María Zambrano no es una estación de tren
La historia trata a las mujeres con dos criterios: excepción y exclusión, si bien la excepción solo es una forma de exclusión retardada
La estación del AVE de Málaga se llama María Zambrano en honor a la primera mujer que recibió el Premio Cervantes y el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, la creadora de una obra radicalmente innovadora que unió poesía y pensamiento. Cada vez que tomo un taxi para ir a esa estación pregunto al taxista si sabe quién fue Zambrano, cuyo nombre preside la fachada de la terminal. Ni en una sola ocasión han sabido responderme. Si la estación se llamara Miguel de Unamuno o José Ortega y Gasset, filósofos coetáneos de María Zambrano, ¿ocurriría lo mismo? Y si se llamara Antonio Machado o Miguel Hernández, poetas coetáneos de Zambrano, ¿ocurriría lo mismo?
La historia trata a las mujeres con dos criterios: excepción y exclusión, si bien la excepción solo es una forma de exclusión retardada. La malagueña María Zambrano (1904-1991) es un ejemplo de cómo lo excepcional desaparece del canon. Cuando en 1960 Albert Camus murió en un accidente de coche llevaba consigo el manuscrito inconcluso de su novela El primer hombre y un ensayo de Zambrano, El hombre y lo divino. Camus, que tres años antes había recibido el Premio Nobel, se había propuesto que la editorial Gallimard publicara a la autora española. Aunque su muerte truncó el proyecto, el escritor se adelantó varias décadas al reconocimiento de Zambrano como una de las pensadoras más brillantes del siglo XX.
Zambrano fue una visionaria que abrió el pensamiento filosófico a la intuición y al conocimiento místicos, un camino cuya expresión más asombrosa es su libro Claros del bosque. Y sin embargo, 30 años después de su muerte, su nombre parece haberse reducido a un cascarón vacío, un significante opaco, a pesar del esfuerzo de la Fundación María Zambrano, de iniciativas como la cuidada reedición de su obra por la editorial Alianza, de la admiración que le profesan poetas y escritores o de la lúcida aproximación de ensayistas como Mercedes Monmany en su libro Sin tiempo para el adiós.
¿Por qué María Zambrano no forma parte del debate intelectual? ¿Por qué no es tan conocida como Hannah Arendt o Simone Weil o Julia Kristeva? ¿Por qué no ha entrado en el canon filosófico y poético español? ¿De qué sirve el Premio Cervantes si no se utiliza para difundir y defender la obra de la premiada en institutos, universidades, bibliotecas, salas de conferencias…?
La perplejidad aumenta ante el relato de su vida. Zambrano formó parte del asombroso microcosmos creador que alumbró España en los años veinte y treinta del siglo pasado. Durante una breve época convivieron la generación del 98, la del 27 y la del 36, creando una inaudita cámara de resonancia literaria donde la voz de la pensadora dialogó con Ortega y Gasset, Machado, Unamuno, Valle-Inclán, García Lorca, Miguel Hernández, Cernuda, Neruda, Alberti, Aleixandre, Rosales…
Además de Zambrano, en los retratos en blanco y negro de aquella época aparecen otras mujeres: Concha Méndez, Rosa Chacel, Josefina de la Torre, Ernestina de Champourcin, Maruja Mallo, María Teresa León, Marga Gil Röesset… Todas ellas transgresoras y valientes. Todas ellas reducidas a aparecer en los libros académicos como excepciones al canon masculino que conforma el imaginario colectivo. Las mujeres habitan desde siempre un punto ciego de la historia.
Tras la derrota de la República, Zambrano huyó de España. Había desempeñado un papel clave en las Misiones Pedagógicas y en la defensa de la República como consejera de Propaganda y consejera nacional de la Infancia Evacuada. Tenía 35 años. “España sale de sí”, escribió. En el desarraigo, en ese salir de su ser, alumbró una obra única: Los sueños y el tiempo, Delirio y destino, La confesión: género literario, Claros del bosque… Durante 45 años vivió en Francia, México, Puerto Rico, Cuba, Italia, Suiza… “Gracias al destierro, conocimos la tierra”, escribió en su pieza de teatro La tumba de Antígona. No regresaría a España hasta 1984. Fue la última gran figura intelectual en volver del exilio, “esa patria sin fronteras y sin reino”.
Pero ¿volvió? El pasado mes de marzo, la víspera del Día Internacional de las Mujeres, los semblantes de María Zambrano, Frida Kahlo y Violeta Parra, que habían sido pintados en un mural en Gandía, aparecieron vandalizados con esvásticas y dianas pintadas en sus frentes. Sobre el de Zambrano escribieron con pintura roja: “PUTA FEMINAZI”. Lo único que aquellos bárbaros probablemente sabían sobre ella es que era mujer. Otra mujer.
Zambrano eligió como epitafio para su tumba un verso del Cantar de los cantares: “Levántate, amiga mía, y ven”. Sería un buen lema para preparar un Año Zambrano que la diese a conocer definitivamente. Ni María Zambrano es el mero nombre de una estación de tren ni su obra es letra muerta. No se trata sólo de reparar una injusticia, aún más llamativa por tratarse de una mujer, sino de acometer una tarea imprescindible. El pensamiento, la creación y la belleza son los nutrientes de un país.
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