Consejos para los amantes de los libros de viajes
Desde las mejores lecturas nómadas y la evolución del turismo a cómo reenviar los volúmenes a casa. La lectora y autora viajera Patricia Almarcegui despliega el mapa del género literario más explorador
Lo importante era el agujero. Tenía que quedar un agujero en el paquete que me cosió el sastre de Mamallapuram. Elegimos una tela de algodón blanca, los envolvió y hablamos sobre las estampas de las vírgenes cristianas de la pared del taller mientras lo cosía entre el runrún de la máquina y un té. El empleado de correos me había avisado de que tardaría tres meses en llegar si lo enviaba de la forma más barata, por barco, y yo solo quería quitarme el peso de encima antes de ir a Sri Lanka. Cuando se lo di, miró por el agujero y comprobó que sí, que había libros, pero sacó unas tijeras para abrirlo un poco más. El círculo se hizo rectángulo y se veía mejor. Me hizo mirar y comprobar que así viajarían más fácilmente. Todos verían que había libros. Cuando llegaron en invierno al trabajo, me llamaron y me avisaron: “Habían enviado una cosa rara”. El paquete estuvo años sin abrir en la balda principal de mi librería al lado de una foto de Simone de Beauvoir. Dentro había seis libros entre Coomaraswamy, Guénon, Biardeau y un pedazo de una guía de viajes, tan grandes ellas, que solía partir con un cuchillo de sierra y llevarme el trozo que correspondía a cada trayecto. De eso hace ya 14 años y aún pedía ver la habitación antes de alojarme en cada sitio al que viajaba.
Para entonces, los libros de Eric J. Leed e Isabelle Daunais habían ampliado el concepto del viaje a una forma de la cultura y en ella se hacía evidente las latencias de la historia de las mentalidades. La medida del mundo, de Paul Zumthor, era un gran antecedente, hablaba del cambio de percepción del viajero y de que esta había transformado la apropiación del espacio. Registros audiovisuales, como los de Franco Farinelli, y exposiciones ejemplares, como Pacífico. España y la aventura de la Mar del Sur en Sevilla, de los grandes especialistas en viajes y utopías del descubrimiento Consuelo Varela y Juan Gil, recogían estas y otras miradas y aproximaciones. También estaba el ensayo Cultura e imperialismo, de Edward W. Said, que recordaba la necesidad de interrogar la manera en que se había hablado de otros y otras, y precedente también de la decolonización.
En el Poema de Gilgamesh, escrito hace más de 4.000 años, dioses y hombres conversan y se escuchan todavía entre sí
Los primeros libros de viaje o de literatura que tienen como tema el viaje son el Poema de Gilgamesh y la Odisea. Maravillas que muestran el desplazamiento por necesidad y que no hay posibilidad de retorno en el horizonte. Ulises y Gilgamesh, los héroes y protagonistas, desconocen a dónde van y si podrán volver. Sin destino, se definen como vagabundos (errabundos). Sus viajes están relacionados con una carencia en el lugar de origen y, por ello, implican un traslado en negativo aunque se organicen en gran parte como pruebas iniciáticas. En el Poema de Gilgamesh, escrito hacia mitad del tercer milenio antes de Cristo, dioses y hombres conversan y se escuchan todavía entre sí. Ulises aparece como polytropos, de “muchas vueltas”, variado ingenio y relator, y el libro de viaje (relato o narrativa de viajes) hereda desde entonces un carácter sospechoso de fabulación y exageración. Así lo narra Italo Calvino en Las ciudades invisibles (donde muestra que son más necesarios la maravilla y el asombro que la verdad) y lo comprobé en mi segunda lectura de la Odisea en un parque de Fergana. Era de noche, comía un resto de plov que había sobrado de la comida y bebía unas dos o tres pivo. Seguimos ávidos de sed de conocimiento y perplejidad.
