Añorados idus de marzo
El tirano, no lo olvido, cuenta con el favor estadístico de la mayoría de sus súbditos, añorantes de las glorias imperiales, orgullosos del líder impresentable de torso desnudo a lomos de su rocín
1. Torsos
Lamentablemente, hemos dejado atrás los idus de marzo y todavía no ha salido a escena ningún Marcus Brutus capaz de acabar con el tirano que tiene a la desfallecida Europa en un puño. Un tirano, no lo olvido, que cuenta con el favor estadístico y mesmerizado de la mayoría de sus súbditos, encantados de haberlo conocido, añorantes de las glorias imperiales (zaristas o estalinistas: imperiales), orgullosos del líder impresentable de torso desnudo y viril a lomos de su rocín, como san Jorge matadragones. Los dictadores de toda laya han prodigado su imagen más deportiva con el torso desnudo como medio de erotizarse (más) ante quienes les camandulean: ahí tienen la famosa de Mussolini, que creó escuela mientras trillaba el grano al sol en Agro Pontino (1938), o la muy icónica del Gran Timonel luchando a brazo partido con el Yangtsé en loor de multitud (1956, repetido en 1966), ataviado con un casto bañador que se conserva, sagrada reliquia, en el museo de su casa natal de Shaosan. A Bruto —interpretado por el grandísimo James Mason en el Julio César cinematográfico de Mankiewicz (1953)— le consagró Shakespeare en el original mucho más espacio escénico y verbal que a su víctima, un gran premio literario para el más célebre magnicida. Desde que filósofos y juristas se preguntaron si es lícito matar al tirano (licet necare tyrannum?) se han repetido los intentos: ahí tienen, por ejemplo, el famosamente frustrado (el 20 de julio de 1944) contra Hitler del coronel Claus Schenk Graf von Stauffenberg, dramatizado en la película Valkyria (Bryan Singer, 2008), un contrafactual que probablemente hubiera aliviado el terrible final de la II Guerra Mundial y la carnicería del Holocausto.
2. Ensaladilla
En un bar cercano, la ensaladilla rusa (un invento gastronómico del chef francobelga Lucien Olivier, mediados del XIX) ha pasado a llamarse “ucraniana”, aunque afortunadamente sigue igual de rica; lo más paradójico es que en Ucrania el mismo manjar es conocido como “ensalada Olivier”, lo que son las cosas, aunque no creo que en estos días se consuma mucho. Como soy muy sensible a los placeres del gusto que, como todos los bulímicos, utilizo para calmar la ansiedad (y reconocerán que no nos faltan motivos), una buena ración de la ensalada y el consabido Johnnie Walker me han levantado un tanto el caimiento del ánimo que se había apoderado de mí desde que me enteré del fallecimiento de Alain Krivine, revolucionario francés de origen judío-ucranio y uno de los héroes de mi alocada juventud, Marx lo tenga en su gloria sin jerarquías ni querubines. El resto lo fie a las novelas que me han acompañado en mis noches de insomnio, con desigual resultado.
Entre lo mejor que he leído se encuentra, además de la reedición de Brighton Rock (1936; Asteroide, traducción de Miguel Temprano), de Graham Greene, una magnífica historia de mafiosos británicos (inolvidable el joven Pinkie, atraído y torturado por el sexo a partes iguales), La suerte suprema, la última novela (y una de las mejores) del superviviente Mariano Antolín Rato: de nuevo regresa como personaje Rafael Lobo, alter ego del autor, esta vez en un mundo algo más posapocalíptico, pero en muchos aspectos clonado en nuestro aquí y ahora absurdo y depredado. Tras un apagón global, Lobo, ahora viejo y vulnerable, abandona su casa y parte en pos de una mujer más o menos virtual y de un encargo editorial acerca del “estilo tardío”; su peripecia le conduce a través de desastres ambientales y zozobras sociales y políticas: incendios, robos, terrorismos, migraciones masivas, falsas noticias, campos de minas, delincuentes, robots y drones. El viejo y cervantino tema del viaje y sus peripecias (reales o no), solo que en esta ocasión marcado por un profundo pesimismo en el que, una vez más, se manifiesta la veta romántica y literaria (abundan las referencias culturales y los guiños) que siempre ha caracterizado la narrativa del autor. Además de esas dos novelas tan distintas, intenté leer algunas otras, por ejemplo La vida de mierda de mi padre, la vida de mierda de mi madre y mi propia infancia de mierda (Seix Barral, traducción de Carles Andreu), de Andreas Altmann, un pastiche airado e impostado, pretendidamente influido por Thomas Bernhard (¡ya quisiera!), del que llegué a la página 133 antes de que el tedio me obligara a dar al libro un impulso elíptico que le llevó a aterrizar en el cajón de desechables, donde le esperaban otros volúmenes igualmente insufribles.
3. Calandino
En un país en el que no es fácil publicar libros de y sobre el cine, el catálogo de la colección Luis Buñuel: Cine y Vanguardias, dirigida por el imprescindible buñueliano Jordi Xifra bajo el paraguas de las Prensas de la Universidad de Zaragoza, constituye una monumental excepción que merece ser conocida por todos los cinéfilos y amantes de la vanguardia histórica. Tras los dos espléndidos volúmenes (lástima que la encuadernación, fresada, no esté a la altura del contenido) de Buñuel, todas las conversaciones, que reúne, recopiladas por su amigo Max Aub, la integralidad de conversaciones (entrevistas, charlas, coloquios, textos varios) que mantuvo con el cineasta y sus allegados, nos llega ahora en Cátedra, y también editado por Jordi Xifra, el compacto tomito de la Obra literaria reunida del genial calandino, que incluye poemas, microrrelatos, ensayos sobre el cine y diálogos teatrales. Como a menudo los creadores que amamos sostienen ideologías u opiniones que nos irritan, la admiración que le profeso no me puede hacer olvidar, por no salirme de la generación a la que se adscribe, al tipo grosero y machista que, en carta a Pepín Bello (1928), se refería con desprecio a “los poetas maricones y Cernudos [sic] de Sevilla”. Sic transit Gloria Swanson.
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