Retrato de la artista muy joven
Patricia Highsmith escribe con un fervor de aprendizaje y descubrimiento que abarca por igual todos los placeres de la vida y de las artes
En la populosa galería de personajes inventados por Patricia Highsmith probablemente no hay ninguno que se parezca a quien fue ella misma en su primera juventud. Entre la cara que aparecía en las solapas de sus novelas cuando empezamos a leerla, hacia finales de los setenta, y la de las fotos que le tomaban sus amigos bohemios 30 años atrás, había una distancia tan irreconciliable que habría podido tratarse de dos personas distintas. En la foto que acompañaba hace unos días la crónica de Iker Seisdedos sobre los diarios de Highsmith, se ve la misma cara que todos nosotros encontrábamos en aquellas ediciones de Anagrama, hallando una correspondencia precisa, y también inquietante, entre el aspecto de la autora y los personajes y los mundos de sus novelas: una cara devastada, sobre la que el alcohol y el tabaco habían impreso huellas indelebles, una mirada de recelo y huida, una actitud de misantropía acentuada por la extravagancia de los hábitos que se traslucían de sus entrevistas: la vida solitaria, los caracoles como animales de compañía. Fue quizás cuando se publicó en 2003 la biografía de Andrew Wilson, Beautiful Shadow, cuando pudimos ver en ella algunos de los retratos de Highsmith con 21 años que le hizo el fotógrafo Rolf Tietgens en 1942: con más cara de adolescente que de mujer hecha, un cuerpo enjuto modelado por las sombras en blanco y negro, una mirada siempre de soslayo, directa y también esquiva, reservada e impúdica, una desenvoltura de modelo posando para un desnudo.
Del alcoholismo, de las manías raras, de la decadencia física, de la fealdad de los prejuicios de Patricia Highsmith ya lo sabemos todo. Lo que a un lector fiel de sus novelas puede atraerle más en esta edición de sus Diaries and Notebooks es el autorretrato de una mujer muy joven y con mucho talento que empieza a asomarse al mundo en una época y un lugar muy precisos, el Greenwich Village de Nueva York en los primeros años cuarenta, cuando la guerra ya ha estallado en Europa y Estados Unidos todavía se mantiene neutral, cuando han llegado a la ciudad, entre las multitudes de los refugiados, algunos de los artistas modernos que van a actuar como un fermento valioso para el despliegue de la cultura americana. Rolf Tietgens, el fotógrafo que hizo esos retratos tan sensuales de Highsmith, había crecido y se había formado en Berlín. Muy cerca del primer apartamento al que se fue a vivir sola, tenía su casa Piet Mondrian. En las galerías que le gustaba tanto frecuentar había exposiciones de artistas de las vanguardias europeas, Paul Klee, Fernand Léger, De Chirico, Leonora Carrington, Miró. En una fiesta se cruzó con Peggy Guggenheim y Max Ernst, que poco antes habían escapado de Europa.
Patricia Highsmith escribe su diario en cuadernos de anillas de la Universidad de Columbia. Escribe con la misma entrega, con la misma impaciencia con que lo hace todo, con un fervor de aprendizaje y descubrimiento que abarca por igual todos los placeres de la vida y de las artes, con una especie de insolente determinación de llegar a ser ella misma. El 19 de febrero de 1942 escribe: “Pero no tengo tiempo que perder. ¡Tengo que prepararme para las cosas que no han empezado todavía!”. Los signos de admiración son frecuentes en estos diarios. La joven Highsmith tiene una profunda vocación literaria, pero también le gusta mucho tocar el piano, dibujar y pintar. A los 20 y 21 años es una lectora formidable: lee a Dante, a Shakespeare, a Goethe, a Tolstói, a Proust, a Kafka, a Julien Green. Tiene devoción por Bach, por Beethoven, por Wagner. Cuando Carmen Amaya baila en Nueva York, Highsmith procura sentarse en las primeras filas para observarla muy de cerca, y luego va a saludarla al camerino. Se entusiasma en el estreno de Citizen Kane. Anota sombríamente la muerte de James Joyce y el suicidio de Virginia Woolf.
Pero en ningún momento hay una inflexión de pedantería en el relato de todas esas aficiones. Lo que guía siempre a Patricia Highsmith de muy joven es el entusiasmo: la sensación de una promesa inminente, como la del momento en que empieza un viaje; la promesa de un buen trabajo que le permita tener algo de dinero, la de un proyecto literario que esté a la altura de sus mejores expectativas, la de una carta que le traiga la felicidad: la de un amor sobre todo, o varios amores, porque Patricia Highsmith está enamorándose siempre, y como es consciente de su atractivo disfruta igual de los amores que despierta, lo mismo entre los hombres que entre las mujeres, aunque muy pronto llega sin ningún conflicto íntimo a la conclusión de que los hombres le gustan mucho menos, o incluso no le gustan nada. Dice que besar en la boca a un hombre es como besar un lenguado al horno. En el Village de los años cuarenta, en los mundos del espectáculo y del arte, la vida gay es una abierta efervescencia. Highsmith disfruta de ir de la mano con una novia por la calle. En el baño de mujeres de un restaurante suceden rápidos interludios eróticos. La noche, pero también el día, están envueltos en una niebla casi permanente de alcohol y tabaco. El alcohol favorece las audacias eróticas, las llamadas de teléfono pasionales a deshoras, las confesiones de sinceridad beoda que causan heridas irreparables. Lectora de Proust, Highsmith tiene una idea del amor que exalta su deleite y al mismo tiempo lo arruina o lo vuelve imposible: “Estoy gobernada por una fuerza perversa, a causa de la cual dejo de amar a una chica si ella empieza a quererme más de lo que yo la quiero a ella”. Los nombres de las novias, amantes, amadas posibles, exnovias, requerirían un índice más copioso que el de los libros, los conciertos, las exposiciones, las borracheras, las resacas. La joven Highsmith necesita la pasión amorosa y las noches de fiesta para vivificar su inspiración creativa: y al mismo tiempo necesita la soledad rigurosa sin la cual no es posible el trabajo. En el diario de esta mujer de poco más de 20 años ya está contenido el impulso poético, la intuición de la madurez: “Qué delicada locura hay en mí. Llega cuando llega el atardecer. Es tan extraña como el estremecerse de una hoja en un árbol, cuando no hay viento”.
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