Bolívar, en el nombre de Petro
EL PAÍS entra en la intimidad de la campaña del autor de la narconovela ‘Sin tetas no hay paraíso’, la apuesta del presidente a la Alcaldía de Bogotá
La ciudad de Bogotá se sucede a través de la ventanilla de la camioneta. Una luz transparente enciende los edificios, las funerarias y las iglesias. En el asiento trasero viaja distraído Gustavo Bolívar, un hombre de mediana edad, de rasgos definidos, labios gruesos y una coleta que le da un aspecto juvenil a sus 58 años. La asistente que va a su lado lo trae de vuelta al momento contándole que en su cierre de campaña intervendrá por la noche, cuando sus seguidores lleven cinco horas escuchando a bandas de música sobre un escenario.
—Está muy raro eso— despierta de golpe Bolívar.
—¿Entonces?
Una bandada de vencejos se alza de los árboles con el sonido de un claxon.
—Cámbialo. No soy Jesucristo ni Petro para que la gente me esté esperando tantas horas.
Por supuesto que no es Dios ni un líder de masas, pero a Bolívar la fama no le ha sido esquiva y seguramente es lo que le ha traído hasta aquí, hasta el interior de esta camioneta. Hace casi dos décadas, escribió y adaptó a la televisión una serie que fue un éxito mundial, Sin tetas no hay paraíso. Le sobrevino entonces la riqueza y se fue a vivir a Miami, donde tiene casas y un bote con el que navega por la Península de Florida. Lo siguiente que quería hacer era mudarse a Los Ángeles para probar fortuna en Hollywood, pero el destino le tenía preparado otro rumbo. Petro le pidió que fuera su candidato a la Alcaldía de Bogotá, y eso es lo que lo tiene haciendo campaña 14 horas al día. Bolívar se declara un apóstol del presidente, en cierto modo se ha embarcado en esto por amor a una causa.
—Estoy mamado, que acabe esto ya.
Dice nada más sentarse frente al micrófono en el estudio de Olímpica, una radio popular con 1,4 millones de oyentes de los estratos más bajos de Bogotá en la que ya han colocado la decoración de Navidad.
—Estamos en una ciudad muy violenta, de enfermos mentales— le comenta el locutor que lleva la voz cantante.
—No solo afloran las enfermedades mentales, también los suicidios.
—¿Cuántas canas le han salido?
—El doble, y me he bajado de peso. En campaña se come mal.
Bolívar aprovecha para colar su discurso.
—Ya no hay políticos de izquierdas, derechas, ni de centro. Solo políticos decentes o corruptos.
La transmisión acaba y el candidato se sube a toda velocidad a la camioneta. Nació en Girardot, en 1965. Su madre era ama de casa y su padre farmacéutico del ejército. Su padre, bebedor, murió de cirrosis cuando él solo tenía 10 años. Sin ayuda de nadie, la madre se mudó a Bogotá con sus seis hijos a cuestas. A los 13, Gustavo vendía gorras y camisetas falsas de equipos de fútbol en las puertas del estadio. Por las noches escribía por instinto, alentado por un fuego interior de procedencia misteriosa. En su casa no había libros. Se casó muy pronto, a los 18, y tuvo enseguida dos hijos, Óscar y Susana. Se matriculó en Periodismo, pero tuvo que dejar la universidad porque no podía costeársela. “No te lo va a decir porque es muy orgulloso, pero pasó hambre”, me dirá por teléfono John Jairo Hoyos, un amigo de esa época.
Bolívar va en el coche haciendo transferencias a través de la aplicación del banco. Quienes lo conocen dicen que es tímido y que eso se le nota en sus apariciones públicas, donde a veces parece brusco o malhumorado. En realidad, es un velo de pudor que aplica en situaciones de mucha exposición. Aparece serio en casi todos los carteles que empapelan estos días la ciudad. Expertos en comunicación política le han dicho que relaje la expresión, que sonría, pero él se aferra a su yo interior. En privado, sin embargo, es bromista, imita la voz de personajes, cuenta una anécdota detrás de otra. Sin la máscara, parece otra persona.
