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FORO DE DAVOS
Columna
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¿Quién tiene la culpa de la polarización?

No pasa una semana sin que me avergüence de la gente a la que esta sociedad desorientada ha puesto en posiciones de poder

Álvaro Uribe y Gustavo Petro
Una reunión entre Álvaro Uribe y Gustavo Petro, en Bogotá, el 29 de junio de 2022.Prensa de Gustavo Petro (EFE)
Juan Gabriel Vásquez

El Foro económico de Davos, que terminó hace unos días, dejó muchas buenas intenciones que no quedarán en nada, un ligero optimismo por haber evitado las peores previsiones y alguna semilla de futuro incierto, pero también la sensación generalizada, una vez más, de que ni siquiera la voluntad de algunos líderes –porque los hay buenos, a pesar de que sean pocos– puede vencer las inercias más nocivas de nuestro momento político. En medio de todo aquello, es normal que no haya merecido mayores discusiones el informe de una consultora cuyos resultados, visibles desde hace rato para quien haya puesto atención, no deberíamos tomarnos a la ligera. “Navegando en un mundo polarizado”, se llama el estudio, con ese gerundio que les fascina a los que escriben estos informes, y una de sus conclusiones es ésta: Colombia es uno de los seis países más polarizados del mundo.

Es muy difícil, por supuesto, que la revelación nos sorprenda. En la lista hay otros países, como España, que lleva cerca de una década en un estado intenso de división interna, y como Suecia, recién llegado al club de los estragos democráticos: allí, en una de las democracias más igualitarias, la extrema derecha populista y xenófoba, la misma que por todas partes va subiendo como la espuma (la espuma tóxica del río Bogotá, digamos), acaba de obtener los mejores resultados electorales de su historia. En el caso colombiano, el estado de crispación presente comenzó para mí en el 2012, cuando se anunciaron las negociaciones de paz del gobierno Santos con la guerrilla de las FARC. Entre las muchas formas de reaccionar, la derecha colombiana escogió con los ojos cerrados la que más nos enfrentara entre nosotros. Por eso me parecen tan justas en su sencillez las preguntas que Francisco de Roux le hizo a Uribe en esa conversación ingrata del año 2021: ¿por qué se decidió convertir los Acuerdos de paz en una razón de conflicto? ¿Por qué, pudiendo unir a los colombianos detrás de un proyecto común, se prefirió dividirlos?

Y yo pregunto: sí, ¿por qué? La pregunta es elemental y nos la hemos hecho todos, pero mucho lograríamos si descubriéramos las razones de esa tradición nacional del enfrentamiento, que es más fuerte y más antigua que cualquier otra. Quiero decir con esto que el asunto de fondo no es nuevo. En una página de El general en su laberinto que he citado con frecuencia, el Simón Bolívar de García Márquez se pregunta: “¿Por qué todas las ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir?” La novela cuenta los años en los cuales esta república comenzaba a formarse, pero también hace lo que hacen todas las novelas históricas que valen la pena: reflejar por vías indirectas las inquietudes del momento en que fueron escritas. Ésta se escribió en los años ochenta, que en muchas partes de Colombia fueron una época de pugnas irreconciliables, negociaciones de paz saboteadas por nosotros mismos y una capacidad inverosímil para señalar al contrario, culparlo de todos los males y justificar incluso su eliminación física. Es decir, un mundo que no se distingue del de ahora tanto como debería.

Nadie me tiene que señalar que hoy las condiciones objetivas han cambiado. Sé muy bien, y lo he escrito en muchas partes, que los acuerdos del Teatro Colón tuvieron un efecto benéfico e inmediato sobre la vida de miles, y que además han desarmado, con el simple recurso del paso del tiempo, las mentiras que usó la oposición para tratar de sabotearlos sibilinamente. Pero, aunque se haya firmado una parte de la paz (o se haya acabado una parte de nuestras guerras innumerables) y se haya salvado la vida de mucha gente, en ninguna parte se ha producido lo que de verdad se necesita, que es un cambio de mentalidad. Seguimos siendo los mismos, y casi da grima recordar la ilusión que algunos tuvimos en cierto momento: que el desarme de la guerrilla más grande y poderosa de América Latina, la investigación de las verdades que no han dejado dormir a más de un colombiano en años y el hecho de mirar a la cara los horrores que hemos cometido, nos llevaría a recapacitar a todos sobre el precio altísimo que pagamos por la satisfacción efímera de odiar al otro.

Nada de eso ha pasado. ¿De quién es la culpa? Refiriéndose a las democracias en general, no a la colombiana en particular, el artículo que publicó este periódico sobre el informe de Davos habla de “contracción de los niveles de civismo, respeto mutuo y convicción de que el progreso y una vida tranquila son posibles para quien cumple las reglas de juego o es capaz de zanjar las diferencias por la vía del respeto”. Y no hay que ser tan pesimista como somos algunos para ver, en la vida colombiana de todos los días, sobradas pruebas diarias de que eso del civismo, el respeto o la negociación de nuestras diferencias no ha pegado mucho por estos lados. No hay nada de eso en nuestros comportamientos ciudadanos, y estoy seguro de no ser el único que ha notado, desde la pandemia, una degradación dramática de nuestra convivencia: por lo menos en ciudades como la mía, que se ha vuelto invivible. Y sí: eso tiene que ver con las decisiones francamente incomprensibles de las autoridades, sobre las cuales se podría escribir un libro entero, pero también con asuntos más abstractos de confianza entre los ciudadanos, tolerancia y una solidaridad primaria.

Estos valores están en horas bajas. Claro, tampoco en esto debería haber sorpresa, porque es lo que proyectan con demasiada frecuencia los deplorables personajes de nuestra escena pública, que han descubierto como tantos otros la mejor estrategia para esconder su venalidad profunda, su mediocridad intelectual y sus carencias morales: poner a los ciudadanos a pelearse entre ellos. No hablo por nadie más ni asumo la vocería de ningún grupo, pues veo a estos mezquinos tanto a la derecha como a la izquierda; pero no pasa una semana sin que me avergüence de la gente a la que esta sociedad desorientada ha puesto en posiciones de poder. Con la excepción luminosa de dos puñados de hombres y mujeres a quienes tengo muy presentes, cuya rareza en nuestro paisaje hace que les agradezca y los respete por la simple terquedad de estar ahí, la conversación que nos llega desde los políticos está marcada por la ignorancia, la ordinariez, el sectarismo, la violencia retórica y la voluntad abierta de envenenar a unos ciudadanos contra otros.

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Y nosotros, los que no hemos sentido nunca demasiado aprecio por estas personas ni hemos dado demasiado crédito a sus opiniones, olvidamos con facilidad cuánta influencia ejercen sobre miles de colombianos, cuánto moldean con sus agresiones o sus memeces o sus escupitajos tuiteros la manera en que miles entienden el país. Son ellos, los que usan sus megáfonos virtuales para azuzarnos, para enfrentarnos entre nosotros, para espolear el odio o el desprecio del otro, los responsables en parte de la degradación de nuestra vida de ciudadanos. La otra parte de responsabilidad es nuestra: por nuestra credulidad, claro, pero también por nuestra cobardía. Pues se necesita valor para rechazar a los que nos polarizan, aunque nos hagan sentir bien, y para pensar por nosotros mismos, reemplazando las cómodas jaulas de los prejuicios y las ideologías por el intento, terriblemente difícil, de hacer un país donde podamos vivir todos.

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