Presidente, ¡no está solo!
Es necesario recordarle al presidente que no está solo: que no gobierna sólo para quienes votaron por él o por los partidos del Pacto Histórico, sino para todos los colombianos
Las elecciones regionales del 29 de octubre añadieron a la vieja discusión sobre el apoyo a una u otra tendencia política una variable adicional: mientras parte de la población y algunos analistas ―entre los que me cuento― consideran que los resultados reflejan el grado de satisfacción o de disgusto con el Gobierno de Gustavo Petro un año después de su llegada al poder ―con un 60% de desaprobación, según Invamer―, sus posibilidades de contar o no con aliados en las regiones, la naturaleza de sus opositores y las dificultades que podrían acarrearle para implementar su plan de Gobierno en lo que le queda de mandato; el propio presidente, sus seguidores y otros analistas consideran que no es así.
El argumento más llamativo, por simplista, es que las elecciones regionales se rigen por dinámicas propias, distintas de las de las elecciones presidenciales. A eso atribuyen el triunfo, en las grandes capitales y otras ciudades, de las maquinarias, los clanes, los partidos y los herederos políticos de siempre, algunos de ellos involucrados en graves casos de corrupción. Pero, si ese argumento fuera el único y totalmente cierto, sería inútil que durante la campaña presidencial los candidatos — Petro incluido — fueran a las regiones a buscar votos y estuvieran dispuestos a aliarse con esas mismas maquinarias, clanes, partidos y herederos políticos con tal de ganar, a despecho de los ideales que dicen defender, prometiéndoles un trozo del pastel para poder gobernar.
Los políticos de todas las tendencias han establecido con las regiones una relación oportunista e hipócrita: les interesan sus votos, pero se desentienden de ellas cuando gobiernan tanto desde Bogotá como desde los demás centros urbanos donde toman decisiones que les impactan, pero de espaldas a ellas. Siempre las han mirado con desdén y paternalismo, con superioridad, sin entender que lo que pasa allí tiene un efecto dominó sobre el resto del país y que no puede dejar de ser así por una sencilla razón: ellas también son el país. El discurso sobre las regiones ―así, en abstracto, como si tampoco tuvieran particularidades― como zonas que sólo se entienden por sus “dinámicas propias”, y aceptarlo como una realidad inobjetable e inamovible, contribuye a afianzar el centralismo.
Es en las regiones donde ocurrió y sigue ocurriendo el conflicto y los actores armados ejercen autoridad, debido a la ausencia del Estado. De allí procede el mayor número de sus nueve millones víctimas. Es donde asesinan a los líderes sociales, a los defensores de derechos humanos y a los firmantes del Acuerdo de Paz. Son el hogar de la mayoría de personas que vive en la pobreza. Es en las regiones donde más amenazan y asesinan periodistas anónimos que denuncian la corrupción de quienes gobiernan, sus vínculos con las mafias, con los actores armados, y las violaciones a los derechos humanos. Es donde se asientan y campean a sus anchas las castas políticas prometiendo el mismo cambio de siempre, que nunca llega, complacidas de que el resto del país se desentienda con el argumento de las “dinámicas propias”. Es en las regiones donde ocurren la paz o la guerra, el desarrollo o la miseria. Sus habitantes necesitan más atención y, sin embargo, son quienes menos la reciben. El desinterés por las elecciones regionales refleja el desinterés de Colombia por cualquier territorio que no sea sus grandes capitales. Es una especie de estratificación política de los ciudadanos: los de primera y los de segunda clase.
La autocrítica en el análisis de los resultados y sus implicaciones en la gobernabilidad del presidente ―que el propio Petro no ha hecho, y seguramente tampoco hará― la hicieron dos de sus más notables respaldos: el excandidato a la Alcaldía de Bogotá, Gustavo Bolívar, y el presidente del Partido Comunes ―surgido del Acuerdo de Paz con las extintas FARC―, Rodrigo Londoño. Parecen ser, de momento, los únicos en haber entendido que la propuesta de cambio del Pacto Histórico, la coalición de Gobierno, no está calando, que los colombianos no la ven o no están de acuerdo con ella, y lo demostraron votando en contra o por viejos conocidos. No necesariamente porque les parezcan mejores, sino porque ya saben qué esperar de ellos: son una salida a la incertidumbre. Los resultados también evidencian el fracaso de las alianzas oportunistas, aunque Petro se niegue a aceptarlo.
El inédito ascenso del voto en blanco, eterno ignorado, satanizado e incomprendido en la democracia colombiana, también debería ser objeto de un análisis serio. El voto en blanco es tan válido como cualquier otro; es un voto de inconformidad con el que se expresa el desacuerdo con cualquiera de las opciones disponibles. Quien vota en blanco no es indiferente, al contrario: es alguien que se preocupa y quiere sentar una posición, por eso no se abstiene. No es un voto de tibieza o de medianía. Parecen, por fin, haberlo entendido muchos que ahora lo defendieron, aunque atacaron con ferocidad a quienes optaron por él en las presidenciales. Resulta curioso que a la hora de elegir presidente la tendencia en Colombia sea radicalizar la polarización. Esto evidencia la fractura entre el centro y la periferia, y refuerza el discurso centralista bajo cuya perspectiva es más importante elegir al huésped de la Casa de Nariño que a las autoridades locales, como si no hubiera relación entre ellos, como si no gobernaran el mismo país y tuvieran que articularse.
La intolerancia hacia el disenso sigue hiriendo nuestra democracia y manifestándose en formas diversas de violencia política: tampoco fueron unas elecciones completamente pacíficas. El Estado y sus sucesivos Gobiernos siguen fallando en implementar una política de seguridad que garantice los derechos políticos y los proteja, también, de delitos electorales como la compra de votos, que también considero una forma de violencia política en la medida en la que impide a los ciudadanos elegir libremente. A propósito de esto, en un ejercicio de transparencia, el ministro del Interior debería contarnos a los colombianos los resultados de su estrategia para “combatir” la compra de votos: ¿cuánto dinero se pagó en recompensas por denunciar? ¿Cuántos casos se registraron? ¿De dónde salió ese dinero?
Mientras el conteo y el escrutinio definitivo de los votos avanzan, es necesario recordarle al presidente que no está solo: que no gobierna sólo para quienes votaron por él o por los partidos del Pacto Histórico, sino para todos los colombianos. Es inútil y dañino para el país que siga en negación y se aferre al triunfalismo. De su capacidad de llegar a acuerdos, aun con las fuerzas políticas y sectores que se le oponen, dependen su gobernabilidad y su legitimidad en lo sucesivo. Sólo un autócrata seguiría su camino sin escuchar otras voces. Si el Gobierno no reflexiona, no atiende el mensaje de los ciudadanos a través de las urnas y corrige el rumbo ahora que está a tiempo, dentro de tres años los resultados de las elecciones regionales se repetirán en las presidenciales: Colombia volverá a girar a la derecha y a elegir corruptos, y el cambio prometido por el Presidente habrá quedado en nada.
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