Ahora se dirige a un debate de candidatos en la Universidad Nacional de Colombia. Como llega con 20 minutos de adelanto quiere hacer tiempo en una cafetería. Sentado en una mesa de madera, de cara a la puerta, hojea la carta y pide algo que se llama un tetero, que es agua con panela, lo que tomaba en su infancia. En la televisión del fondo del local, puesta en silencio, aparece Javier Bardem, y resulta evidente el parecido. Como también al personaje que hace de indio, Will Sampson en One Flew Over the Cuckoo’s Nest. “Un día, por Nueva York, me confundieron con Benicio del Toro”, añade.
—La premisa de que hay que sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro la hice antes de los 20— bromea de nuevo en el asiento trasero de la camioneta. Por la ventanilla se sucede un acueducto, un centro de convenciones y una valla de publicidad con su cara a pie de la carretera.
Le suena el teléfono.
—Hola, papi— responde Bolívar.
Al otro lado de la línea, su hijo menor, de su segundo matrimonio, le cuenta que la embarcación que tiene en Miami tiene una avería y necesita dinero para el arreglo. El padre le hace una transferencia y le dice:
—De una vez agarre la manguera y lave ese bote hasta que le salga el último gramo de sal.
A los 22 se divorció y, para costear la vida que se había montado con solo 20 años, vendía figuritas del Niño Jesús a la puerta de una iglesia y, puerta a puerta, ofrecía libros, duchas y cerraduras con alarmas. El veneno de la política le alcanzó pronto. Se unió con entusiasmo al Nuevo Liberalismo, el movimiento de Luis Carlos Galán, un político que fue asesinado el 18 de agosto de 1989 en lo alto de una tarima. Bolívar estaba entre la multitud cuando sonaron los disparos —precisamente un hijo de Galán, Carlos Fernando, es su máximo competidor en las elecciones—. En el Nuevo Liberalismo conoció a Enrique Parejo González, que había sido ministro de Justicia, y se preparaba para entrar en el Concejo de Bogotá. Le pidió a Bolívar que fuera su asistente.
En ese momento en el que todavía la fortuna no le había tocado en el hombro era un chico de 23 años que llevaba el pelo corto y vestía un traje barato. “Parejo infundía mucho respeto. No hubiera permitido que nadie fuera de jeans ni con el pelo largo”, rememora Maritza Gutiérrez, una de las personas que mejor lo conoce y que ahora ejerce de jefa de campaña. Bolívar escribía los discursos y los artículos del periódico de su jefe, había consenso en que era el que mejor escribía de todo el equipo. Le describen como alguien que no era rumbero, pero sí enamoradizo. Le recuerdan tres o cuatro novias en un corto periodo de tiempo. Las cosas se volvieron más interesantes cuando su jefe se lanzó a la presidencia y él trabajó en la campaña. A Parejo no le fue muy bien como candidato, quedó tercero. Para no dejar a sus muchachos sin empleo, se los llevó a trabajar a su casa, en el edificio Olivares, cerca del centro comercial Unicentro.
Maritza y él eran sus asistentes más cercanos. “Gustavo no tenía ni para pagar los recibos”, recuerda ella. Se iba a casa en un bus que tenía escrito en el cristal delantero: Suba-Gaitana. Aquella aventura duró poco más de año. Bolívar y Maritza, como una dupla, acabaron en una empresa que se llamaba Prolam Informática. Él era el diseñador gráfico, pero se aburría, se frustraba. A los seis meses se despidió y se puso a escribir libros. Empezó a hacerse un hueco en el show business con Pandillas de guerra y paz, un relato sobre un grupo de jóvenes en un barrio marginal que después se adaptó a la televisión. Aquello le convirtió en un hombre motorizado: se compró un Renault 12 azul eléctrico reconocible a varios kilómetros de distancia. Maritza asegura que poco a poco empezó a ganar tanto dinero que un día le preguntó en confianza: ¿qué hago con tanta plata?