Italo Calvino demuestra en Las ciudades invisibles que son más necesarios la maravilla y el asombro que la verdad
Viaje de Egeria es uno de los primeros itinerarios de los que tenemos referencia de una mujer en el país. Es del siglo IV y forma parte de los poquísimos antecedentes de una historia del viaje que está aún por recorrer: las mujeres que viajan y escriben. Liliana Chávez ha hecho de viajar sola prácticamente una categoría en su ensayo Viajar sola, una práctica de la que el viajero apenas habla pues no tiene que pasar por las mismas dificultades. Conocemos a Mary Pierrepoint (de casada, Wortley Montagu), Nellie Bly, Elena Garro, Gertrude Bell, Aurora Bertrana, Alexandra David-Néel, Jane Dieulafoy, etcétera, mujeres privilegiadas que pudieron viajar. Y la gran Jan Morris, cuyos libros Venecia o Manhattan 45 podrían seguirse como plantillas para saber en qué hay que fijarse y describir cuando se visita un lugar. Yo he seguido en mis viajes a la escritora Ana M. Briongos y, claro, a Annemarie Schwarzenbach, cuya afirmación “la vida debe ser movimiento” podría ser el anuncio de las derivas del siglo XX hasta hoy. Sobre todo en esa obra que escribe en 1935, y que es una mezcla de géneros, diario impersonal, libro de viajes, nota y prácticamente poesía: Muerte en Persia. Y no he podido seguir a las mujeres que aún no han viajado ni a aquellas que lo hicieron pero murieron por su condición de género.
El libro de Marco Polo da forma a Oriente en la conciencia europea y podría leerse de forma paralela a Viajes, de Ibn Battuta. Con objetivos comerciales el primero, instruye, deleita y presenta casi por primera vez la relevancia de una experiencia viajera. El interés está en la información riquísima y el significado de las prácticas del mundo en la segunda mitad del siglo XIII, y en las diversas lecturas que provoca. Su recepción desde la primera circulación manuscrita es admirable. Las dificultades técnicas de la época para confeccionar un libro, que reverencian la palabra escrita, y el éxito de la obra, que muestra la necesidad de la lectura como entretenimiento, dotan al libro de un “criterio de autoridad”. A partir de entonces, la autoridad del viajero pasa a ser la de su libro.
Embajada a Tamorlán (1528), de Ruy González de Clavijo, narra el viaje de tres años de la diplomacia castellana a Samarcanda para visitar al gran Tamorlán, la máxima autoridad del imperio descendiente de los mongoles en 1406. Estudiada en las asignaturas de historia de las universidades europeas, el nombre de su autor titula hoy una calle junto al mausoleo de Tamorlán en la ciudad uzbeka. Y los Viajes de Alí Bey (1814), de Domingo Badía Leblich, se exhiben en las exposiciones de cartografía de Londres o París, y su figura ha sido apropiada por el diccionario de orientalistas franceses, donde tiene una entrada.
Seguía yo asombrada con el aprendizaje de El nudo y la esfera, de Isabel Soler, y Testigos del mundo, de Juan Pimentel (a los que habría que sumar el estudio del turismo de Dean MacCannell y del artista de performances Duccio Canestrini), cuando una alumna se dejó seducir por un trabajo de investigación sobre el viaje a la Luna. Hoy sería a Marte y, atentos a los discursos que revela el viaje y a lo que aporta a la historia de la conciencia, podría tratar también sobre la utopía en la actualidad y quizás el miedo, eso que diferencia en buena parte al viajero del turista, si es que queremos distinguirlos.
Los relatos se vuelven ensayos; los sentidos se fragmentan y la representación de otros y otras es, por fin, una mera ilusión
Claudio Magris tiene en el prólogo de El infinito viajar unas páginas brillantes sobre el viaje contemporáneo y su escritura. Una de las formas que propone es recoger la intensidad del viaje a través de la suspensión del tiempo. La denomina persuasión y parte de la prueba del alma de Robert Musil. Se trata de que el viaje sugestione a partir de la fascinación que genera en el lector. Impresiones y sugestiones muestran los momentos plenos de significado que extraen del itinerario lo eterno o perdurable. “Vivía persuadido como delante del mar; vivía inmerso en el presente, en aquella suspensión del tiempo que se verifica cuando se abandona a su correr libre (…). En un viaje vivido de tal modo los lugares se convierten en etapas y demoras del camino de la vida, pausas fugaces y raíces que invitan a sentirse en casa en el mundo”. Una intensidad (la de la experiencia viajera) que ya había advertido Claude Lévi-Strauss y que traspasa en Tristes trópicos, tras 20 años de dudas sobre cómo narrar el viaje por la selva amazónica, a sabiendas de que ya todo está visto. Lo que consigue gracias a que elige lo literario como un lugar discursivo posible para su labor etnográfica (escuchaba ayer decir a Donna Haraway lo poco que sabemos de los etnógrafos africanos). Y también al suizo Nicolas Bouvier en El pez escorpión, un viaje a los infiernos de prosa alucinada y magistral que narra la última etapa de un itinerario de dos años desde los Balcanes hasta Sri Lanka, y que tarda casi tres décadas en poner por escrito.
