La cumbre de este día
‘Ulises’, de Joyce, no es un ejercicio impenetrable de experimentación literaria, es una novela populosa llena de voces y peripecias
En un capítulo crucial de Ulises hay una referencia a Cervantes, una intuición de algo que surge y desaparece en el gran torrente verbal: “Le recuerdan a uno a Don Quijote y a Sancho Panza. Nuestro poema épico nacional todavía tiene que ser escrito… Un caballero de la Triste Figura aquí en Dublín… ¿Y su Dulcinea?”. El capítulo es una conversación tumultuosa y a ratos exasperante en la Biblioteca Nacional de Dublín, una de esas diatribas de gandules charlatanes que atraviesan la novela, centrada en este caso en la teoría del joven Stephen Dedalus sobre Shakespeare y Hamlet, sobre la autoría y la paternidad. En la conciencia de Dedalus, sus propias divagaciones tortuosas se confunden con las voces de quienes le rodean; su brillantez intelectual, inseparable de la arrogancia juvenil, contrasta con un estado de penuria absoluta, zapatos con agujeros, calcetines rotos, pantalones prestados. Stephen Dedalus es muy pobre, muy inteligente, muy pedante. Por eso los pasajes de la novela narrados desde su punto de vista son con frecuencia los más difíciles, irritantes incluso, de la manera en que puede ser irritante una persona joven muy centrada en sí misma, embriagada de su propia agudeza verbal, recreándose siempre en el más difícil todavía de sus elucubraciones. Mientras Stephen Dedalus deja embobados a sus interlocutores con sus acrobacias eruditas, en las que sin embargo hay siempre un hilo de verdad, una figura aparece y desaparece, igual que la referencia cervantina: ha pasado por esos despachos de la Biblioteca Nacional alguien a quien se menciona pero no se nombra, una visita que el lector atento reconoce, el señor Leopold Bloom, con quien el joven Dedalus va a encontrarse muchas horas más tarde, aunque ahora ninguno de los dos lo sabe. “Ahora” son poco más de las dos de la tarde, en este 16 de junio, y el encuentro de Dedalus y Bloom sucederá bien entrada la noche.
“Los hechos futuros proyectan antes sus sombras”, dice Joyce. Gracias a esa referencia a Don Quijote comprendemos que es Bloom el caballero de la Triste Figura que anda por Dublín vestido de negro: ha ido esta mañana al entierro de un conocido, y no puede volver a casa a cambiarse de ropa porque sabe que este es el día en que su mujer se ha citado en ella con un amante: Dulcinea tan carnal como Aldonza Lorenzo y Penélope infiel, pero no por eso menos amada o deseada, invocada a cada momento en recuerdos de una ternura antigua malograda por la pérdida de un hijo y tal vez por el simple desgaste del tiempo.
Muchos capítulos son de una claridad diáfana. Otros ofrecen grados distintos de dificultad, que se alivian gradualmente manejando buenas ediciones críticas y familiarizándose con otros libros de Joyce
Ulises no es un ejercicio cerebral y también impenetrable de experimentación literaria, al alcance exclusivo de escritores y críticos selectos y profesores universitarios de máxima erudición. Ulises es una novela tan populosa de personajes como Don Quijote de La Mancha o los Pickwick Papers, tan llena de voces y de peripecias como ellas, tan volcada en la celebración de lo real, aunque con una desvergüenza carnavalesca a la que Dickens nunca pudo atreverse, y en la que Cervantes se complacía como Rabelais y como Bruegel. El hiperintelectual Stephen interrumpe su paseo por la playa y sus divagaciones literario-teológicas para sacarse un moco y pegarlo en una roca. Desde la escena cervantina en que Sancho Panza, abrazado a las piernas de Don Quijote, muerto de miedo y de frío en la noche de los batanes, se afloja el cinturón y aprieta los dientes queriendo aliviar sin ruido lo que no puede esconder al olfato, no ha habido otro momento tan gloriosamente escatológico en la literatura como el de la visita del señor Bloom al retrete, llevando consigo una hoja de periódico que le sirve primero de lectura y luego como auxilio higiénico. En las bodas de Camacho, Sancho Panza se entrega a un éxtasis de la mirada y de la gula contemplando las ollas rebosantes de todo tipo de carnes sabrosas. El señor Leopold Bloom, tan moderado en sus apetitos, empuja la puerta de un restaurante barato en Dublín y queda abrumado por la densidad de los olores y por el espectáculo visual, sonoro y olfativo de los comensales que mastican, que sorben, que fuman, que escupen, que dejan en los lavabos una pestilencia de orina de cerveza.
Las palabras adquieren en sí mismas una consistencia de masticación. El estilo se modifica a cada momento según la materia que se está contando. Ulises es la novela de las vidas plebeyas y los oficios y diversiones y desventuras populares. Joyce, como Cervantes, ama todas las formas del habla y todas las de la literatura, y se complace en su parodia y en su acumulación, en la misma medida en que se complace en todo el espectáculo de los seres humanos, en este caso concentrados en el microcosmos estrafalario de Dublín, en algo menos de 24 horas, “la cumbre de este día”, dice el poema de Borges. Ulises es una novela cómica, una novela social, una novela radicalmente política desde casi la primera página, en la que la denostación del despotismo británico sobre Irlanda no es menos vigorosa que el rechazo del nacionalismo irlandés, de su sumisión a la Iglesia católica, de su estrechez identitaria. Bloom, judío errante en su propia ciudad y caballero de la Triste Figura, es uno de los personajes más llenos de sensatez y de bondad en toda la literatura de ficción. Tiene algo del Pierre Bezújov de Tolstói, algo de un caballero andante del sentido común que defiende a los débiles y corrige injusticias, que permanece tan alerta al dolor de los seres humanos como al de los animales. En medio de la miseria y el desvarío, de su propia agitación interior, Bloom confía en la racionalidad y se fija siempre en los remedios prácticos posibles que mejoren la vida. Gran parte de la novela la escribió Joyce durante la carnicería de la guerra en Europa, y con el recuerdo del levantamiento irlandés de 1916 y la sanguinaria represión británica. Muchos capítulos son de una claridad diáfana. Otros ofrecen grados distintos de dificultad, que se alivian gradualmente manejando buenas ediciones críticas y familiarizándose con otros libros de Joyce: Dublineses, Retrato del artista adolescente. La escritura está siempre cerca de la poesía: puede ser ardua, a veces revelarse poco a poco, y no agotarse nunca. Merece ser leída en voz alta. A veces una frase revela su belleza después de un estudio tan atento como el de un músico concentrado en la interpretación de un pasaje difícil. A mí lleva acompañándome toda la vida, de esa manera en que casi solo me acompañan Proust y Cervantes.
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