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IDA Y VUELTA
Columna
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Nuevos compatriotas

A mi amigo, que lleva la mayor parte de su vida en España, conseguir la nacionalidad le ha supuesto un calvario de trámites

Antonio Muñoz Molina
Willian Chislett, escritor y periodista en las calles de Madrid.
Willian Chislett, escritor y periodista en las calles de Madrid.KIKE PARA

Mi amigo exbritánico enseña con cierto orgullo su nuevo carnet de identidad español y su pasaporte de la Unión Europea, pero aún conserva hábitos mentales y lingüísticos de su antigua condición, cuando era un forastero muy interesado pero también ajeno, inmune a los berrinches que nos aquejan a los nativos. A mi amigo, que lleva la mayor parte de su vida en España, y que reúne copiosamente los méritos objetivos en favor de su solicitud, conseguir la nacionalidad le ha supuesto un larguísimo calvario de papeleos y trámites, la mayor parte obtusos. Este es un país donde el espec­táculo grosero y frívolo de la política agota las energías que debieran dedicarse a idear y poner en práctica políticas de calado en beneficio de la mayoría, y en el que una gran parte de esas políticas necesarias que sí salen adelante quedan malogradas o se frustran del todo por culpa de una Administración superpoblada en lo superfluo, en la morralla del clientelismo político, pero muy mermada en todo lo fundamental, en el servicio a la ciudadanía, en el buen gobierno y la transparencia, en la gestión ordenada y eficaz de las cosas.

Vistas las dificultades de una candidatura tan evidente como la suya, mi amigo, William Chislett, se pregunta cómo será llegar huyendo de la persecución o de la guerra y pedir asilo político, o aspirar a la residencia o la nacionalidad si uno no tiene credenciales y títulos, solo el trabajo de sus manos. Hablando de unas cosas y otras, de esta Administración pública en la que las promesas de la digitalización se resumen en la imposibilidad no ya de que a uno lo reciban en persona, sino de hablar con alguien que no sea una máquina, llegamos al asunto escandaloso de la inaccesibilidad de los archivos públicos españoles, que sabotea por igual el trabajo de los historiadores y el control democrático de las acciones del Gobierno. Aquí mi amigo pone el ejemplo contrario de los archivos británicos en Kew Garden, en los que se puede acceder sin dificultad, y estalla: “En mi país sería impensable una ley de secretos oficiales tan restrictiva como la española, que es del tiempo de Franco”. Y a mí me falta tiempo para recordarle: “Nada de ‘mi país’. Ya no tienes escapatoria. Ahora tu país es este. Así que te fastidias, como todos nosotros”.

En un capítulo de Seinfeld, un dentista que acaba de convertirse al judaísmo cuenta sin parar chistes judíos, y se muestra orgulloso de una tradición de humorismo que se remonta a más de 3.000 años. A mi amigo exbritánico ya lo pueden exasperar tanto como a mí todas las sinrazones de la política española, pero eso no lo exime de enfurecerse también contra la frivolidad irresponsable de Boris Johnson, ni de entristecerse por la deriva nacionalista de un país en el que desde el referéndum del Brexit se sentía más forastero cada vez que volvía. Uno rara vez deja del todo de ser del sitio de su origen, pero eso no es una limitación, ni una marca obligatoria, sino un punto de partida. Es curioso que, en una época en la que se habla tanto de la fluidez de las identidades sexuales, estén volviendo con tanta fuerza las correosas identidades patrióticas, igual que la preceptiva adhesión a la diversidad encubre tantas veces un designio de unanimidad obligatoria.

Mi amigo ha elegido dejar de ser estrechamente británico para no perder la amplitud y la flexibilidad de ser europeo, y le ha bastado una breve ceremonia nada solemne en un despacho para ser tan español como yo. Sin salir de su casa, porque ya estaba muy anciano, uno de los escritores más ingleses que hayan existido, John le Carré, se convirtió en irlandés, y esa decisión fue más valiosa todavía porque en la práctica era superflua, ya que Le Carré sabía que le quedaba poco tiempo de vida. En una alegre foto de familia que se publicó después de su muerte se le ve sonriente, delante de una buena mesa, en la que no falta una botella de borgoña, envolviéndose en la bandera tricolor irlandesa como en un chal, un abrigo cálido contra esa intemperie en la que quedan las personas libres cuando rompen con el cepo del nacionalismo. Al ver esa foto me acordé de la aparición espectral de George Smiley, que a esas alturas debía ya de ser más que centenario, en una de las últimas novelas de Le Carré, A Legacy of Spies. Smiley vive jubilado en Alemania, y le habla de sus lealtades a un antiguo colega que ha venido a visitarlo: “¿La Inglaterra de quién? ¿Qué Inglaterra? ¿Inglaterra a solas, ciudadano de ninguna parte? Yo soy europeo. Si tuve un ideal inalcanzable, fue el de guiar a Europa fuera de su oscuridad hacia una nueva edad de la razón”.

A la madre de Orlando Figes no la dejaron seguir siendo judía y alemana, y no la habrían dejado seguir viva si no llega a escapar a tiempo

Le Carré había conocido de primera mano esa oscuridad europea. Fue estudiante y luego diplomático y espía en una Alemania que se levantaba de las ruinas, aunque no de la culpa. Igual que John le Carré y que mi amigo, el historiador Orlando Figes ha preferido no ser ya británico para seguir siendo europeo. Igual que George Smiley, Figes se ha ido a vivir a Alemania, y se ha hecho alemán. Las identidades más fértiles son las de ida y vuelta. Figes nació en Inglaterra porque fue allí donde había emigrado su madre, judía fugitiva de Alemania. Nada como los grandes movimientos patrióticos para generar multitudes de apátridas. ¿Habrá siempre que elegir una cosa u otra? ¿Por qué siguen teniendo tanto atractivo las identidades por amputación, en las que para ser algo, algo en gran medida imaginario, algo tan conjetural como un adjetivo, hay que arrancarse una parte de quien uno es, negar o esconder lo que no se ajusta a la horma forzosa y arbitraria de una identidad colectiva? A la madre de Orlando Figes no la dejaron seguir siendo judía y alemana, y no la habrían dejado seguir viva si no llega a escapar a tiempo.

Sobre la enseñanza y el escarmiento de aquel horror está construida Europa: no sobre la gloria del origen, ni del pasado común, sino sobre la vergüenza, sobre la decisión racional de superar o al menos entibiar las cegueras patrióticas que habían llevado en línea recta al matadero. Tal como está el mundo, no quedan muchos más sitios en los que buscar refugio. Mi amigo exbritánico William Chislett, John le Carré, Orlando Figes, yo mismo, somos privilegiados. La nueva vergüenza de Europa es que solo ofrezca fronteras herméticas y alambradas a quienes vienen huyendo de la miseria y la persecución.

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