingrado, Moscú, Kursk, o Berlín.
Pues esto mismo está ocurriendo hoy. Y si, en lo que se refiere a los ucranianos, su trágica sangría se debe sobre todo al simple hecho de que se están defendiendo, de que están defendiendo su país, luchando además contra un enemigo muy superior en fuerzas, contra un invasor implacable, bárbaro y salvaje; en el caso de los rusos, es que sus mandos y gobernantes, como siempre —como en los tiempos de Iván el Terrible, de Pedro el Grande y de Catalina la Grande, de la revolución y la guerra civil (tragedia de la que Antony Beevor recoge detalles monstruosos), del Generalísimo Stalin y del actual presidente—, siguen haciendo lo mismo: ignorar la vida del hombre pequeño para construir sus grandes ideales.
Escribe el psiquiatra y estudioso de la cultura rusa, Aleksandr Etkind, en su libro La naturaleza del mal (Priroda zla, en su versión inglesa, Natural Evil, 2020), que una de las características de las sociedades que han vivido y viven de los recursos naturales (propios o ajenos) es su desprecio hacia quienes los extraen, una ignorancia del precio que se paga en trabajo, sacrificio y vidas para llevar a cabo estas extracciones, sean estas de cáñamo, pieles, madera, petróleo, metales, etc. La vida de estos súbditos, propios, o extraños, vale muy poco o nada. En cambio, en las sociedades donde el conocimiento, la ciencia y la técnica constituyen su motor y fundamento, las opiniones (los votos) y las condiciones en las que sus ciudadanos viven, se forman, trabajan y crean son para ellas decisivas.
Es un esquema, claro está. Simplista, se dirá. Se trata de dos modelos de sociedad interrelacionados, es cierto.
Una de las ventajas del ejército ruso y sus amigos se debe, entre otras razones, al desprecio hacia las vidas tanto de los ucranios —militares, civiles, ancianos, mujeres o niños—, como de sus propios soldados. De modo podemos decir que en el caso de Rusia, el esquema funciona, tanto en lo que se refiere a su pasado, como a su presente. ¿Podremos decir lo mismo del futuro?
Ricardo San Vicente (Moscú, 1948) es profesor de Literatura Rusa en la Universidad de Barcelona y traductor de autores como Antón Chéjov, Varlam Shalámov, Joseph Brodski y Svetlana Alexiévich. También es responsable de las obras completas en castellano de Dostoievski.
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