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IDA Y VUELTA
Columna
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Escrito ahora mismo

La verdad íntima de una época está sobre todo en lo que se ha ido escribiendo al hilo de los hechos, entradas rápidas de diario, crónicas de corresponsales, relatos de testigos

María R. Sahuquillo, corresponsal de EL PAÍS, en Ucrania.
María R. Sahuquillo, corresponsal de EL PAÍS, en Ucrania.
Antonio Muñoz Molina

Ahora el presente es un incendio que lo devora todo. Como la pandemia hace justo dos años, la guerra en Ucrania nos impone a la fuerza el presente con la insolencia de una bofetada. La guerra es un temblor de fondo que se insinúa en cada momento de la vida diaria, una trepidación sorda del suelo bajo nuestros pies. Si nuestros oídos no llegan a registrarlo no es porque esté muy lejos, sino por culpa de nuestra sordera. Como ocurre siempre, hemos preferido no ver ni oír hasta que no ha quedado más remedio. Desde las vísperas de la guerra de Troya, Casandra viene profetizando en vano, porque un rasgo suicida de la condición humana es el empeño de no ver lo que está delante de sus ojos, lo que incomoda, lo que resulta inverosímil, lo que en el fondo ya está paralizándolo a uno de terror. A un amigo que lo felicitaba por su agudeza para vaticinar los efectos de las tecnologías de la comunicación, Marshall McLuhan le contestó: “Procuro profetizar únicamente lo que ya está sucediendo”. Lo que sucede ahora en las ciudades martirizadas de Ucrania ya estaba sucediendo en Chechenia hace más de 20 años, en Georgia en 2008, en Crimea en 2014, en Alepo en 2016. Previamente, con la bendición de Rusia y la indiferencia de Europa Occidental, había sucedido en Sarajevo en los primeros años noventa. Delante de nuestra mirada distraída y miope, ni siquiera cobarde, el presente se ha convertido en el incendio de una guerra que todavía imaginamos lejana, como de otra época, una de esas guerras en blanco y negro de los documentales que permiten neutralizar con el barniz de lo histórico la aterradora evidencia del mal absoluto.

A quienes lo vivieron de cerca no se les olvidó ya nunca. En 2004 hice amistad en Nueva York con el profesor Sigmund Zeligman, especialista en las jarchas mozárabes y en La Celestina, que había huido de Berlín siendo un niño, en 1938, y en su vejez de erudito jubilado seguía teniendo pesadillas en las que aparecían los hombres con gabardinas y sombreros flexibles de la Gestapo. A Primo Levi, hasta el final de su vida, lo siguieron despertando antes del amanecer los gritos de los kapos de Auschwitz. Que los campos de exterminio hubieran existido era para su mentalidad de científico la prueba de que podían volver a existir. Si hubo en Europa un 1 de septiembre de 1939, ya no era inconcebible que pudiera llegar el 24 de febrero de 2022. Tampoco esa era una primera vez, y sin embargo hasta ese mismo día nadie creyó de verdad que Hitler pudiera invadir Polonia, y que al otro lado el Ejército soviético y la NKVD fueran a emprender su tarea simultánea de invasores y de matarifes. No era la primera vez porque en 1935 la Italia de Mussolini, sin excusa ninguna, había emprendido una guerra de exterminio contra la gente inerme de Etiopía, y en 1937 la Legión Cóndor había arrasado Gernika en un día de mercado, sin ninguna razón estratégica, como una fiesta de aniquilación que también era un experimento de tecnología militar. A la Europa civilizada de entonces las bombas de Gernika, de Madrid y Barcelona, la artillería y la metralla de los barcos de guerra italianos que disparaban sin ningún peligro contra los fugitivos de Málaga le quedaban casi igual de lejanos que las matanzas en Etiopía. Chaves Nogales y Arturo Barea llegaban a París desde el Madrid asediado y los desconcertaba la irrealidad de las calles animadas, los cafés llenos de gente, el ascua de las luces nocturnas.

Kiev, Járkov, Mariupol, toda una geografía desconocida hasta ayer mismo, resuenan en la conciencia de las personas decentes como Madrid o Gernika o Varsovia

Ahora aquel tiempo es el presente. Ahora Kiev, Járkov, Mariupol, toda una geografía desconocida hasta ayer mismo, resuenan en la conciencia de las personas decentes como Madrid o Gernika o Varsovia. La metódica, la inhumana voluntad de destrucción sería la misma si no fuera porque, a diferencia de entonces, se extiende sobre todos nosotros como una nube venenosa la amenaza de un apocalipsis nuclear. Personas inteligentes y de buena voluntad que no tenían anteojeras ideológicas tardaron en aceptar la realidad de los campos nazis o los del Gulag soviético por la simple razón de que tal grado de crueldad parecía humanamente inconcebible. Ahora lo vemos todo en directo y con nuestros propios ojos y aun así nos cuesta creerlo. “Que esto esté pasando en pleno siglo XXI…”, oigo decir, como si por algún motivo a los que vivimos ahora nuestra contemporaneidad nos eximiera de las tragedias que azotaron a la gente del pasado. En vez del bigote y el flequillo de Hitler o de la cara picada de viruela de Stalin, el genocida de ahora exhibe una máscara impasible con maquillaje de televisión e hinchazones de bótox. Me hace acordarme del verso de Borges: “Detrás del rostro que nos mira no hay nadie”.

Nadie sabe lo que hay detrás de esa máscara como de cera helada. Buscamos instintivamente resonancias o ejemplos en el pasado histórico porque no podemos aceptar lo abrumador y lo incomprensible del presente, la negrura sin resquicio del inmediato porvenir. El trabajo de los historiadores y los novelistas vendrá después. El presente de indicativo es el tiempo verbal en el que se nos requiere escribir ahora. Tan radical como la frontera que separa la realidad de la ficción es la que existe entre la escritura del ahora mismo y la de la memoria o la indagación retrospectiva. Lo que ocurre ahora mismo en Ucrania y en Rusia es lo que más nos importa. La verdad íntima de una época, la textura de lo vivido, está sobre todo en lo que se ha ido escribiendo al hilo de los hechos, entradas rápidas de diario, crónicas de corresponsales, relatos de testigos. La literatura de ahora mismo la escriben los enviados valerosos del periódico, Antonio Pita, Luis de Vega, María R. Sahuquillo, Cristian Segura, y también los que trabajan en otros medios, todos ellos jugándose la vida para contar lo que sería aún más infame si quedara en silencio. La larga crónica de Emmanuel Carrère del domingo pasado le hacía a uno vivir la pesadilla de encontrarse en Moscú en el estallido de la guerra y no saber si será posible abandonar el país y ni siquiera pagar el taxi con la tarjeta o sacar dinero del cajero automático. Pilar Bonet escribe sobre la despótica maquinaria del poder en el Kremlin con una claridad estremecedora, con el conocimiento insuperable de muchos años. Todos ellos están escribiendo en presente la literatura que permitirá conocer este tiempo de ahora al cabo de los años.

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