El auditorio de la Universidad Nacional en el que se va a celebrar el debate está lleno de jóvenes veinteañeros. Galán no se ha presentado. Se enfrenta a Rodrigo Lara, hijo de otro político del Nuevo Liberalismo asesinado en los ochenta, y a Juan Daniel Oviedo, un tipo fresco y simpático que hace reír a los muchachos enseguida. Le preguntan nada más empezar si rumbeaba y si moteleaba, y dice que sí, que claro, cuando estaba en la universidad. Se le ve relajado, los hombros sueltos. Que se ría el público con sus primeras intervenciones le da confianza.
Las encuestas ponen primero a Galán con mucha diferencia. Según esos datos, se acerca a ganar en primera vuelta, siempre y cuando supere el 40% de los votos y le saque más de 10 puntos al segundo. Bolívar piensa que están manipulando las cifras para generar alrededor de Galán un clima de victoria: “Van diciendo mentiras y subiendo a alguno al bus de la victoria impunemente”. A continuación saca un repertorio de su ideario: ayudas para los jóvenes con menos recursos, regular las drogas y acabar con el prohibicionismo, defensa de los muchachos que salieron a marchar en 2021 contra el Gobierno...
Después llega un turno de preguntas de los alumnos. Son de temas tan específicos —un río, un paso peatonal, un parque— que matan por completo el debate.
—¿Le teme a la muerte?
—He vivido en riesgo desde que empecé a hacer denuncias. En el 98 publiqué un libro sobre el asesinato de una joven en un apartamento de una estrella popular, Diomedes Díaz, y él fue y se refugió con los paramilitares. Y recibí muchas amenazas porque ese libro prácticamente lo condenó a él. Después recibí amenazas cuando escribí Así se roban las elecciones en Colombia, porque algunos de esos candidatos eran paramilitares. Todo eso me ha llevado a creer que no tengo una vida fácil, y que esta gente con la que yo me he metido es peligrosa y en cualquier momento me pueden hacer algo.
En 2018, fue elegido senador de la República por Colombia Humana, el partido político que creó Petro. Hay que irse cinco años atrás para contar cómo se conocieron. Ese año, Petro fue inhabilitado como alcalde de Bogotá por un problema con las basuras —la CIDH le revocó años después el castigo—. A Bolívar aquello le pareció un ataque y le mandó un mensaje por Twitter a Petro, con quien nunca había hablado hasta entonces: “Tocayo, esto de la multa es una cochinada terrible. Mi solidaridad completa y un ofrecimiento desinteresado. No sé cómo estén sus finanzas, pero si necesita algo para movilizarse, yo con gusto puedo aportarle 10 millones en este momento. Sé que no es mucho pero me interesa que siga exponiendo sus ideas. Con todo el gusto. Si lo acepta me dice dónde le consigno. Un abrazo”.
Petro contestó media hora después: “Gracias, Gustavo, por ahora me defenderé. Más tarde ya veremos”. Un año después llegó ese momento. Lo fue a buscar una asistente de Petro, Hilda Carrera, que le dijo que ahora sí necesitaba el dinero para recoger firmas para su candidatura a la Presidencia. Poco después, Petro le animó a presentarse como senador, y en un primer momento a Bolívar no le parecía buena idea. Vivía en Miami una vida de rico. ¿Por qué complicarse la vida? Sin embargo, acabaron convenciéndolo, a pesar de que tenía tres contratos para escribir series de televisión. Y así fue como la vida le cambió de la noche a la mañana.
—¿Se imagina de presidente de Colombia?
—Cuando empecé a hacer giras nacionales la gente me veía como un sucesor de Petro. Pero se me quitaron las ganas.
—¿Por qué?
—Es muy difícil. No porque no tenga la berraquera para hacerlo, sino porque no quiero sacrificar a mi familia. La familia para mí vale más. A menos que cambien las condiciones de aquí a un tiempo y pueda hacerlo. Necesito prepararme más. Ahora mismo no lo veo cerca.
