Del pelo de las esclavas a los frascos de las campesinas: la misión para proteger las semillas criollas
Estas pepitas, resguardadas por comunidades del sur de Brasil, son más resistentes al cambio climático que las transgénicas e híbridas y se adaptan a diferentes ambientes sin agroquímicos
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Doña Osvaldina da Costa Carneiro es una campesina de la quilombola de Teixeiras, una comunidad de exesclavos en el sur de Brasil que produce y protege semillas criollas. Estas pepitas autóctonas son milenarias y únicas por sus condiciones agroecológicas y su diversidad genética. Si bien a sus 70 años, doña Osvaldina atesora solo las de la cebolla y del maíz blanco, hay todo tipo de variedades, tanto de hortalizas, como de frutos y granos. Hay semillas criollas de zapallos, zanahorias, sandías, papas, maíces, tomates, lentejas, arroces y frijoles, esta última la base del plato diario de todo brasileño.
Cuando el 1 de enero Luiz Inácio Lula da Silva asumió su tercer mandato, destacó en el Congreso el impulso que su Gobierno dará a la agricultura familiar y al medio ambiente: “Vamos a iniciar la transición energética y ecológica hacia una agricultura y minería sustentables, una agricultura familiar más fuerte y una industria más verde”. A través del ministerio de Desarrollo Agrario y Agricultura Familiar, el mandatario quiere renovar la promoción de una política agrícola, de asistencia técnica, cooperativismo y demás acciones destinadas a la agricultura familiar y sus alimentos. “Nuestra propuesta es comida abundante y de calidad en las mesas de los brasileños. Sin comida no hay democracia”, dijo el ministro del ramo, Paulo Teixeira cuando asumió el cargo.
En el quilombo de Teixeiras, donde doña Osvaldina vive con sus tres hijos y nietos, hay otras 95 familias que producen y plantan otras variedades para el consumo propio e intercambio entre vecinos. Es un área rural del municipio de Mostardas de 14.000 habitantes en el Estado de Rio Grande do Sul, donde la cebolla fue la hortaliza estrella hasta la década de los 90. Hoy la primacía absoluta de la región es de la soja y el arroz a gran escala. “Si un día no me ocupo de las semillas y huerta, me siento mal. Mañana, tarde y noche voy a mirarlas, regarlas, trasplantarlas”, cuenta la campesina con un tono de orgullo. Se levanta a las cinco de la mañana y antes de desayunar recorre cada uno de sus plantíos.
Las semillas criollas —también llamadas locales— son como una población humana que se aísla en un lugar. Se fortalecen y crecen. Son algo muy parecido a la subsistencia de las poblaciones quilombolas, cuyos ancestros resistieron al trabajo forzado en la época colonial e imperial y que hoy viven en comunidad, como doña Osvaldina. Ellos, al igual que los indígenas y las familias de pequeños agricultores, trabajan por conservarlas.
A diferencia de las transgénicas e híbridas que tienden a la homogeneidad de cultivos y dependen de tecnologías para subsistir, las semillas criollas se reproducen y adaptan a los ambientes sin necesidad de agroquímicos. Responden al cambio climático casi solas. O, mejor, gracias a una confluencia de factores: su composición genética les ofrece estrategias de resistencia natural y el campesino que las cuida se convierte en el guardián de su biodiversidad para adaptarlas al agroecosistema y sus componentes: suelo, agua y microorganismos.
“Una variedad de semillas criollas presentan diferentes tamaños, colores y formas. Son como los humanos: hay personas bajas, altas, morenas, rubias, o sea, no son homogéneas como sí lo son las convencionales de identidad genética y comportamiento idéntico, aptas para grandes cultivos y comercio”, explica Bevilaqua el investigador de Embrapa.
La legislación que reglamenta las semillas en Brasil no atiende las necesidades de conservación de las criollas. “Según nuestra ley, estas pueden ser reproducidas, guardadas, comercializadas e intercambiadas solamente en comunidades tradicionales, quilombolas, pueblos indígenas y asentamientos de la reforma agraria, pero no a gran escala”, explica Marina Tauil, investigadora vinculada a la Universidad Federal de Paraná. “Quedan al margen del modelo agrícola convencional”.
Por eso, se mantienen “aquilombadas”, resistiendo en circuitos cerrados de producción e intercambio comunitario y de organizaciones que actúan colectivamente para protegerlas. “Nunca las vendería. Crecí con mis abuelos, cuidándolas en casa”, dice Márcio da Costa Carneiro, hijo de doña Osvaldina. La familia guarda estas semillas tradicionales y también trabajan con las convencionales. Las primeras se reproducen con las costumbres ancestrales y en tierras que se mantienen a una distancia considerable de los terrenos en que plantan las otras para evitar la contaminación y alteración genética.
