La universidad se mete a la cárcel en América Latina
Cientos de presos de Argentina, Colombia y Brasil se han sumado a programas de educación superior en prisión: “Un título no te hace mejor que nadie, pero te cambia la vida”, dice un exrecluso que se graduó de Derecho
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Diego Cepeda no sabía que quería ser abogado. Una tarde, mirando desde la venta del aula donde terminaba sus estudios secundarios en la cárcel de Devoto, la única prisión de máxima seguridad en la ciudad de Buenos Aires, vio a un grupo de reclusos jugando un partido de fútbol. El grupo entrenaba todos los días. “Quiero ir ahí”, se dijo. “Ahí” era el Centro Universitario Devoto —el CUD, como le dicen todos—, el primer programa de estudios superiores en una cárcel de Argentina, y el más grande.
Mientras cumplen sus penas, los reclusos pueden estudiar carreras de grado como Ciencias Económicas, Psicología, Filosofía y Letras, Sociología y Derecho, así como participar en talleres. Profesores de la Universidad de Buenos Aires dictan las clases, pero son los estudiantes quienes están a cargo del programa, y del espacio: lo organizan, limpian, cocinan y arman actividades con invitados “de afuera”.
Diego, quien ya había pasado por otras cárceles de Argentina, vio que el CUD le ofrecía una posibilidad de desarrollar nuevas herramientas para lo que venía después del encierro. Comenzó haciendo talleres de computación, estudió Ciencias Exactas y luego decidió pasarse a Derecho, en 2016. Se recibió en 2021, cuando en las cárceles de Argentina todavía regían las medidas de aislamiento de la pandemia. A los meses, fue liberado.
Recuperar la libertad es un proceso que muchas personas que experimentaron el encierro citan como complejo. Encontrar trabajo en medio de una profunda recesión económica como la que atraviesa Argentina es difícil en el mejor de los casos. Los antecedentes penales suman muchos escalones extra. “Veía que los chicos que salían con estudios se mantenían solos. Principalmente los abogados, porque la abogacía te permite ejercer independientemente. Esa era una estrategia, no tenías el problema de que un potencial trabajo te diera la espalda por el tema de los antecedentes”, le dice Cepeda a América Futura.
Para llegar al CUD hay que atravesar tres enormes puertas de rejas y dos detectores de metales. Pero una vez que se pasa la última, los agentes del servicio penitenciario quedan atrás. En ese punto, la cárcel se transforma en universidad. Cada facultad tiene sus aulas con mesas, sillas y pizarrón. Hay una sala principal donde se hacen las reuniones y eventos. Estudiantes y graduados de derecho coordinan una sala de asesoría donde privados de la libertad pueden hacer consultas sobre sus casos. Anuncios pegados en las paredes promocionan actividades e información sobre las carreras, junto a una nota escrita a mano por el Papa Francisco en 2023 en la que habla de la importancia de la educación y de prepararse para ayudar a otros. Al final del pasillo principal, hay un cartel con el nombre de las 50 personas que se graduaron desde que comenzó todo, cuando, en 1985, un grupo de reclusos y la Universidad de Buenos Aires gestionaron el proyecto y acondicionaron el lugar que estaba en ruinas.
El impacto del proyecto sobrepasa lo académico. Es lo que Ramiro Gual, investigador y profesor de derecho, y docente desde 2016 en Devoto, llama la “construcción de la ciudadanía”: el CUD como espacio donde los estudiantes son responsables de gestionar, organizar, votar a representantes y convivir. “Estos son estudiantes que han vivido muchas más cosas que los estudiantes de afuera”, dice.
El lugar está a un abismo de distancia del resto del complejo carcelario, donde 1.541 personas sobreviven la falta de espacio y malas condiciones edilicias, entre muchos otros problemas, según el informe más reciente de la Procuración Penitenciaria de la Nación. El complejo, que fue un centro de detención clandestina y tortura durante la última dictadura militar entre 1976 y 1983, está ubicado en una zona residencial de la ciudad, que el presidente Javier Milei sugirió vender por su alto valor para construir cárceles alejadas de la ciudad y privadas.
Pero para los estudiantes, el CUD es un oasis. “Hay eventos, entra gente de afuera con la que podés hablar, que trae nuevas ideas. Ahí se rompe la lógica del encierro, no deja de ser una cárcel, pero es diferente. Te saca de la realidad del día a día. Para mí era un cable a tierra”, dice Cepeda.
