‘Veintisiete noches’, la novela sobre la internación psiquiátrica de una millonaria argentina
La escritora Natalia Zito reconstruye el caso de una mujer de 88 años a la que mantuvieron casi un mes encerrada contra su voluntad por el cuestionado diagnóstico de un conocido neurólogo, hoy diputado
Una tarde de junio de 2005, seis enfermeros sacaron a la fuerza a una millonaria argentina de su casa y la internaron en un hospital psiquiátrico. ¿El motivo? Las hijas estaban preocupadas por el excéntrico comportamiento de su madre, de 88 años. La veían despilfarrar su fortuna junto a un hombre mucho más joven que solo la quería por interés, organizaba fiestas ruidosas y no atendía a los ruegos de familiares y vecinos por seguir las normas o un estilo de vida supuestamente acorde a su edad. Con un cuestionado diagnóstico de demencia frontemporal firmado por un conocido neurólogo, la mujer fue recluida en un hospital psiquiátrico y declarada insana por la Justicia. Con un pie en la ficción y otro en la realidad, la escritora Natalia Zito reconstruye en la novela Veintisiete noches (Galerna) un caso real: la internación de la escritora y artista plástica Natalia Kohen a pedido del médico Facundo Manes (hoy diputado nacional), el escándalo mediático que provocó y la disputa judicial en el seno de esta acaudalada familia de Buenos Aires. Kohen es Sarah Katz en la ficción; Manes, Orlando Narvaja.
— ¿No será un mito que los hijos tienen que querer a los padres?
Katz se hace esa pregunta cuando lleva diez días internada, medicada e incomunicada. Sólo sus hijas y el médico que la diagnosticó saben dónde está. Gracias a la ayuda de una mujer, consigue una tarjeta telefónica, la oculta en su ropa interior y después de estudiar los movimientos del personal se acerca a escondidas a la cabina telefónica. No llama a su amante, al hombre con el que en los últimos meses había hablado de casarse, o al menos lo niega. Él tampoco la busca. Llama, en cambio, a su amigo para contarle dónde está y pedir auxilio.
— Ayúdame, por favor, ayúdame.
Repite el pedido de ayuda todas las veces que puede hasta casi agotar el crédito de la tarjeta.
Con esa llamada comienza a agrietar la muralla que han levantado a su alrededor. Cuando la derriba, la espera el sistema judicial. A todos les planta batalla.
“Quién iba a decir que el tiempo iba a poner a prueba el diagnóstico de una manera tan atroz”, dice Zito en el consultorio de Buenos Aires donde combina sus dos profesiones, la escritura y el psicoanálisis. La demencia frontemporal es una enfermedad progresiva e irreversible, explica. En cuestión de pocos años se pierde todo contacto con la realidad y la capacidad de razonar. En cambio, cuando la escritora habló con la protagonista, ella había cumplido ya 99 años “y estaba fantástica”, asegura. Hoy tiene 104 años.
A la hora de convencer a una colega para que confirme su diagnóstico, el neurólogo hace hincapié en la desinhibición sexual de la protagonista. La escritora cree que las diferencias entre géneros posiblemente influyeron para posibilitar la internación y la posterior declaración de insanía. “Es una de las preguntas que me hago con el libro: ¿Qué habría pasado de haber sido varón? Creo que no habría sido como con ella. Un varón que está pasándola bien y está de fiesta, quizás alguna persona puede pensar que está desinhibido, pero no todos. Acá lo que pasó es que salió todo un sistema a responder y a permitir que ella fuese internada. No fueron sólo las hijas. Apareció un médico, una clínica, apareció todo un sistema”, subraya.
“No creo que pensasen que estaba loca y había que internarla, pero veían que ese novio que ella tenía probablemente estaba con ella por interés. El asunto es por qué tan rápido asumimos que ella no lo sabe. Quizás lo sabía y estaba dispuesta a pagar ese costo. Pero desde el lado de las hijas puedo entender el pensamiento de ‘¿Qué hacemos, dejamos que esto ocurra o tenemos que hacer algo?”, reflexiona.
Zito responde que cambió los nombres verdaderos por otros porque le interesaba la historia, no los protagonistas reales. En un país tan politizado como Argentina, tampoco quería que la novela fuese usada como arma contra Manes, absuelto por la justicia en este caso. La novelista cuenta que le atrajo también que era un caso previo a la nueva ley de salud mental, vigente desde 2010, que hizo mucho más difíciles los casos de internaciones involuntarias como el sufrido por la protagonista, y que le permitía reflejar a la clase alta, mucho menos explorada que las demás en la literatura argentina.
“Cuando empecé me hice la pregunta: ¿El dinero puede ser una fuente de sufrimiento?”, apunta como motor de una investigación de más de un año que la llevó a hablar con Katz/Kohen y con cerca de medio centenar de personas de su entorno para después construir la novela sobre sus versiones, a veces contradictorias. Lejos de hacer tambalear la veracidad, le dan mayor espesura.
Uno de los recuerdos que más varía según el interlocutor es el de las circunstancias en las que se la llevaron de la casa. El relato de Katz y algunos de sus amigos es que “miró con odio a todo el mundo, pero eso es todo lo que hizo antes de ir a buscar un saquito de piel y caminar junto con los enfermeros hacia el ascensor y luego la ambulancia que espera en la puerta”. La otra versión dice que dos de los enfermeros “la agarran por los brazos desde atrás, mientras otro sujeta las piernas ancianas, que no dejan de patalear. Entonces un tercero, que ya tenía listo el inyectable, logra aplicarlo en medio de un escándalo de gritos y forcejeos”.
La novela genera empatía con la protagonista, pero invita también al debate sobre el estilo de vida de la población anciana, su sexualidad y los cuidados que requiere. “Me interesaba poner una historia a disposición para poder pensar qué hacemos. Porque muchas veces los hijos dicen que van a hacer esto por el bien de él o por el bien de ella y hay que ver hasta qué punto se hace por ellos o por las necesidades de los hijos, porque también es difícil asistir a la vejez”, se cuestiona.
A partir de la publicación del libro, cuenta que recibió correos tanto de hijos que no sabían qué hacer con sus padres o que a raíz de la lectura se habían replanteado lo que querían hacer, y de adultos mayores a los que habían internado.
“La ley actual de salud mental lo que dice es que el paciente tiene que dar su consentimiento. En un caso como el de Sarah, en el que la paciente no estaba ni delirando ni alucinada ni en un estado fuera de la conciencia, ella tendría que haber dado su consentimiento. Sarah con la ley actual no podría haber sido internada”, afirma.
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