En esa intensidad y, sobre todo, en cómo mirar (la selección y compilación de la mirada es una de las diferencias de cada viaje y su escritura) se centra Annie Dillard en Una temporada en Tinker Creek. Pionera del nature writing, el capítulo ‘Ver’ es uno de los modelos de trabajo en los talleres de escritura creativa norteamericanos. Sus exploraciones de la naturaleza en Virginia muestran la complejidad de la vida en la tierra y la relación entre los fenómenos y la ciencia. Bajo la metáfora de la mirada del cazador que acecha, describe el mundo de los parásitos, los insectos, los hongos, las bacterias, y acciones como la putrefacción y la decadencia.
Las estructuras literarias ceden y la sucesión temporal de los acontecimientos típica de la crónica desde antaño se abandona. Fantasmas balcánicos, de Robert Kaplan, o El mar Negro, de Neal Ascherson, dan cuenta de ello. Los relatos de viaje se vuelven ensayos; los lugares, testimoniales; los sentidos y las formas se fragmentan y la representación de otros y otras es, por fin, una mera ilusión.
No hablaré aquí de los desplazamientos forzosos, como la migración. Apenas de las tecnologías digitales y sus posibilidades de experiencias viajeras, ni de los blogs de viaje en los que se suele borrar la frontera comercial con la informativa, ni de los paralelismos entre Instagram y las tarjetas postales ni de los viajes de los cómics. Pero sí de cómo han cambiado tras la pandemia y la crisis climática. La relación con el espacio es diferente y se repara más en lo cercano. La dependencia personal, social y política de la casa durante la pandemia obliga a repensar los lugares, convertidos hoy en espacios de otras relaciones con los humanos, el mundo animal, material y vegetal. Viajar hoy debería ser ecosostenible y ecorresponsable. Mientras, quizás haya que ponerle límites y reflexionar sobre por qué una gran parte de la población prefiere el turismo masificado al viaje democratizado, que no mercantilizado. De las figuras solapadas del viajero y el turista, si hay una que ha sufrido cambios en los últimos tiempos es la del último. Como dice Iban Zaldua, quizás la literatura de viajes es solo literatura turística (y esto lo digo yo, desde hace siglos, pues turistas han existido prácticamente desde siempre).
Tras la pandemia y la crisis climática, la relación con el espacio es diferente y se repara más en lo cercano
Importa del viaje los discursos agazapados que esconde, lo que puede decir de las categorías contemporáneas y lo que puede devolver y mostrar a las formas artísticas. Pienso por ejemplo en el paisaje en Un lugar pequeño, de Jamaica Kincaid, y la relación con la identidad y la memoria. O también en el movimiento y la curiosidad en el gran libro Los errantes, de Olga Tokarczuk, que defiende la errancia como principio: “Muévete, no pares de moverte. Bienaventurado es quien camina”. Un intento enciclopédico por narrar lo que aún asombra al mundo (las anomalías científicas o la vida de mujeres olvidadas, como la hermana de Chopin o la hija del anatomista Ruysch) y que bien podría ser un libro de maravillas contemporáneo. En fin, aquello que devuelve el encuentro del viaje y que está todavía por recorrer y formar parte de la historia de nuestras perplejidades, sean las que sean. Quizá como esa postal que envié en marzo desde Venecia tras años sin escribirlas, en la que descubrí una redacción exacta y provocadora heredada imagino de Twitter, y que ha tardado tres meses en llegar a la isla donde vivo.
Patricia Almarcegui es autora de libros como ‘El sentido del viaje’, ‘Conocer Irán’ y ‘Cuadernos perdidos de Japón’.
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