Los niños nunca vistos de Sorolla
El museo del pintor dedica una muestra a cómo el artista representa la infancia con obras nunca expuestas y enfoques que van más allá de las típicas escenas de playa
Entrar en la casa de Sorolla es viajar a su tiempo, introducirse en su ambiente, disfrutar de su jardín, rodearse de sus muebles, de sus pinceles, de su familia, omnipresente en tantas de sus obras que cuelgan de las paredes del que fue su hogar y hoy es su museo. Meterse en su intimidad y encontrarse con Clotilde García del Castillo, su esposa, dándole el pecho a María en El primer hijo (1890) o acostada con Elena bebé, ambas dormidas en una gran cama con sábanas blancas, en Madre (1895-1900) o al pequeño Joaquín, con unos dos años, algo desnucado echándose una siesta en una mecedora en Joaquín durmiendo (1895). Estas imágenes forman parte de La edad dichosa. La infancia en la pintura de Sorolla, la muestra que se puede visitar en el madrileño Museo Sorolla hasta el 19 de junio.
Que el artista valenciano pintaba niños es archiconocido. Sus pequeños en la playa forman parte del imaginario colectivo del arte español, pero ¿por qué? ¿Qué se sabe de ellos? Se conocía mucho menos de lo que parecía y, por eso, este proyecto en el que las comisarias de la exposición, Covadonga Pitarch Angulo y Sonia Martínez Requena, llevan trabajando dos años ha querido dar más luz a este aspecto de la ya luminosa obra y trayectoria de Joaquín Sorolla Bastida (Valencia, 1863-Cercedilla, Madrid, 1923), que no deja de ser un hombre de su tiempo y es en el siglo XIX cuando la infancia empieza a tomar entidad. Se piensa en ella, se comienza a legislar para protegerla. Calan las ideas de Jean Jacques Rousseau que las comisarias recuerdan en el catálogo de la muestra: “La naturaleza quiere que los niños sean tales antes de llegar a ser hombres [...]. Tiene la infancia modos de ver, pensar y sentir, que le son peculiares”. Y, precisamente, esto es lo que representa Sorolla. También da espacio a la maternidad. El mundo se dividía en dos esferas: la pública para el hombre y la privada para la mujer. Esta última comienza a captar interés. “El naturalismo llega a las bellas artes y los temas de la vida cotidiana se presenta como un asunto válido para la pintura, los artistas comienzan a exhibir su intimidad de una manera que hubiera sido inconcebible antes”, afirma Pitarch. Y así comienza la muestra, con un espacio titulado El centro de la familia en el que se expone Mi familia (1901), el único lienzo en el que aparecen todos los Sorolla-García, el matrimonio y los tres hijos. Pero el artista se representa fuera de la escena, reflejado en un espejo con paleta y pincel, remarcando su profesión y su admiración por Velázquez, usa el mismo recurso que este utilizó en Las meninas.
No se queda únicamente en la representación de su amada esposa —su correspondencia documenta un felicísimo matrimonio— y madre de sus hijos, a la que admira no solo como ángel del hogar, concepto del momento. También dice de ella que es su ministro de Hacienda. Pitarch explica que eran “un equipo”, aclara que esta es una idea moderna, que Clotilde García llevaba multitud de asuntos del día a día que facilitaban que Sorolla tuviera todo su espacio para crear. Además, plasma otras maternidades: las de las trabajadoras que sacan un momento para ocuparse de sus pequeños o la de un aya que balancea a un bebé en El columpio (1894), en esta obra se diferencia la tez rosada del niño de la oscura de su cuidadora, “un improvisado homenaje a aquellas mujeres que se ocupan de menores ajenos”, sostiene Pitarch en el catálogo. No se olvida tampoco de otro concepto de la época: la madrecita. Esas niñas mayores que se encargan del cuidado de los más pequeños, como se puede observar en La hora del baño (1904), óleo de la colección de Esther Koplowitz que se puede ver en La edad dichosa, donde una muchacha espera la salida del mar de otros chavalillos en la playa de Valencia.
El adjetivo fugaz describe la infancia y el estilo de Sorolla, que era muy rápido con el pincel, característica apropiada para retratar niños, a los que hacía posar. Domina el género del retrato, cualquiera no pinta a reyes y a presidentes de Estados Unidos y él tiene en su haber a Alfonso XIII y a William Howard Taft.
Con los encargos que recibía de miembros de la aristocracia y de la alta burguesía que querían que inmortalizara a sus hijos demuestra, además, que es capaz de plasmar su estatus sin dejar de reflejar la candidez o la pillería de los pequeños. Ahí están las dos hermanas Ana María y María Luz de Icaza y de León, cuadros que no se habían expuesto nunca; los hijos de los señores de Urcola y el retrato de Basil Mundy, hijo de un marchante de Londres, pieza que no se había exhibido antes en una institución pública.
También llevaba más de un siglo sin verse Elenita y sus muñecas (1907), desde 1911, que pertenece a otra sección de la exposición, El mundo de los niños, centrada en el juego y el estudio, sus dos ocupaciones principales. Pero claro, no es oro todo lo que reluce. La situación acomodada en la que vivía Sorolla no le priva de conocer otras. Así, por ejemplo, considera la playa de Zarauz como un lugar de ocio, pero la de Valencia, de faena. Representa los juegos en el agua, pero también los trabajos como en Niños buscando mariscos (1919) o Llegada de la pesca (1899), donde dos hombres bajan de una barca de la que una joven se lleva una cesta de pescado que venderá en el mercado. También pinta otras tareas, en La siesta, Asturias (1903) dos pequeños descansan exhaustos después de amontonar heno. De este momento el museo conserva una serie de fotografías anónimas en las que se pudo inspirar el artista.
Sorolla no hace crítica con su pintura, no es ese su objetivo, él refleja lo que ve. Dentro de esta otra infancia queda otro aspecto: la enfermedad y la muerte, nada lejos de la niñez a finales del XIX y principio del XX. El primer retrato del artista será precisamente de un infante fallecido y la obra que más premios le dio fue ¡Triste herencia! (1899), donde se ve a los desafortunados chiquillos del hospital de San Juan de Dios bañándose en la playa. Con esta pieza gana el Grand Prix de la Exposición Universal de París de 1900, que supone su consagración internacional, y un año más tarde la medalla de honor de la Exposición Nacional de Bellas Artes.
Dichosa infancia.
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