El siguiente evento se lo han preparado en un centro comercial de suelos cristalinos. Le esperan, en una oficina de la segunda planta, un grupo de profesores jubilados muy entusiastas, sentados con disciplina en sillas de plástico. Bolívar se sienta en una mesa alargada, frente al público, con un señor a cada lado. El de la derecha agarra el micrófono y suelta un discurso de quince minutos que duerme a las ovejas. Bolívar se distrae mirando su móvil. Cuando parece que ha llegado su turno, el micrófono cae en manos del señor de la izquierda, que tampoco escatima en tiempo y se alarga otro cuarto de hora.
La atmósfera se vuelve plúmbea.
Arranca por fin y la sala se vuelve a electrizar. Dice que su contrincante no dice la verdad (”quien llega mintiendo al gobierno, gobierna mintiendo”) y que le difaman cuando aseguran que él ha dicho que le pagará un millón de pesos a los jóvenes por no matar. La inseguridad, continúa, existe en la ciudad porque hay hambre, mala educación, falta de oportunidades, hogares desestructurados. Él planea instaurar el bilingüismo en las escuelas para que el inglés no sea solo un privilegio de los ricos. En un momento dado, apela al petrismo: “Para que el cambio se dé tiene que haber un Gustavo en la Alcaldía y un Gustavo presidente”.
Los profesores le aplauden y se van a por un café que están sirviendo en una mesa de la esquina. Pero él todavía tiene algo que decir: “Soy malo para pedir votos. Hagan lo que tengan que hacer”. Fin.
Bolívar fue un senador incómodo, al que muchos de los otros partidos detestaban. Les pidió a sus compañeros que se bajaran el sueldo. Dijo que la mitad de los miembros del Congreso habían llegado ahí comprando votos y la otra mitad no trabajaba, ni se presentaba a los plenos. Nunca saludó en los pasillos al expresidente Álvaro Uribe, al que acusa de provocar muchos de los males del país. Sus enemigos creían que era un populista que reducía el mundo entre el bien y el mal, y él por supuesto era el bien. Dicho de otro modo: se bañaba en las aguas de la pureza. En una alocución que se hizo famosa dijo que el Congreso era “un nido de ratas”. Estaba enardecido cuando hizo esa exposición, gesticulando con las manos, levantando la voz. A la salida, estuvo a punto de llegar a las manos con el senador Antonio Zabaraín.
El teléfono de Bolívar vuelve a sonar. En la pantalla aparece el nombre de Vicky Dávila, la directora de la revista Semana, que quiere organizar un debate con todos los candidatos. Se niega a ir porque la revista le critica mucho y cree que jalea a sus adversarios. “Molano —el candidato del uribismo— dice algo contra mí y durante una semana están sacando titulares”, se queja. Dávila volverá a llamar once veces, según cuenta Bolívar. Mirará el móvil de reojo y lo pondrá en silencio porque conoce la capacidad de persuasión de la periodista: “Si le contesto, me convence”.
Vive en el norte de la ciudad y tiene un apartamento en el centro, en el piso 22 de un edificio brutalista, donde descansa en medio de las largas jornadas de la campaña. Esta mañana, antes de ir a la radio, se sentó a escribir un libreto para una serie acordada con Telemundo, que sabe Dios cómo acabará si termina siendo alcalde. El salón está divido en dos espacios, con una cocina abierta. En las estanterías hay un arcángel y, en una mesita baja, una pistola de hierro fundido de cuyo cañón salen mariposas. Al principio del pasillo hay un escritorio y al fondo, dos habitaciones. Una de ellas tiene un balcón desde el que se ve toda la ciudad. Esta tarde el cielo parece encendido justo detrás de los cerros, al final de la llanura. Aquí graba muchos de los vídeos que sube a redes sociales.
