Un tribunal internacional para Putin
No es posible apaciguar al dictador ruso: Chechenia, Georgia, Crimea y ahora toda Ucrania. Que recoja lo que ha sembrado y que la comunidad internacional lo investigue personalmente por este crimen tan espantoso
La decisión del presidente Vladímir Putin de atacar Ucrania es la mayor amenaza a la que se enfrenta el orden internacional creado a partir de 1945 sobre la idea del Estado de derecho, el principio de autodeterminación para todos los pueblos y la prohibición de usar la fuerza. No es la primera vez que Rusia ha emprendido acciones militares en los territorios que quiere ocupar ahora: en septiembre de 1914 tomó la ciudad de Leópolis y obligó a decenas de miles de habitantes a huir hacia el oeste, entre ellos mi abuelo, que tenía 10 años. La Unión Soviética volvió a por otra tajada en septiembre de 1939, y de nuevo en el verano de 1944, y en esa ocasión se hizo con el control de la ciudad y lo conservó hasta que Ucrania obtuvo la independencia, en 1991.
Por consiguiente, el uso del poder militar ruso en estas zonas no es desconocido, aunque los acontecimientos de la semana pasada hayan causado conmoción entre los europeos que han vivido durante tres generaciones sin experimentar una agresión militar de semejante dimensión. La historia no desaparece sin más, y los recuerdos se reavivan con facilidad. Una de las cosas que son diferentes hoy es que existen normas para protegernos de este tipo de acciones, consagradas en la Carta de Naciones Unidas, lo más parecido que tenemos a una constitución internacional. Lo que Putin ha hecho añicos son los compromisos más importantes de la Carta. En su discurso televisado alegó una serie de motivos extravagantes para la invasión: una Gran Rusia, una falsa Ucrania, una Ucrania nazi, un genocidio que se está cometiendo contra la población de etnia rusa, etcétera. Son justificaciones que ya conocemos, similares a las que marcaron la estrategia nazi en 1938 en Múnich y las esperanzas de Slobodan Milosevic a propósito de una Gran Serbia.
Putin ha hecho su apuesta confiando en que Occidente pestañee. Después de los fracasos de las potencias occidentales, que incluyen una guerra ilegal y fallida en Irak y el reciente desmoronamiento de la voluntad política en Afganistán, además de la aceptación del dinero de los oligarcas y la dependencia del gas ruso, Putin espera que no tengan el valor necesario para hacerle frente. Quizá tenga razón, pero esa apuesta es un desafío muy grave, que no puede abordarse solo con sanciones y medidas financieras.
Se necesita mucho más, y cuanto antes. Ante una violación tan flagrante de las normas, es lícito emprender acciones conjuntas para proteger Ucrania y los derechos fundamentales de su población, con el suministro de material militar, medidas para impedir que Rusia utilice su aviación y, en última instancia, con soldados sobre el terreno para imponer zonas seguras, trazar límites e impedir que Rusia los atraviese.
También hay que tener en cuenta la cuestión de la criminalidad, aunque las etiquetas de ese tipo no me hacen muy feliz. El uso de la fuerza militar por parte de Putin es un crimen de agresión, una guerra ilegal, un concepto que se creó en Núremberg con el nombre de “crímenes contra la paz”. Las imágenes espantosas que hemos visto parecen mostrar que hay ataques dirigidos contra la población civil, lo cual constituye un crimen de guerra, y bien podría ser también contra la humanidad (un concepto legal cuyo origen, como el del término genocidio, se remonta precisamente a la ciudad de Leópolis). La Corte Penal Internacional —hija del Tribunal de Núremberg— tiene competencia sobre algunos de los crímenes cometidos en territorio ucranio (los crímenes de guerra y de lesa humanidad, pero no el de agresión). Los rusos están sujetos a su jurisdicción, y el hecho de que Putin sea presidente no le confiere inmunidad. El fiscal de la CPI, Karim Khan, está facultado para abrir una investigación formal y, si las pruebas lo avalan y los jueces lo autorizan, proceder a la acusación y al enjuiciamiento.
Sin embargo, la CPI tiene una laguna, ya que su jurisdicción aún no se extiende al crimen de agresión perpetrado en el territorio de Ucrania. ¿Por qué no crear un tribunal penal internacional dedicado a investigar a Putin y sus acólitos por este crimen? Después de todo, fue un jurista soviético, Aron Trainin, quien hizo gran parte del trabajo de campo para introducir los “crímenes contra la paz” en el derecho internacional. Como ha señalado Francine Hirsch en su libro Soviet Judgment at Nuremberg, fueron en gran medida las ideas de Trainin las que convencieron a los estadounidenses y a los británicos para que incluyeran los “crímenes contra la paz” en el Estatuto de Núremberg y en los autos de acusación contra los alemanes enjuiciados.
Putin conoce muy bien todo lo relacionado con Núremberg: su hermano mayor murió cuando tenía dos años en el sitio de Leningrado, y él da la impresión de ser un defensor de la famosa sentencia de 1946. Hace tres años reprendió al Parlamento Europeo por poner en duda las conclusiones del Tribunal: que el origen de todo aquel horror estuvo en la “traición de Múnich”, que permitió la anexión de territorios checos con la vana esperanza de apaciguar a Hitler.
No es posible apaciguar a Putin. Chechenia, Georgia, Crimea y ahora toda Ucrania. Y así sucesivamente. Que recoja lo que ha sembrado, incluido el legado de Núremberg. Que se le investigue personalmente por este crimen tan espantoso.
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