César González, el ‘pibe chorro’ que vivió para contarlo: “Nunca pedí permiso. Ni para robar, ni para escribir”
El cineasta y escritor argentino narra en su primera novela una infancia truncada por el delito, la violencia y la prisión que, dice, refleja la que viven miles de niños aislados en los márgenes de su país
El 9 de julio de 2007 nevó por primera y única vez en un siglo en Buenos Aires. Lo recuerda cualquiera que tenga la edad suficiente para hacerlo, menos César González. En ese entonces tenía 17 años y cumplía el segundo de cinco años que pasó preso por un asalto que terminó en secuestro y marcó el fin de una infancia que nunca fue tal. Criado en una villa miseria del cordón urbano bonaerense, González robó por primera vez a los siete años, a los 12 ya era un ladrón reputado en su barrio que vestía ropa cara y cadenas brillantes, y a los 16 había recibido seis disparos. De los últimos, sobrevivió en un hospital público. Recluido en un instituto de menores, el 8 de julio de 2007, se peleó con otro interno y el psiquiatra a cargo lo medicó para calmarlo. Estuvo inconsciente tres días. Al despertar, sus compañeros le contaban que habían salido al patio a jugar con la nieve. Él no lo podía creer. Se había perdido la primera nevada desde 1918, pero ya empezaba a cultivar el resto de su vida.
Sobre cómo llegó hasta allí, César González (Buenos Aires, 34 años) escribió un libro de memorias publicado a finales del año pasado en Argentina. El niño resentido (Reservoir Books, 2023) ha sido un pequeño huracán editorial de este caótico verano argentino. Con el ritmo aceleradísimo de una vida que se cuenta de milagro, González narra en primera persona el despertar adulto que viven incontables niños criados en las periferias argentinas: la de los ladrones que se hacen adultos entre dinero fugaz, drogas y violencia, la de los pibes chorros. Cineasta que ha dirigido una decena de películas, esta es su primera novela y el quinto libro que publica después de tres poemarios y un libro de ensayos que escribió tras encontrarse con la literatura en prisión.
“Cuando me pegaron un tiro a los 16 años me lamentaba que no me hubieran matado. Era el final perfecto: morir en un tiroteo con la policía era la leyenda por la que había trabajado. No lo digo en joda, me quitaron el mármol”, afirma González. “En la cárcel entendí que no iba a robar más, que quería otra cosa y que iba a hacer todo lo que la sociedad no espera de un villero. Miré el menú y me pregunté: ¿qué es lo que menos admite la sociedad a un negro villero? Lo que más aterraba era la poesía y el cine. Empecé por escribir poesía”.
“¡Letras, máscara de mi herida! / Aliéntame esta tarde / que si no escribo soy piedra / y vuelvo a ser tan solo un expediente/”, se lee en uno de los poemas de su primer libro, La venganza del cordero atado (Continente, 2010), que publicó a los 21 años, apenas salió de prisión. En 2013 dirigió su primer largometraje, Diagnóstico Esperanza, en el que ya empezaba a mostrar, entre el neorrealismo italiano, el documentalismo y la nueva ola francesa, los rostros de una Argentina que nunca antes se había narrado con tanto detalle a sí misma. Lo hizo todo desde el barrio Carlos Gardel, en el oeste bonaerense, donde vive hasta hoy. Quedándose durante unos días en un departamento prestado que le permite algún silencio para trabajar en el centro de Buenos Aires, González conversa con EL PAÍS en una cafetería del elegante barrio de Recoleta.
Pregunta. “Me intimida la presencia de otros pibes que resucitan mi pasado”, escribe para abrir su último libro. ¿Qué significa?
Respuesta. Es mi vida. Por más que pasen los años y haya logrado esto de que en cierto circuito de la sociedad ya se me conozca y quizás se valore mi trabajo, no puedo dejar de pensar que yo fui ese pibe. Y la pregunta eterna de por qué yo quedé vivo y tantos otros no.
