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IDA Y VUELTA
Columna
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Escritura automática

A finales del XIX, las sesiones de espiritismo se convertían cada vez más en proyectos de investigación científica, dotados de protocolos exigentes, a fin de distinguir los verdaderos fenómenos de los engaños de los impostores

Henry James
El escritor Henry James (a la izquierda) y su hermano, el psicólogo William James, en una imagen sin fecha.Bettmann (Bettmann Archive)
Antonio Muñoz Molina

Henry James escribió algunas de las mejores historias de fantasmas de la literatura, pero era su hermano, William James, el que creía en ellos, como muchas mentes ilustres de la tardía época victoriana, mentes de formación científica convencidas de que el método experimental, tan fructífero en el avance del conocimiento, podía definitivamente demostrar la perduración de la conciencia humana después de la muerte. Las sesiones de espiritismo eran una forma de entretenimiento de las clases acomodadas, pero hacia el final del siglo XIX se convertían cada vez más en proyectos severos de investigación, dotados de protocolos exigentes, a fin de distinguir los verdaderos fenómenos de comunicación desde el otro mundo de los engaños de los impostores, algunos de los cuales se aprovechaban de avances tecnológicos tan convincentes como la fotografía. Médiums de mucho éxito organizaban séances en las que se contaba con la participación de un fotógrafo, que al usar un tipo de placas excepcionalmente sensibles podía captar, junto a la imagen de una persona doliente por la pérdida de alguien, la presencia casi impalpable de su fantasma añorado, convocada por la fuerza simultánea del dolor y las poderosas energías mentales del médium, que con mucha frecuencia era una mujer. William James, padre de la disciplina moderna de la psicología, fue uno de los fundadores de la Psychic Research Society, que gozó de un prestigio parecido al de otras instituciones superiores de investigación, y que durante muchos años llevó a cabo experimentos con todo tipo de controles técnicos, aunque con resultados que no siempre parecieron corroborar las expectativas de los estudiosos. La PRS no era un club de gente oscura o excéntrica. Llegaron a presidirla varios premios Nobel de Física y de Fisiología, y entre sus socios más prominentes estuvieron Henri Bergson, John Ruskin y el ex primer ministro británico Gladstone. En 1869, el propio Charles Darwin había participado en una sesión de espiritismo organizada por su hermano Erasmus, más proclive que él a esa clase de indagaciones, y aunque vio moverse y golpear contra el suelo la pata de una mesa, y escuchó una voz quejumbrosa en la oscuridad, no acabó convencido de las visitas astrales que a su hermano le parecían irrefutables.

Pero Erasmus estaba lejos de ser el único practicante convencido del espiritismo al que conocía Darwin. Su colega, y hasta cierto punto competidor, Alfred Russel Wallace, que había elaborado, casi al mismo tiempo que él, la teoría de la selección natural, era también un espiritista entusiasta. Creía en la existencia de mentes “desconectadas de cerebros físicos” y defendía con todo tipo de argumentos técnicos la autenticidad de las fotografías de espíritus o ectoplasmas. Darwin, un hombre templado y muy cauteloso, temía no sin razón que esos fervores de Wallace acabaran desacreditando la teoría de la evolución. Muchas personas llegaban al espiritismo empujadas por el dolor de una pérdida. A Charles Darwin lo ensombreció para siempre la muerte, a los 10 años, de su hija Annie, después de una agonía de duración intolerable, pero esa desgracia, en lugar de devolverlo a su antigua fe religiosa o de inclinarlo a la novedad de la creencia en los espíritus, lo convenció aún más de que el mundo no estaba regido por ninguna providencia benefactora o punitiva, sino por los mecanismos del todo impersonales de la selección natural.

Leo estas cosas en un libro de John Gray, La comisión para la inmortalización. A Gray nada le gusta más que desbaratar las ficciones de la modernidad, que sustituyen las promesas de la religión por las de un progreso regido por la racionalidad y caracterizado por un perfeccionamiento de las facultades intelectuales y el bienestar social tan acumulativo y tan indudable como el de los avances científicos y tecnológicos. A finales del siglo XIX, dice Gray, cuando la ciencia está desplazando a la religión, muchas personas le piden a la ciencia que les dé lo que la religión no puede ya darles, la esperanza o la certeza de que hay vida después de la muerte, de que existe un orden universal sobre el que han de sostenerse los valores morales que ya han perdido su legitimidad religiosa. A la mujer de Darwin, su fe la fortalecía contra la injusticia inaceptable del sufrimiento y la muerte de una niña. Darwin era consciente de que su mentalidad de científico le privaba de ese consuelo, porque la teoría que él mismo había elaborado eliminaba la necesidad o la justificación de un ser superior que hubiera creado una por una a las especies, y que además hubiera situado al ser humano en la cima de todas ellas, otorgándole un alma inmortal de las que las demás carecían. Era algo que no podía aceptar Russel Wallace, ni una persona tan cerebral como William James, que miraba con condescendencia las fantasías literarias de su hermano Henry, pero que hizo un pacto con un colega espiritista, fijando las condiciones en las que uno de los dos, el que muriera primero, se comunicaría con el otro desde el Más Allá. Muchos de aquellos caballeros victorianos vivieron lo suficiente para asistir desde 1914 al espanto de una guerra que desmentía cualquier idea de progreso, de estabilidad y de civilización, que mostraba la capacidad destructiva de los avances tecnológicos y ponía a la ciencia al servicio de la masacre. Europa se vio inundada de muertos y de desaparecidos, de fantasmas insepultos a los que convocaban familiares ansiosos, médiums que trabajaban a destajo en sus gabinetes a oscuras, lucrándose a costa de la predisposición humana a no aceptar la realidad. Arthur Conan Doyle, miembro prominente de la Psychic Research Society, ya era un ferviente partidario de la solidez científica del espiritismo cuando uno de sus hijos fue gravemente herido en el frente y murió en un hospital en 1918. William Butler Yeats, el gran poeta moderno de Irlanda, hacía compatible la pasión amorosa con las comunicaciones extrasensoriales, y todavía recién casado se encerraba con su mujer en sesiones de escritura automática en las que los dos se turnaban para transcribir a toda velocidad los mensajes que les dictaban los espíritus, que ocupan más de 3.000 páginas del legado de Yeats. Las conexiones entre las vanguardias y la tontería están muy poco exploradas: la célebre escritura automática de los surrealistas es un calco directo del espiritismo, al que André Breton fue muy aficionado. Sin duda, después de todo, es mucho más sabia la poesía inquietante, la ironía melancólica de los cuentos de fantasmas del incrédulo Henry James: y más saludable y necesaria, también en estos tiempos.

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