Despertar de una pesadilla
En unos pocos días, la negrura sangrienta de la historia de Europa ha vuelto a ser presente en la invasión de Ucrania
He emergido del metro en la estación de la Ciudad Universitaria y he tenido la sensación de que salía de golpe a un paisaje intacto de mi memoria lejana. He salido justo frente al mediocre brutalismo de la Facultad pomposamente llamada “de Ciencias de la Información”, donde pasé el curso abreviado de 1974, y como desde entonces no he vuelto casi nunca a estos parajes, la sensación de viaje en el tiempo ha sido muy intensa. Quien soy ahora mismo se borra y en su lugar aparece la silueta dudosa de quien fui a los 18 años. La lejanía de la memoria personal se confunde con el pasado histórico. Un poco antes de que yo llegara a aquel Madrid siniestro, con mis fantasías de artista adolescente y de conspirador antifranquista, habían asesinado a Carrero Blanco. Unos meses después iba a estallar en Portugal la revolución de abril, que nos llenó a todos de temerosas ilusiones al ver cómo se derrumbaba aquí al lado, sin sangre, de un día para otro, una dictadura más fósil todavía que la española.
Un día de marzo de 1974 yo atravesé esta misma avenida Complutense entre una multitud que protestaba contra la inicua ejecución de Salvador Puig Antich. Salía del metro la otra tarde y tenía delante de mis ojos el recorrido entero de aquella manifestación acosada por los caballos y las furgonetas de los grises y el helicóptero que volaba tan bajo sobre nosotros que sentíamos el remolino de viento de sus palas. En esta tarde de febrero y del presente me esperaban a la salida del metro los profesores José María Faraldo y Carolina Rodríguez, que me habían invitado a hablar con profesores y alumnos de la Facultad de Historia sobre las conexiones entre la invención novelesca y el conocimiento histórico. Algo estremecido por la viveza del recuerdo, les indiqué la parte trasera de la Facultad de Farmacia, donde unos cuantos manifestantes nos vimos de pronto atrapados en un callejón sin salida aquella mañana de marzo de 48 años atrás. Lo que para mí es recuerdo, para ellos es pasado histórico. Yo miraba y simultáneamente recordaba: por ese terraplén subíamos perseguidos por los caballos enormes de los policías; en ese tramo de asfalto me vi tirado en el suelo, rodeado por botas negras y pértigas negras que golpeaban y voces roncas que gritaban insultos.
La profesora Rodríguez es especialista en la historia de la Ciudad Universitaria. Guiado por ella, vi en el vestíbulo de la Facultad de Medicina dos maquetas ingentes que me devolvían a la vez a otro periodo de mi propia vida y a otro que es anterior a ella, pero hacia el que me he volcado con el empeño doble del conocimiento y de la imaginación. En el vestíbulo de Medicina, un edificio ejemplar de esa modernidad clasicista que prevaleció en los años treinta, hay dos maquetas de la Ciudad Universitaria: una de ellas, hecha al final de la Guerra Civil, reproduce el estado del campus cuando todavía era un paisaje de ruinas; la otra, de 1943, presenta un porvenir parcialmente utópico, de un utopismo usurpador, porque es la burda visión fascista e imperial de lo que había sido uno de los grandes sueños ilustrados españoles, la Ciudad Universitaria concebida en los últimos años de la Monarquía y continuada con gran vigor en los de la República, antes de que la brutalidad de la guerra convirtiera en trincheras y campos de matanza y ruina lo que había sido un proyecto de ciudadela del conocimiento y del progreso.
Hay una estratigrafía movediza del tiempo. Durante tres años yo dediqué todos los desvelos de mi imaginación de novelista y de aficionado a la historia a inventar la vida de un arquitecto que había trabajado en las obras de la Ciudad Universitaria, y que había acompañado en alguna visita de inspección a personajes que existieron de verdad, a Manuel Azaña y a Juan Negrín. Carolina Rodríguez me contó que había rastreado en universidades de Estados Unidos la huella de los exiliados republicanos españoles. Por el privilegio que concede la ficción, yo hice que mi arquitecto inventado compartiera aquel exilio. En un punto confluyen el trabajo del historiador y el del novelista: en el empeño de imaginar plenamente vidas y tiempos no vividos por él, pero que lo atraen, lo intrigan, lo seducen tanto que quisiera romper la barrera del tiempo para ver con sus ojos y experimentar todo lo que existió igual que existe el momento presente y sin embargo se ha borrado. La diferencia entre uno y otro la explicó mejor que nadie Michael Scammell, que dedicó muchos años de su vida a investigar la vida de Artur Koestler: “Un biógrafo es un novelista bajo juramento”.
La imaginación de historiador de José María Faraldo está poblada por los peores espantos del siglo XX. Faraldo es un historiador humanista y políglota que se educó en Berlín y que se ha sumergido en los archivos abismales de la antigua Unión Soviética y de las dictaduras comunistas de Europa del Este. Hace unos años publicó una historia aterradora de las policías secretas de esos países, todas ellas organizadas según el modelo criminal de la Cheka de los primeros años del régimen bolchevique. Ahora acaba de escribir una historia de los movimientos de resistencia en los países sometidos al comunismo y al nazismo, Contra Hitler y Stalin. Leyendo estos libros de Faraldo me acuerdo de algo que me dijo cuando le pregunté detalles de sus investigaciones: que de los archivos soviéticos se salía a veces con la sensación de llevar las manos manchadas de sangre.
Imaginamos que el presente y la historia son regiones separadas del tiempo. Nos tranquiliza estudiar el pasado porque nos hace sentirnos a salvo de él
Imaginamos que el presente y la historia son regiones separadas del tiempo. Pero yo paseaba por la Complutense y conversaba luego con los estudiantes rememorando en voz alta y esas fronteras interiores se desvanecían. Nos tranquiliza estudiar el pasado porque nos hace sentirnos a salvo de él. Necesitamos reconstruirlo con la máxima precisión posible para desmentir las fantasías de revanchas nacionalistas o milenarismo ideológico que sirven para cargar de razón a los aspirantes a verdugos.
En unos pocos días, la negrura sangrienta de la historia de Europa ha vuelto a ser presente en Ucrania. De los archivos donde investiga José María Faraldo ha saltado como una criatura monstruosa a las noticias de última hora. Así de súbitamente llegó la guerra a Madrid y a la Ciudad Universitaria en el verano de 1936. Al volver de ese encuentro en la Complutense lamenté no haberme acordado a tiempo de algo que dice Stephen Dedalus en Ulises: “La historia es una pesadilla de la que estoy intentando despertar”.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.