La imprenta donde crecimos
El relato de la intérprete y directora argentina Lorena Vega repiquetea, arrecia, no da tregua. El goteo de escenificaciones de episodios significativos de la vida doméstica va calando como lluvia fina
A Lorena Vega le gustaría volver a la imprenta de su padre, pero como tras su fallecimiento sus medio hermanos cambiaron la cerradura, regresa simbólicamente a través del relato ameno, las retrospecciones pormenorizadas y las coreografías insólitas que ella, sus hermanos carnales y un grupo de amigos actores van tejiendo durante la representación de Imprenteros, un biodrama luminoso que se representa en el Festival de Otoño madrileño tras varias temporadas de éxito en Buenos Aires. La función es toda ella pura realidad, hecha teatro. Dirigiéndose al público en primera persona, Vega traza el perfil humano de su padre, militante del Partido Comunista de Argentina, que quemó el carnet y algunos libros cuando sus camaradas empezaron a ser perseguidos y asesinados, en operaciones de terrorismo de Estado. Como papá se pasaba el día en el taller de artes gráficas, Lorena, Federico y Sergio, sus hermanos, crecieron entre impresoras de offset, resmas de papel, botes de tinta, folletos y catálogos.
El relato a micro de la intérprete y directora argentina, repiquetea, arrecia, no da tregua. Gritos como: “Se me enganchó el papel, quién tocó la máquina, dónde mierda está la goma arábiga”, fueron el estribillo de la banda sonora de su infancia. Sus amigos Julieta Brito y Juan Pablo Garaventa, que permanecían en penumbra atentos al relato, interpretan por indicación suya la escena en la que Lorena va a visitar a su padre (una vez que ya se había separado de mamá), para pedirle que le imprima las tarjetas de invitación de su decimoquinto cumpleaños, episodio que desencadenó un conflicto entre el progenitor y su hija.
El goteo de escenificaciones de episodios significativos de la vida doméstica va calando como lluvia fina. Como nada hay de extraordinario en lo que se nos cuenta, todos nos reconocemos en ello, todo nos concierne: las ilusiones infantiles, los desencuentros familiares, los vericuetos de los afectos perdidos y reencontrados. La irrupción de Sergio, el hermano menor que heredó el oficio paterno, le inyecta nueva vitalidad al documental. Son extraordinarias la disección forense que Sergio Vega hace de los impresos que su hermana le va pasando (en 2018, antes de la pandemia, era el público quien, a petición de Lorena, le entregaba folletos, programas o tarjetas para su análisis), su descripción del funcionamiento de la imprenta, las explicaciones que ofrece sobre los sonidos grabados de las máquinas de offset en marcha… Vega describe la fuente de tales ruidos (los tambores de impresión, el giro de los rodillos, el tac de la tinta, la caída del papel, la cuchilla de la guillotina) con la precisión y la riqueza con la que el naturalista Carlos de Hita describe las aves cantoras que tiene registradas en sus extraordinarias grabaciones de campo.
Luego, cuando Sergio Vega (que no es actor pero tiene futuro en este negociado) y el resto de los intérpretes reproducen con su cuerpo, paso por paso, con exactitud, el funcionamiento de una de las máquinas de offset de su imprenta, se produce una suerte de alquimia: es un acto de justicia poética, a falta de otra justicia. Imprenteros tiene una impronta obrera y artesanal, como Máquinas, uno de los espectáculos históricos de Salvador Távora y La Cuadra de Sevilla. En el movimiento de esta impresora humana, creada por los siete actores al unísono, hay un eco de las coreografías constructivistas de los espectáculos de las vanguardias soviéticas. El público salió complacido, en general, con esta función vívida y sincera.
Imprenteros. Autora y directora: Lorena Vega. Madrid. Teatro Conde Duque, hasta el 14 de noviembre.
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