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Los ignorados y los imprescindibles brillan en la nueva colección del Reina Sofía

La nueva ordenación del museo se aleja del eclecticismo y el historicismo de la mayoría de sus pares internacionales y apuesta con valentía por vincular las obras de arte a su contexto social y político

En primer termino, 'Doña Concha', de la argentina Marcia Schvartz. Al fondo, obras de la serie 'Realidades bidimensionales', de la española Victoria Gil, correspondientes a 'Vasos comunicantes. 1881-2021' de Museo Reina Sofía.
En primer termino, 'Doña Concha', de la argentina Marcia Schvartz. Al fondo, obras de la serie 'Realidades bidimensionales', de la española Victoria Gil, correspondientes a 'Vasos comunicantes. 1881-2021' de Museo Reina Sofía.

En el Reina Sofía no hay un solo artista que sea el centro de la colección, nacional e internacional, más bien hay un duelo de colosos en el que cualquiera, un autor colectivo, merecería ese honor. Y aunque todos estamos de acuerdo en que el principal atractivo es el Guernica, de Picasso, y las muy ambivalentes pinturas de Dalí y Miró, en la nueva presentación titulada Vasos comunicantes (2.000 obras agrupadas en seis plantas, entre Nouvel y Sabatini) surge una dialéctica ineludible, en línea con la habitual querencia de Manuel Borja-Villel por enriquecer tanto a las grandes como a las pequeñas personalidades del arte español de los últimos 100 años, alineándolas con otras, mayoritariamente del continente latinoamericano, Estados Unidos y Europa (con algunas citas a Oriente Medio y China), pues el director del museo defiende la necesidad de hacer brillar los trabajos de hombres y mujeres imprescindibles —un elemento clave por el que se gana nuestra admiración— y a la vez representar a los ofendidos, desplazados, migrantes y furiosos a causa de las intolerables desigualdades que provocan la violencia asociada al colonialismo, las guerras y la supuesta universalidad de la lógica del mercado (capitalismo).

Dicho esto, la cuestión crítica es ¿de qué forma las obras de arte musealizadas evitan la manipulación y el engaño (del comisario, del receptor) en la medida en que no son autorreferenciales (en oposición a, dijéramos, un brancusi, aunque sabemos que incluso su propia materialidad puede ser falsificada), sino que se refieren al mundo exterior? La nueva colección da una respuesta “posible”, mejor dos; la primera es asumiendo que el mundo, lo que está ahí afuera, no tiene por qué ser “verdad” ya que no siempre la realidad se manifiesta a nuestra vivencia. Y paradójicamente, fuera del museo se puede ganar la experiencia que se le suele negar al visitante de estas nuevas catedrales del arte. Aunque los museos se blinden dentro de paredes y fronteras, envoltorios triunfales diseñados por grandes firmas con costes escandalosos, podemos experimentar ese arte en las calles y plazas. Porque desde Baudelaire, la ciudad moderna es el lugar de fantasías y conflictos, un museo de fecundidad infinita que podría parecer vulnerable a las críticas culturales y que sin embargo, como se ha ido demostrando en la última década (15-M, Me Too, primaveras árabes, Black Lives Matter), ha conseguido modificar la crítica. La segunda cuestión tiene que ver con el tiempo. En el Reina Sofía, la historia se re-presenta como genealogía, anacronismo, ruptura, una discontinuidad radical que mira al futuro en las diferentes formas de resistencia. Y es en esas donde se afirma la fuerza de las diversas modernidades producidas por esa memoria involuntaria de la que habla Georges Didi-Huberman, por la que se invita al espectador a que contemple evocadoramente el pasado (la memoria no es historia) preparado para el shock, esa irrupción o apariencia de tiempo que se manifiesta “como el desgarro de un velo”. Esta es la sensación que tendrá el visitante, la de estar en un laberinto sin saber dónde empieza y terminan los espacios, inmerso en un tiempo pletórico, entre lo consciente y lo inconsciente, como los “vasos comunicantes” a los que hace referencia el texto (1932) de André Breton.