P. ¿Cuál es tu respuesta a eso?
R. No la tengo. Lo intento responder en el libro. Conozco muchos pibes que tuvieron heridas menores que las que he tenido yo y no sobrevivieron. Algunos mucho más inteligentes, lúcidos, y hasta carismáticos que no pasaron la barrera de los 18 años. Y, a la vez, me pone también siempre ante la responsabilidad de representarnos a la altura. De representar esa vida con la mayor de las bellezas posibles. Iba a decir dignidad, pero es una palabra que me parece que no le hace honor a lo que intento a expresar. Por eso digo belleza. Estar altura de la belleza compleja de la vida. La melancolía, las heridas, el dolor. Y no digo que tengo responsabilidad en un sentido moral. Siendo lo que soy por donde nací, por donde viví, por mi color de piel, por haber estado preso, por ser villero, soy parte de un colectivo que comparte ciertos axiomas identitarios.
P. ¿Cuánto de construcción externa hay en esa identidad?
R. Es toda externa. El relato sobre la vida en las villas, el relato o el sentido hecho lenguaje, hecho escritura, hecho imagen, nunca partió de la villa. Históricamente, los otros siempre nos dijeron quiénes somos, cómo deberíamos vestirnos, nuestros defectos y hasta nuestras virtudes, que siempre han sido la del que “se rompe el lomo trabajando”, la del que “nunca robó” o “prefirió morirse de hambre antes que robar”.
P. Cuando cuenta sus primeras excursiones infantiles fuera de su barrio, habla de que “la villa se mira para adentro” ¿Qué quiere decir?
R. El mundo empezaba y terminaba en el barrio. La única razón con el afuera es laboral o delictiva. El afuera es otro mundo, uno de otra especie, marciano, que tiene otro idioma. La villa era el universo entero. Para mí, la clase social sigue siendo lo prioritario para explicar el funcionamiento del mundo.
P. ¿Ir en contra de una narrativa impuesta es la responsabilidad que describe?
R. Exacto. Hace poco leí un libro de un alemán llamado Patrick Eiden-Offe, La poesía de la clase, que cuenta todo un movimiento que hubo entre la clase obrera emergente de los países europeos industrializados hacia el siglo XIX. Escribían literatura de todo tipo y que estaban borrados de la historia. Uno de esos obreros dice que hay que luchar en dos frentes contra la humillación de la sociedad: por un lado, en la vida real, contra las 12 horas de explotación diaria en las fábricas, contra el salario infantil y los abusos. Pero también había que luchar en el mundo de la representación. Es algo que yo siempre dije con otras palabras: es una batalla que hay que emprender. La subjetividad del pibe chorro le llega a la sociedad argentina desde un lugar muy uniforme. La lucha es por exigir el derecho a la complejidad, a la desmesura, a un montón de verbos y adjetivos que para nosotros nunca se presentan como posibilidad. También lo decía Eva Perón: “Nuestros obreros no solo están hambrientos de pan, sino de cultura”. No nos conformamos solo con llenarnos la panza. Hoy tenemos un presidente que defiende el “derecho” a morirse de hambre, pero ni el alma más fría podría estar en contra de que alguien se alimente. Pero, en cambio, de que un pobre esté a la misma altura en términos culturales, estéticos, intelectuales, o académicos, no. Eso despierta pasiones muy oscuras.
P. Argentina tiene en virtud haber democratizado cierto acceso a la cultura, ¿fue parte de su juventud?
R. En varios aspectos soy expresión de lo mejor de la sociedad argentina. Desde el hecho de que me salvaron la vida en un hospital público y que no hayan mirado que yo entraba herido de bala por ir a robar a otro. Tranquilamente podrían haberme dejado morir diciendo “este negro de mierda no sirve para nada, es uno menos” y no. Entré con paro cardiaco, me reanimaron, me operaron durante nueve horas y a la quinta se me volvió a parar el corazón. Tenía 16 años. Y después, en la cárcel, lo mismo: los profesores que trabajan en la cárcel son parte de la educación pública, son parte de una sensibilidad que late, por suerte, en un sector de nuestra sociedad. Y gracias a ellos fui encontrando libros, vi que había otra vida posible, pude aspirar a ser artista.
