Una plaga de ruido azota a Bogotá
La mitad de la ciudad soporta un alto impacto sonoro y otra cuarta parte enfrenta condiciones críticas, según una reciente investigación
El ruido político no es el único que satura a los hogares de la capital de Colombia. Los niveles máximos permitidos se exceden en la mayor parte de Bogotá, sin importar la hora: vehículos pesados transitando por las avenidas, pitos de carros atrapados en los trancones, música de bares. Durante el día, el 80% de la ciudad sobrepasa los 65 decibeles permitidos en zonas residenciales, mientras que en la noche la situación empeora: menos del 1% cumple con el máximo de 55 decibeles, advierte el sociólogo Andruss Mateo Ávila Silva, especialista en análisis espacial de la Universidad Nacional. Una reciente investigación suya muestra que el ruido afecta, principalmente, a las localidades más vulnerables del sur y suroccidente de la ciudad, e impacta menos en zonas acomodadas como Chapinero alto o Usaquén, en el nororiente. “El silencio puede considerarse un lujo. Debería entenderse como un derecho, pero quien quiera vivir lejos del ruido tiene que tener recursos”, afirma el experto.
En su estudio, Ávila integra datos de las estaciones de monitoreo de la Secretaría Distrital de Ambiente con información sobre el acceso a refugios sonoros, como bibliotecas públicas o parques de más de una hectárea. Pero apenas 3 de cada 10 ciudadanos encuentran uno de esos lugares a un kilómetro o menos de su vivienda. El cruce de esos resultados con los índices de pobreza multidimensional, la densidad poblacional y la diversidad en el uso del suelo, refleja cómo el ruido recae en las zonas más pobres, en localidades como Bosa, Kennedy, Rafael Uribe Uribe y Ciudad Bolívar. “El ruido es constante. Por los pitos, los bomberos, las ambulancias, es por todo lado”, asegura Rodrigo Mayorga, habitante del barrio El Recreo de Bosa, donde los niveles en áreas residenciales superan aquellos permitidos para zonas industriales o de espectáculos nocturnos.
Mayorga trabaja como vendedor en el parque El Tunal, en la localidad vecina de Tunjuelito. Es un lugar relativamente apacible, un oasis en un área convulsa, donde se entrecruzan grandes vías como las avenidas Caracas y Boyacá. Las arterias, opina el comerciante, son las que más causan contaminación auditiva. “Afectan mucho el oído porque son las 24 horas. Uno termina acostumbrándose, así no quiera”, se resigna. Se trata de un fenómeno difícil de controlar, reconoce Daniel Ricardo Páez, director de control ambiental del Distrito. “La normativa no considera estándares sobre el límite máximo permitido en las vías públicas”, explica.

El académico e investigador añade que quienes más soportan el ruido sufren una exposición permanente. “No es por una dinámica precisa, como una construcción, sino que su vida gira en torno a un lugar ruidoso. Y cada vez es más difícil salir de esos lugares”, subraya.
El problema no es solo la red vial de una ciudad donde se realizan más de 8 millones de viajes diarios en vehículos de todo tipo. Los eventos o aglomeraciones también se han convertido en un dolor de cabeza que no presenta señales de cura. Roxana Sarmiento vive con su esposo y su hijo de 14 años en el barrio El Salitre, muy cerca a donde hace dos meses abrió sus puertas el escenario ‘Vive Claro’ con capacidad para 40.000 espectadores – mayor que la del estadio El Campín – en predios del parque Simón Bolívar, el más grande del área urbana de Bogotá. “Hace parte de la estructura ecológica que tiene unos usos restringidos. No entendemos cómo las entidades no han puesto una sanción, ni han dado una solución contundente”, se queja Sarmiento. Argumenta que se están violando normas ambientales y de convivencia. “Hemos tenido mediciones de más de 80, 100 decibeles. Hay casas, edificios residenciales, hogares geriátricos y un hospital a 30 metros”, enfatiza. Mientras los vecinos protestan, el espacio ha albergado conciertos de artistas como Green Day, Imagine Dragons y Linkin Park. Este sábado, Shakira cierra allí su gira por su país natal.
“No respeta estrato”
Talía Osorio, una antropóloga de 44 años, vivía en un exclusivo barrio de Bogotá. Decidió mudarse con su familia por el sonido que emitían los extractores de un restaurante-bar contiguo. “Sonaba como si tuvieras un aeropuerto al lado”, describe. El establecimiento colindaba con la habitación de sus dos bebés de pocos meses. “El desplazamiento por ruido empieza a ocurrir dentro de la vivienda, hasta que terminamos hacinados en un solo cuarto”, recuerda. Aunque interpuso un sinnúmero de quejas, no hubo quién la defendiera.
Ahora lidera “Activos x el ruido”, un movimiento que denuncia casos de personas que se declaran víctimas del ruido. “El ruido no tiene partido político ni estrato; enferma, desplaza y mata. Somos víctimas por la falta de voluntad política. El ruido reina porque muchos de los ruidosos son comercios que generan plata”, señala. Según derechos de petición que ese grupo expuso en una audiencia pública ante el Concejo Distrital, pese a que el ruido es una de las principales causas de conflictos entre vecinos, menos del 1% de las casi 1.000 llamadas diarias que recibe la línea de atención de emergencias terminan en sanciones, así como menos del 5% de las quejas que llegan a las alcaldías locales. “Es una inatención masiva. El Estado genera políticas sobre el uso del suelo, pero sin regulación real. Cuando la gente denuncia, la dilación, negligencia y corrupción son tan altas que la gente es víctima de un desplazamiento generado por las mismas autoridades”, reclama.

Parte del problema, considera Osorio, es el uso mixto del suelo que ha permitido abrir establecimientos en zonas residenciales. “A veces se registra como un problema de percepción y no, es un problema de salud muy serio. Mis defensas se bajaron por el estrés tan terrible, no puedes dormir, estar ni pensar. Es una tortura”, dice.
Páez, el director de control ambiental, explica que la ley contra el ruido que se aprobó en marzo de este año permite imponer medidas preventivas sin necesidad de hacer mediciones de decibeles. “Hemos coordinado con autoridades locales y de Policía para suspender las actividades cuando no hay sistemas de control. Por ejemplo, si un bar no tiene barreras de sonido o tiene amplificadores hacia la vía pública”, precisa. Sin embargo, las sanciones definitivas como cierres pueden tomar meses, incluso años. “El control ambiental no busca que no haya entretenimiento nocturno, sino que se haga de manera respetuosa”, remarca el funcionario.
El silencio no debería depender de la posición social o del lugar que se habita, concluye Ávila, el académico. “Debemos darle importancia al silencio. Eso parte de la planeación urbana y los controles efectivos”, declara. “Al final, de lo que estamos hablando es del derecho a la dignidad”, puntualiza Osorio.
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