Argumentando en contra del historicismo, un artista crea la obra en un momento y lugar, y el espectador (“las masas son el artista”, anuncia el epígrafe del influyente historiador alemán Carl Einstein en uno de los ámbitos del recorrido) ha de situarla dentro de un horizonte político, motivado por la ambición de entender nuestra condición actual y poder cambiarla. Esto hace que podamos ver la colección como una interrupción del eclecticismo y relativismo de la mayoría de las colecciones más importantes —el MoMA, el Pompidou y la Tate— donde los movimientos artísticos y tendencias à la page, convenientemente ordenados por temas o periodos, presentan la misma validez.

'Contenedor de feminismos' 2009-2010, proyecto móvil ideado para recoger la memoria de los feminismos en el espacio público, en la colección permanente del Museo Reina Sofía
'Contenedor de feminismos' 2009-2010, proyecto móvil ideado para recoger la memoria de los feminismos en el espacio público, en la colección permanente del Museo Reina Sofía

“El arte no tiene ninguna importancia, es la vida la que cuenta, es la historia de estos años que vienen, la creación de la obra colectiva más gigantesca de la historia”, leemos en un mensaje del artista argentino Roberto Jacoby (Manifiesto sobre pizarra en una acción para el Instituto Di Tella, 1968/2011) en uno de los ocho episodios de la colección, en línea con las portadas de El Correo de Euclides, de Max Aub, con las frases impresas en tipos diferentes: “Nuestro pasado es el mañana. La expansión del Universo, espejismo. Vivimos al revés. El caos es nuestro porvenir. Lo más viejo es el pasado, luego hacia él vamos. Y si no, al tiempo”. Son solo dos ejemplos que resumen el élan de la colección donde cobran relevancia las revistas, carteles, planos y maquetas arquitectónicos, fotolibros y lo underground, porque sin estos documentos dejamos de pensar.

El Reina Sofía es un museo que colecciona “museos” con la idea de cuestionar su propio orden, y esta es una de las líneas de su acción restringida (Mallarmé): mostrar constelaciones de trabajos donde los medios tradicionales no son prioridad, fijarse en cómo han sido recibidas determinadas muestras —la Documenta 7 (1982) de Rudi Fuchs, las ferias internacionales, exposiciones universales y muestras de arte español en el MoMA y el Guggenheim de Nueva York (1961), Picabia en las galerías Dalmau (1922) o los críticos Carl Einstein, Bataille y Breton interpretando cada uno a su modo la obra de Dalí, Picasso y Miró—.

Cobran relevancia las revistas, carteles, planos y maquetas arquitectónicos, fotolibros y lo underground,

Hay abundantes trabajos que merecen una apreciación aparte, algunas perturbadoras, como la “sala del padre” de Dalí, o la confrontación entre la casa suburbana de los Eames, que refleja el prototipo del individualismo americano en la sociedad de masas y su fascinación por los electrodomésticos y muebles en un espacio neutro (de acuerdo con los criterios del MoMA), y la sala con la exposición de Richard Hamilton, Man, Machine and Motion (1955), un estudio visual de la relación de los humanos con las máquinas, formado por 54 paneles fijados en una estructura de acero dividida en secciones (acuática, terrestre, aérea, interplanetaria) con fotografías pertenecientes a una época en la que estos ingenios tenían algo de mágico y todavía no se habían convertido en una trampa consumista.

Hacen falta buenas dosis de vitalidad, intelecto y emociones para disfrutar de esta colección no definitiva del Reina Sofía. Como el cuadro de Poussin, es una danza para la música del tiempo, especialmente en nuestra época en que todo es redundancia.

‘Vasos comunicantes. 1881-2021. Nueva colección’. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid.

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