Cuando empezó a estudiar, Diego vivía en uno de los pabellones más violentos del complejo. Su único objetivo era sobrevivir. “Era complicado combinar los dos mundos: la supervivencia y el estudio, pero yo les fui sirviendo a los pibes del pabellón porque llevaba noticias, información sobre sus casos. En el CUD podía consultar el Código Penal, hacer preguntas sobre sus casos, les servía como asesor”, explica.
Otros caminos
La educación superior en prisiones está en expansión en América Latina, a contramano de discursos de mano dura y más encierro. Estos abordajes de justicia restaurativa incluyen modelos de educación a distancia, como en Colombia, y de presencialidad como en Argentina – donde más de la mitad de las universidades del país tiene programas en cárceles-- y más recientemente en Brasil.
Allí, a pesar de ser un derecho, pocas personas privadas de su libertad tienen acceso a la educación en la práctica. Las universidades que ofrecen opciones tienen becas limitadas que se acaban cuando la persona recupera la libertad.
Inspirada por el modelo de Argentina, Karina Biondi antropóloga y profesora de la Universidad Estatal de Maranhão, en el norte de Brasil, quiso cambiar esto. Desarrolló la primera carrera de grado para mujeres privadas de su libertad en Brasil. El proyecto acompañará a 50 mujeres a cursar la carrera de trabajo social de manera presencial en la cárcel y terminarla cuando recuperen su libertad.
“Las cárceles en Brasil son muy cerradas. Al no tener acceso a otras personas, a otras ideas, el mundo se torna muy pequeño y muy limitado y esto produce más violencia”, explica Biondi, quien desde hace 20 años trabaja sobre contextos de encierro.
“La educación rompe la lógica del crimen y el vínculo de las personas con la criminalidad. La idea es que puedan salir con recursos que les ayuden a generar oportunidades laborales y de proyectos que puedan beneficiar a la comunidad. Mostrar que hay otros caminos posibles”, añade.
Hablar el mismo idioma
Diego, que hoy es parte del Global Scholars Network de Incarceration Nations, una red internacional de profesionales que cursaron sus estudios en cárceles, dice que acceder a la educación superior marca una enorme diferencia en cuanto a la experiencia del encierro.
Al estudiar abogacía, pudo gestionar mejor su propio proceso legal y ayudar a otros privados de la libertad en reclamos individuales y colectivos. Hoy sus clientes, que incluyen personas actualmente alojadas en Devoto, lo eligen porque entiende, desde la experiencia, lo que necesitan.
Unos 185 alumnos están actualmente estudiando en el CUD, según el último registro, que se hizo en noviembre para las elecciones del centro de estudiantes. Más de 800 cursan otro tipo de estudios en Devoto. El CUD no tiene un límite de alumnos. El único requisito es haber terminado los estudios secundarios. Paradójicamente, la demanda no abruma la capacidad del lugar. El compromiso y la dinámica del lugar no es para todos.
Ese no es el único desafío. Los programas universitarios que dependen de la Universidad de Buenos Aires no tienen sus propios presupuestos. Su financiamiento depende de lo que cada facultad le dedique, y en una enorme parte, del compromiso personal de profesores.
Una pugna por el presupuesto de la educación pública está poniendo presión sobre este tipo de programas. Los presupuestos para la educación, incluyendo la educación superior, no han logrado empatar con la alta inflación ni con las necesidades estructurales de las facultades.
Gual dice que los recortes a los presupuestos universitarios están afectando a los programas. “Las actividades extra van a sufrir, sin duda. Ahí se va a ver el impacto de los recortes. Si las universidades no quieren sostener con el mismo grado estos programas, va a ser difícil tener apoyo popular, conseguir empatía”, explica el investigador.
“Donde va a haber un impacto grande es en las condiciones de vida de las cárceles”, añade. “Y si las condiciones de vida en las cárceles empeoran, ¿quién va a estar en condiciones de proyectar en su futuro hacer la secundaria, terminarla y entrar en un programa universitario?”.
Las preguntas sobre el futuro son una constante en las conversaciones entre profesores, alumnos y liberados. Ramiro dice que, a pesar de todo, eligen seguir, continuar construyendo.
La crisis también afecta a los que se recibieron. Diego, por ejemplo, ya tiene clientes, pero encontrar trabajo no siempre es fácil. “La experiencia en la cárcel, y en el después, es abismalmente diferente entre quienes tienen acceso al estudio y los que no. Un título no te hace más o mejor que nadie, pero te cambia la vida”, dice, mientras se prepara para volver a Devoto a visitar a sus representados.
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