Augusto Monterroso como maestro
En el centenario del escritor guatemalteco, lo que queda por examinar son las influencias desconocidas en su obra
Quizá la mejor manera de conmemorar el centenario de Augusto Monterroso es pensar en cómo, además de sus contemporáneos Arreola y Rulfo (pares y amigos), otros maestros de largo alcance como Calvino, Monsiváis, Bolaño, Vargas Llosa y Vila-Matas pormenorizan sus logros como narrador y clasicista. Para ellos las conclusiones y estándares del pasado nunca son perfectos, y saben que en vez de amenazar u oprimir fortalecen. Por eso las relecturas o intentos actuales de reescribir como Tito nunca denigran los del pasado cultural, quizá aliándose con una advertencia algo reciente de Bruno Latour: la crítica académica ha perdido el ímpetu.
Así los lectores “comunes” —aquellos que, según la célebre descripción de Virginia Woolf leen por su propio placer en vez de para impartir conocimiento o corregir las opiniones de otros— serán los que seguirán concibiendo mejor el ingenio (no exento de salidas) y brillantez del clásico guatemalteco, notando, como Latour, que todo en los mundos naturales y sociales existe en una confluencia constante de relaciones y redes. Tito es hoy muchísimo más que el patriarca de las formas breves: es el que nunca obedeció ninguna regla genérica, abandonó su compromiso con su Centroamérica natal, o recurrió al exotismo que se sigue asociando, para mal, con la literatura latinoamericana.
En los años cuarenta protestó contra el dictador Jorge Ubico con una pancarta que decía “No me ubico”, y sin recurrir al victimismo nunca dejó de observar las injusticias que afectan al continente. Así cambió paulatinamente la percepción de lo que es un escritor latinoamericano; y la gran mayoría de sus admiradores le ha hecho caso, aunque sin equipararse a él en su práctica. Se suele comentar que Tito no se tomaba en serio, que su sutil humor le definía; pero en esas elucubraciones rara vez se asevera o describe la seriedad con que tomaba su escritura, razón principal de los intervalos de su obra.
George Steiner, que en los años sesenta propuso la “posficción” partiendo de que “los hombres viejos leen novelas” y notando una crisis en el género, posteriormente dirá que un maestro verdadero debe estar solo al fin de su empresa, y que el mayor magisterio es el que “despierta dudas en el estudiante, lo entrena para disentir”. Tito propuso eso mucho antes en Obras completas, siempre atento a la maestría. A finales de los años cuarenta publicó reseñas comparatistas en revistas guatemaltecas del Ulises de Joyce, sobre George Bernard Shaw y Stephen Spender, sin recogerlas en libro. En 1949 fue el primero en escribir sobre Borges (como él, razonó por qué no escribió novelas) en México, ocasionando que el filólogo Raimundo Lida citara su clarividencia de que si el argentino “escribiera en inglés, lo devoraríamos en malas traducciones”
Otro maestro crítico, Ángel Rama, coge el epígrafe de Movimiento perpetuo: “La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”. Llamándole “un fabulista para nuestro tiempo” y mostrando lo que comparte con Felisberto Hernández, Rama sostiene que con ese libro Tito rinde un homenaje a Borges, “que le ha servido a un tiempo para tomar distancias”. Tan importante como señalar esa relación entre maestros, Rama afirma que al aborrecer el desborde de las palabras y el patetismo melodramático de “torrentosos escritores” el guatemalteco nacido en Honduras “ha puesto punto final al mito del tropicalismo literario”.
La de Monterroso es una estética del desplazamiento genérico que provee el entusiasmo orientador de darse cuenta de cuántas reglas narrativas se pueden rompe
Desde la “autobiograficción” apócrifa Lo demás es silencio hasta la silva de varia lección de sus libros póstumos, cuyas complejidades no se han investigado o entendido cabalmente, Tito encontró un marco para entender los mundos que iba creando y el meollo de la gran literatura: las luchas de personajes tironeados por pulsiones rivales. Contrario a sus antecesores y epígonos, no hay en él la falta de dirección narrativa que Macedonio Fernández y otros atípicos propagaron con poéticas del aplazamiento. La de Tito es una estética del desplazamiento genérico que provee el entusiasmo orientador de darse cuenta de cuántas reglas narrativas se pueden romper. Por esos libros es patente su influencia en un sinnúmero de prosistas iberoamericanos dedicados a los avatares positivos del “libro-objeto”, la hibridez, el fragmentarismo y artes afines.
En este momento de profusos homenajes cubanos, españoles y mexicanos, y de libros que se publicarán sobre él, si se quiere tanto a Tito, como él a Cortázar, lo que queda por examinar son las influencias desconocidas o supeditadas en su obra, de una manera que ilumine su técnica y sagacidad conceptual, su idiosincrasia y su importancia global en la historia occidental de la literatura, en cuyo canon ya estaba en los años ochenta. Lo menos que se puede alegar es que los que hemos escrito estudios sobre Tito tendríamos que rehacerlos, porque los suyos reajustan el aforismo de Buffon de que el estilo es el hombre.
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