Abajo, le esperan sus ocho escoltas y los dos policías motorizados que le acompañan a todas partes. Ahora tocar ir a un encuentro con activistas en el este de la ciudad.
—¿Ha tenido una crisis de la mediana edad?
—Soy un bicho raro, no he tenido nunca crisis de ninguna índole —responde—. No sé qué es eso. Nunca me estreso. Ahora todo el mundo anda nervioso porque se acerca la fecha de la votación, pero yo me mantengo incólume.
—¿Cómo es la fama repentina?
—Al principio es chévere, pero después no. Uno pierde la privacidad. No he podido nunca contar que tengo una novia —ahora mismo está soltero— ni publicar una foto con alguna de ella de la mano. Enseguida en este país tan violento te dañan la vida.
—¿Qué tipo de escritor se considera?
—A mitad de camino de lo que quiero ser. He sido exitoso porque soy creativo, acierto en los temas, los títulos, la estrategia. Pero para considerarme un escritor global me falta.
—Usted cultiva el narcogénero.
—Se le dice así despectivamente. A mí me gusta más realismo trágico, pero me llaman el padre del narcogénero.
—Alguna crítica no le ha tomado en serio por abordar lo popular.
—He tenido de todo.
Se nota que este es un tema en el que no quiere extenderse.
—Algunos de los otros candidatos son hijos de políticos muy conocidos, de familias de abolengo. Su pasado es humilde.
—Si miras la oposición a Petro son siete familias presidenciales: Uribe, Pastrana, Lleras, Valencia, Gaviria, Turbay... Las siete familias que llevaron a Colombia a la debacle son la oposición de Petro. Las que se oponen a las reformas porque tocan intereses muy poderosos, sobre todo de los grupos económicos que a punta de favores se hicieron los grandes negocios de este país. Desmontar eso ha costado y va a costar más todavía.
—¿Qué ocurrirá si pierde?
—No sería traumático para mí. Seguiría mi vida como si nada.
Llegamos a un garaje donde le esperan unas cuarenta personas. Un señor le regala un libro, Los milagros de las plantas, y le pide que se lo lea antes de las elecciones, como si le sobrara el tiempo. Otro intenta llegar a él, pero no lo logra, y se pone a hablar con una de sus asistentes. Bolívar se sitúa delante de una pared, al lado de un saco de boxeo. Habla un cuarto de hora y, cuando se va, le gritan Bolívar alcalde, Bolívar alcalde, Bolívar alcalde.
Afuera, la noche ha caído a plomo. El candidato vuelve a la camioneta. Ahora sí parece cansado. Se tapa los ojos con la mano. La asistente le entrega un folio escrito por el hombre que no pudo llegar a él, que se llama René Latorre y es vendedor de “paradigmas de cambio”. René le dice que lleva tres años intentando contactar con él sin éxito.
—El señor me ha pedido que te lo dé. ¿Por qué no le grabas algo?
Entonces se pone el móvil a la altura de la boca y le manda un audio por Whatsapp:
—Apenas llegue a casa te la reviso. Muchísimas gracias por el aporte. Lástima que no nos pudimos saludar personalmente. Un abrazo.
Las llantas se deslizan por el asfalto mojado. En la radio suena el himno de Colombia, señal de que son las seis en punto de la tarde.
—¿A dónde vamos ahora?— pregunta Bolívar.
—Un evento con el Polo Democrático.
Bolívar hace una mueca.
La camioneta serpentea por las calles angostas del centro. Sobrepasamos una ambulancia, una patrulla de policía, vendedores ambulantes, gente que se resguarda de la lluvia, indigentes y desquiciados que duermen en cartones.
Aparcamos junto a un auditorio en el que le esperan más de 500 personas. En el asiento del copiloto se sube de repente Pacho Maltés, su coordinador político.
—Esto está lleno, hermano— le dice Maltés
—Pero todos estos ya van a votar por mí. Debería estar en la calle— dice Bolívar, desganado.
—Es la militancia, hay que motivarlos. ¿Vamos ya?
—Vamos.
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