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IDA Y VUELTA
Columna
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Arte de niños

Sorolla retrataba a los hijos de familias pudientes, a los suyos y a los de clase trabajadora a los que nunca nadie iba a retratar

'El primer hijo' (1890), acuarela en la que el pintor representa a su esposa Clotilde dándole el pecho a María.
'El primer hijo' (1890), acuarela en la que el pintor representa a su esposa Clotilde dándole el pecho a María.
Antonio Muñoz Molina

En el jardín de la Casa Museo Sorolla estalla el rosa carnal de las camelias y el blanco de las flores de almendro; en las salas interiores estallan los rosas, los blancos, los rojos, los azules del óleo y de la acuarela. Es una mañana fría y limpia con una luz exacta para apreciar por igual los colores de la vegetación y los de la pintura, que en el caso de Joaquín Sorolla tienen una fuerza explosiva de naturaleza en su plenitud. En el jardín de la Casa Museo hay bancos donde tomar el sol y sillas plegables como de merendero, y como no hay nada que pedir ni nada que comprar y el ruido de la ciudad queda algo amortiguado por los muros de ladrillo, uno puede sentarse tranquilamente a mirar las plantas y su reflejo en el estanque, como en un carmen a la vez suntuoso y recóndito de Granada, y repasar en la memoria todo lo que acaba de ver, sumergido todavía en la sensación de intimidad doméstica y trabajo que irradia la casa, y en la belleza de la exposición que hay en la segunda planta, La edad dichosa, un recorrido por la presencia constante de los niños en la obra de Joaquín Sorolla.

Sorolla retrataba por encargo a los niños de familias pudientes y retrataba por gusto y sin descanso a sus propios hijos, y también tenía una mirada atenta y compasiva hacia los niños de clase trabajadora a los que nadie iba nunca a retratar. Sorolla se extasiaba retratando a su mujer, Clotilde, dando el pecho a la primera hija que tuvieron, en el confort de su casa burguesa; y también retrata a las pescadoras valencianas con sus bebés en brazos, a los niños mendigos, a los niños tullidos de los orfanatos, a los niños que trabajan en el campo o en el mar y a las niñas que hilan, todos ellos dotados de la misteriosa gravedad de los niños que se ven obligados desde muy pronto a ganarse el sustento. Sorolla, que se educó en París en la época de la supremacía del naturalismo en las artes, obedecía a una pasión de pintor puro por las formas, los colores, los movimientos, y también a una vocación testimonial que unas veces se concentraba valerosamente en la denuncia y otras se complacía sin reserva en el espectáculo dramático o jubiloso de la vida visible.

Pintó a niños burgueses que jugaban en parques custodiados por institutrices y a niños asilvestrados y desnudos saltando entre las olas o escalando entre rocas en busca de mariscos. Pintó a niños recién nacidos y a niños que acababan de morir. Cuando pinta niños por encargo se nota mucho el esmero que pone en lograr el parecido y en transmitir sin ambigüedad la posición social de las familias que pueden permitirse ese lujo. Cuando retrata a sus hijos, la libertad y el atrevimiento de la forma son tan evidentes como la efusión del amor paternal. Un cuadro cuyo título parece enunciar lo puramente convencional, y hasta lo relamido, Elenita y sus muñecas, es una furia de manchas y trazos rojos, blancos, negros, claridades y sombras, líneas convulsas como de expresionismo: con la diferencia de que en este caso se trata de un expresionismo no de la negrura, sino de la alegría, lo cual no deja de ser de una originalidad extraordinaria. En Elenita y sus muñecas, Sorolla logra el prodigio de hacer simultáneo el boceto y la obra concluida: de mantener en el resultado final, como pedía Virginia Woolf, la libertad y la palpitación de los primeros borradores.

Sorolla hacía bocetos sobre lo primero que tuviera a mano, una hoja de papel que luego pegaba sobre cartón, una lámina de madera del tamaño de una cuartilla. En un país donde todo se tira y todo se pierde y nada parece importarle mucho a nadie, resulta alentador que los herederos de Sorolla pusieran tanto cuidado en preservar la casa familiar y tantas huellas materiales de su trabajo y de su vida cotidiana. Una de las obras más memorables de toda la exposición es un lienzo pegado sobre cartón que mide exactamente 12,6 × 19,4 centímetros, pintado sin duda en pocos minutos en 1895, cuando Clotilde acababa de dar a luz a su hija Elena. La cara del bebé es una mancha rojiza cercada por el blanco de un gorro. La de la madre se vuelve feliz y agotada hacia el marido que las observa a las dos. Hay cuadros, como hay libros, que se hacen en un arrebato, y otros que tardan en llegar, o que se quedan en suspenso, madurando en el inconsciente como semillas o materia orgánica bajo la tierra. El boceto de 1895 se ha convertido en 1900 en un cuadro de gran envergadura, Madre, y el salto del uno al otro es una lección práctica sobre las sutilezas del proceso creativo. En el boceto hay un contraste muy marcado entre los blancos y los grises: blanca la ropa de la cama, gris oscuro la pared de la habitación. En el cuadro final todo es una inmensidad de blancos que van adquiriendo más variadas transparencias según se fija en ellos la mirada. En el boceto la mujer mira y sonríe a quien la observa; en el cuadro está dormida, demacrada, plácidamente naufragada en lo blanco y lo confortable de la cama, confiada en el sueño idéntico de su criatura.

Sorolla había mirado los niños de Velázquez con la misma atención que Manet, o que John Singer Sargent. Y lo mismo que Sargent, no dejó de estudiar Las meninas. Uno de los mayores deslumbramientos de esta exposición es ese retrato de familia, el único que hizo en el que aparecen juntos él y Clotilde y los tres hijos, donde hay también, como en Las meninas, un espejo, un espacio de penumbra, un pintor tan alerta que parece al acecho, una niña seria que mira al espectador. A estas alturas ya la identificamos: es Elena, la pequeña. Como la infanta Margarita, lleva un adorno en el pelo que es el centro magnético del cuadro. En el jardín me acuerdo luego de esa flor roja como una llamarada, y del fulgor blanco del vestido de la niña. Al aire libre sigo habitando la fervorosa imaginación visual del hombre que habitó en esta casa, que miraría las camelias y los almendros recién florecidos y el reflejo de las plantas y de las nubes fugitivas en el estanque queriendo imposiblemente medirse con ellos.

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