“Las semillas criollas van a contra corriente del agronegocio”, afirma Josuan Sturbelle, ingeniero agrónomo y agricultor, vinculado a la cooperativa Cooperfumos, también del estado de Rio Grande do Sul, al sur de Brasil. Los bajos costos de la producción de estas, más la capacidad de adaptabilidad y la intensidad de su sabor se contraponen a una menor productividad. Una producción de maíz de semilla criolla produce menos que el de la híbrida y transgénica. Pero en el caso del feijão (frijol), las cantidades de uno y otro no presentan tantas diferencias. “El guardián y productor no tiene que comprar las pipas porque ya las tiene, eso abarata costos y también precisa de menos insumos externos para producirlas. Promueve así la autonomía y seguridad alimentaria de familias campesinas y pequeños mercados locales”, concluye el experto.
Las mujeres son fundamentales para su preservación y cultivo. Como doña Osvaldina, ellas las atesoran durante tres y cuatro generaciones en paños húmedos y frascos. Y, más recientemente, en neveras. “Si no fuera por ellas, no existiría diversidad de estas pipas en el mundo”, dice Felipe Huff, agrónomo y agricultor familiar gaucho que administra 300 frascos de semillas autóctonas en Casa Gaia junto al Núcleo de Estudios en Agroecología (NEA) en Paraíso do Sul, a 226 kilómetros de Porto Alegre, la capital del Estado.
Historiadores y guardianes de semillas de la región cuentan que las criollas de feijão miúdo (una alubia blanca) llegaron de África, escondidas en los cabellos de las mujeres esclavas y por eso conservan una identidad y una riqueza genética enormes. La práctica de su producción está impregnada de conocimientos ancestrales y culturales. Por ejemplo, según las tradiciones, se reserva el cultivo del ajo y la cebolla para Semana Santa mientras que el melón solo se trabaja en noviembre, próximo a la conmemoración del Día de Muertos. “La agricultura es un sentimiento que relaciona personas con la naturaleza, con experimentos de cruce de plantas, pero de manera artesanal, de conocimientos culturales y fases de la luna. Eso también es ciencia y técnica”, reflexiona Huff.
En épocas de bonanza, de 500 gramos de semillas criollas, doña Osvaldina obtenía 2.000 kilos de cebolla por año. La vendían por 0,02 centavos de dólar a intermediarios que las ofrecían en supermercados a 0,80. “Paramos de producirlas porque era mucho trabajo para tan poco retorno. Y diversificamos la producción con arroz, pero de semillas híbridas para poder comercializarlas mejor”, explica Magda Carneiro Vieira, hija de la agricultora. En la región sur del Brasil (los Estados de Rio Grande do Sul, Santa Catarina y Paraná) hoy existen seis asociaciones y 350 guardianes de estas semillas autóctonas.
Doña Osvaldina sigue produciendo semillas criollas de cebolla y maíz blanco solo para consumo familiar. El terreno ocupa un cuarto de hectárea en el fondo de la casa. Con entusiasmo, cuenta el proceso de producción: “Para obtener las de cebolla, le corto la cabeza de arriba a una de ellas, la semi entierro, dejando al aire una partecita. A los tres meses recojo los bulbos y ahí están”, explica. Para sacarles la cáscara que las recubre, la mujer sacude un colador gigante de agujeritos milimétricos al aire libre y así se desprenden. Para esta tarea cuenta con la ayuda de sus dos nietos. En el mes de abril del año siguiente, las replantará para obtener las cebollas.
En esta sociedad en constante transformación, es común sufrir el asedio de productos químicos y agrotóxicos. “Mantenerse al margen, es preservar alimentos ricos nutricionalmente debido a su variabilidad genética y composición química”, explica Miqueli Sturbelle, integrante del Movimiento de Pequeños Agricultores de Rio Grande do Sul.
En este sentido, el apoyo del Estado resulta fundamental para que pequeños agricultores y campesinos las cultiven y conserven. “En los años del Gobierno de Bolsonaro no hubo recursos ejecutados para llevar adelante los programas para adquisición de alimentos de agricultura familiar y derivados”, agrega el investigador Bevilaqua.
La mirada está en el futuro pero también en rescatar este trabajo y producción de comunidades quilombolas, indígenas, campesinas, pequeños agricultores y cooperativas. “La agroecología y producción orgánica pueden sustentar al mundo”, dice convencido Miqueli Sturbelle, de la cooperativa Cooperfumos. “Para eso es necesaria una gran transformación de la sociedad y de los patrones de consumo. La solución es pensar en una agricultura más sustentable con inversiones públicas e investigación. Usar menos fertilizantes químicos es un inicio para un cambio del sistema de producción global, ¿quién está dispuesto a comenzar?”.
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