P. ¿Cómo se tomaron sus vecinos la publicación del libro?
R. Por suerte no somos todos fotocopias que pensamos lo mismo. La complejidad, la contradicción, es algo que no nos suelen adjudicar. Cuando debato y discuto con los vecinos de barrios populares a veces surge un “vos reivindicás a los pibes chorros”, parece que hago cierta apología, y me piden que me fije en el albañil, en el obrero, en el cartonero. Siempre lo he hecho. Pero nosotros somos la oveja negra de la clase obrera descuartizada a partir de los ochenta, el famoso lumpenproletariado. ¿Por qué me fijo fundamentalmente en esos pibes que generan las críticas de mis vecinos? Porque sigo vivo gracias a que alguien se fijó en mí y creyó que era algo más que un esperpento en una celda, condenado a morir ahí. O a salir y volver a entrar, a salir y que me den un balazo que sea el último.
P. No todos están de acuerdo…
R. Y lo celebro. A veces pienso en Carlos Tévez, en el Kun Agüero, ese tipo de ejemplos de personas que han salido de barrios a los que nadie los cuestiona. Tévez, siendo el egoísta derechoso que es, puede entrar a [su propio barrio] Fuerte Apache tranquilo y nadie dice nada. Yo salgo a caminar por mi barrio y a veces me dicen cosas. ¿Por qué? Porque no expreso el ejemplo de éxito en términos materiales, y en términos ideológicos tampoco me pongo del lado del poder.
P. Imagino que hay una distancia entre ser un futbolista que se vuelve multimillonario y un escritor.
R. Pibes que estuvieron presos y escribieron han existido siempre. Creo que yo pude romper la cuarta pared e instalarme con mi propio discurso. No puedo hablar por los demás, pero de repente veo a chicos jovencitos que viven una vida similar a la mía y dicen “Mirá el César, loco. ¿te acordás que lo cuetearon? Mirá el chabón ahora buscando pibitos para que aparezcan en sus películas”. A mí, profesores como Patricio Montesano, que daba un taller de magia en la cárcel y nos hablaba de cultura, de arte, de historia, me dio eso. Y tiene que ser algo que se replique, que se retroalimente. Muchos pibes tienen terror de contar su experiencia como pibes chorros, como chicos de la villa. ¿Por qué? Porque hay un filtro de la moral y de la época. Por ejemplo, pasa cuando sale algún preso en la televisión, lo primero que le preguntan es si está arrepentido. Es una pregunta retórica. Y sí, qué les vas a decir. Después va a directamente una orden: tienes que pedir perdón, pedí perdón. En 2010, en una de las primeras entrevistas que me hicieron, en una radio, me lo preguntaron. “¿Estás arrepentido?” Respondí si él le preguntaba lo mismo a políticos, empresarios, a toda la gente que iba a ese estudio, porque todos tenemos una faceta oscura. Le pregunté si le preguntaba lo mismo a todos, o solo al pobre que cometió un delito. Silencio. No fui con el mensaje de redención, de expiar pecados, y me prestaron atención. Pero obvio que estaba arrepentido de cometer un daño a otro. Por algo empecé a escribir. Me hacía sentir sentimientos mucho más amables que los que sentía ejerciendo la violencia.
P. ¿Cómo ve el momento político actual? Fue de las pocas personas que dijo abiertamente y desde temprano que Javier Milei podía llegar a la presidencia.
R. Sí, porque un Gobierno peronista estaba sacándole la comida de la mesa a los argentinos. El peronismo tiene el mito fundante de llevar a la clase obrera a irrumpir en la historia de este país para no irse nunca más y construyó su mitología a partir de la justicia social. Milei sería un fenómeno inexplicable si le hubiera ganado a un peronismo con pleno empleo y con la inflación controlada. El argentino históricamente vota con el bolsillo. Una sociedad no se vuelve fascista en cuatro años. No existe eso.
