De las playas de Venezuela a restaurantes y mercados: huertos marinos para alimentar a un país en crisis
El biólogo Octavio Teruel promueve el consumo de plantas halófitas de manglares y playas como superalimentos y una alternativa frente al cambio climático
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A pie de playa, en las costas venezolanas, crecen los que pueden ser los alimentos del futuro, aunque pocos los miren con intenciones de ponerlos en un plato. Son las plantas halófitas tropicales, que se adaptaron a vivir en ambientes de alta salinidad, entre los manglares y la arena, en los desiertos costeros. El biólogo marino Octavio Teruel se ha empeñado en promoverlas en un país que atraviesa una crisis humanitaria que disparó las cifras de desnutrición infantil. Por eso, él ha visto en ellas una oportunidad de desarrollar una economía azul de huertos marinos y agricultura biosalina.
En una de tantas iniciativas que leudaron en la pandemia con el país confinado, en las costas de la Isla de Margarita, en el oriente, y al occidente, en Paraguaná, Teruel comenzó a recoger algunas de estas plantas a las que ya no llama por sus nombres científicos, sino que ha bautizado con nombres que invitan a la gente a incluirlas en una receta. Tres años después, aceitunas, espárragos, romeros y habas de mar han comenzado a aparecer en algunos supermercados caraqueños en pequeños envases y una red de cocineros venezolanos a los que ha entusiasmado intenta acercarlos al público.
“Las plantas halófitas son totalmente desconocidas en el mundo occidental e incluso en el mundo asiático, donde solo suelen aprovechar las algas”, explica Teruel. “Se dan cerca de la orilla y viven del agua de mar que les entra por las raíces y del rocío marino. La manera en la que logran aprovechar el agua les da unas propiedades distintas al resto de las plantas por sus altos contenidos de minerales y vitaminas, antioxidantes, algo que se ha estudiado ya desde hace décadas, pero es un conocimiento que se ha quedado ahí”. El biólogo venezolano también las ha estudiado, comido y presentado en cocinas de Caracas y Margarita.
La chef Pilar Cabrera es una de las primeras que empezó a usarlas en su restaurante Casa Mejillón, en la Isla de Margarita. “Todas esas plantas se ven en las playas, pero no en los platos”, dice la cocinera, que también suele hacer rodadas con ciclistas, entre quienes había escuchado el consejo de comer alguna de esas hojas en momentos de deshidratación. Ahora las ha llevado a un carpaccio doble de pescado y molusco en forma de pesto, también en tapenade y en encurtidos para aderezar la salsa tártara.
Al paladar saben astringentes, salados y ligeramente ácidos, pero pueden ser frescos como un bocado de mar y a la vez crujientes. Es un sabor que perdura en la boca el de las aceitunas y los espárragos blanqueados durante un minuto en agua caliente y luego mezclados en una modesta tortilla de huevo. Pero Teruel lo explica mejor y dice que saben umami, el quinto sabor básico descubierto a principios del siglo XX por un japonés, y trae como referencia al reconocido cocinero español Ángel León del restaurante Aponiente —ubicado en Cádiz, con cuatro estrellas Michelin—, a quien llaman “el chef del mar”, pues es capaz de hacer queso con las huevas de leche del atún rojo. El año pasado, incorporó a sus aperitivos las aceitunas de mar que el biólogo le presentó a su equipo durante una visita a Venezuela.
En Sereno, el restaurante que hace unos meses abrió en Caracas la chef Mónica Sahmkow, hay un plato que rinde homenaje a esa aceituna. El vegetal figura en esencia para una vinagreta con agua de tomate y lactofermentada en trozos junto con yema de huevo curada sobre un atún curado en la sal de las aceitunas. “Esto es una bomba de puro umami, donde terminas de entender ese sabor”, dice la cocinera mientras prepara el que considera uno de sus platos favoritos. En su cocina también se usa la sal de salicornia que Teruel extrae de su deshidratación para espolvorear las papas fritas.
Más allá de la cocina oriental, Sahmkow las conoció estudiando al norte de Francia, donde usan algunos tipos de algas marinas y los corderos pastan en praderas saladas de salicornias. “La mezcla de la proteína animal con estos sabores me llamó atención. Así como el uso de la sal, que no tiene las cosas negativas de la sal marina”, comenta. Luego las probó en Margarita en el restaurante de Cabrera. Ya en su cocina, se dio cuenta además de que la esencia de aceituna “es un sabor vivo, que va evolucionando”. Los primeros días está muy fresco y sabe a mar, luego muta hacia el sabor de la aceituna verde del guiso de las hallacas venezolanas e incluso puede llegar a remitir al olor del tabaco, explica maravillada. “Son estupendos para generar picos de sabores, que es lo que buscamos los cocineros”. Por eso, parte de su gremio empieza a volcarse a este producto local.
En España e Inglaterra, dice Teruel, es donde más se ha impulsado el consumo de los vegetales marinos, en particular los espárragos o salicornia europea, los más comunes en esas costas. Teruel vislumbra lo que podría ocurrir si entran en la dieta regular como un tomate o un calabacín: “En Europa ha comenzado la discusión sobre las halófitas en el área gastronómica, importante para que la gente comience a sentir confianza y sepa que son buenas y que se pueden comer. En una segunda etapa, esto debería pasar a los anaqueles, a medida que se masifique a través de la agricultura biosalina, que es una agricultura interesantísima porque no requiere agua dulce ni tierras fértiles, ni fertilizantes, ni pesticidas”.
El biólogo se ha dedicado a recopilar algunas de las propiedades nutricionales que se han encontrado en investigaciones en todo el mundo con estas plantas. Entre los datos destaca, por ejemplo, que pueden tener un 30% más de fibra que la avena. A diferencia de los vegetales terrestres, son una fuente importante de yodo, y algunas pueden tener más vitamina A, betacaroteno y hierro que la espinaca de Popeye o el brócoli. Algunas especies son ricas en proteínas. En general, son considerados superalimentos y también un recurso clave cuando se habla de sostenibilidad.
Por ello, con el cambio climático y la catástrofe alimentaria que podría significar el aumento del nivel del mar y el incremento de las sequías, Teruel encuentra una urgencia para comenzar a pensar en la comida del futuro. La agricultura biosalina, dice, ofrece la posibilidad de cultivar sacando provecho del agua salada y las tierras poco fértiles, y también, insiste, podría ser una nueva fuente de ingresos para las vulnerables comunidades costeras. Solo en Venezuela, son más de 3.700 kilómetros de tierras frente al mar, donde también están los pueblos más empobrecidos. “Es una oportunidad frente al cambio climático poder desarrollar una agricultura en ambientes extremos”, sostiene Teruel. “De cara al futuro, uno de los cambios que debe producirse en el mundo es en la alimentación. Debemos comer más cosas, pues parte de las causas de la diabetes y la hipertensión están en la poca variabilidad de los alimentos que consumimos. Hay enormes posibilidades si nos acercamos a las plantas que tenemos alrededor”.
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