P. ¿Cree que hubo una incomprensión sobre todo lo que podría llegar a hacer Milei?
R. Antes de las elecciones hice una película llamada Al Borde, donde mucha gente de los sectores populares hablaba a favor de Milei. A mí me rompía el alma, pero tenían argumentos. Un chiquito cuenta que trabajaba 12 horas por día y no le alcanzaba mientras los políticos ganaban por estar sentados sin hacer nada. Toda la razón tenía. Mientras tanto, otros chicos de colegio privado que igual lo votaban se reían, decían que lo apoyaban porque era gracioso, porque les parecía cool. La derecha supo manipular el odio que con toda la razón siente la clase obrera frente a la pérdida de su estándar de vida. No atendió ese odio, lo supo manipular. Y el pueblo argentino es casi histérico. Un día ganamos el mundial y lo celebramos cantando por los pibes de Malvinas y al otro votamos presidente a uno que admira a Margaret Thatcher.
P. ¿Qué está pasando en Argentina?
R. Más que una lucha de clases, vemos una clase que se está peleando sola entre sí misma para no quedar en la historia con una imagen patética y bizarra. Si no fuera que nos están cagando de hambre, me reiría de este momento. Argentina tuvo presidentes como Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Julio Argentino Roca, que con sus contradicciones, con exterminios, construyeron monumentos, museos, escuelas. Desarrollaron un país que era una colonia. Juan Bautista Alberdi, un liberal al que tanto admira Milei, traducía a Rousseau. Juan B. Justo tradujo a Marx. A esa misma clase hoy la representan Mauricio Macri, que no sabe hablar de corrido, y un desquiciado como Milei.
P. Los circuitos culturales suelen ser endogámicos. ¿Cómo fue su irrupción?
R. Nunca pedí permiso. Ni para robar, ni para escribir, ni para hacer películas. Podemos hacer un lombrosismo de izquierdas… para ver cualquier foto de un festival de cine tenés que ponerte anteojos de sol para no quedar encandilado por la blancura. Eso es muy chocante en Argentina. No ponen ni siquiera un morocho para seguir esa corrección política de los premios Oscar, que han pasado de pintar blancos con corcho para las películas a premiar otras con actores negros antes de verlas. No sé si viste directores morenos en el Festival de Cine de Buenos Aires… salvo que vengan de otro país. Acá en el cine es mucho más perversa la desigualdad y la discriminación. En la literatura no, porque acá existió Roberto Arlt, Raúl González Tuñón, que hoy son material de estudio.
P. ¿Ha cambiado la manera en la que te percibe el mundillo cultural desde que comenzaste?
R. Llevo 14 años desde que salí de la cárcel. Se cumplieron el 15 de enero. Mis películas fueron hechas todas de una manera muy artesanal y solo una tuvo presupuesto. Habría que hacérsela al mundillo cultural. Algunos me quieren, para otros soy un lindo forúnculo que eclipsa sus planes. Se ha representado mucho a los sectores populares sin ser de ahí, y se los ha elogiado. Han ido a Cannes, Venecia, Berlín haciendo pornomiseria. Pero no se trata de nombres propios, se trata de cómo un sector mira a otro, y, primero y principal, quién tiene acceso a los medios de producción para crear.
P. ¿Cree que es necesario venir de un lugar para contarlo?
P. Ni una cosa ni la otra. No es una condición sine qua non, y tampoco haber vivido la peor de las desgracias te garantiza escribir un buen libro o hacer una buena película. A la inversa, puede haber un villero que filme una película que para mí sea nefasta o no comparta su ideología. Pero sí destaco el hecho de la realización, de que exista la justicia material en el acceso, que esas películas se hagan. Hay que equiparar la historia del acceso a los medios de producción. Debe haber unas 50 películas argentinas de los últimos 20 años que fueron hechas por gente de clase media alta tocando el tema de las villas. Ahora, deberían haber 50 películas de villeros, con los mismos presupuestos, contando lo que se les cante. Eso sería justicia real. Pero no va a pasar.
P. De niño su sueño era ser un delincuente conocido en su barrio ¿cuál tiene ahora?
R. Filmar una película con un presupuesto en serio. Escribí un guion hace tres años que sería mi primera película más tradicional. Ojalá la podamos filmar. Soy realista en mis sueños porque todo ya es bastante difícil.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.