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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Brasilia: la insurrección copiada

Lo de ahora no se parece al golpe de 1964; de hecho, no se parece a nada que hayamos visto hasta ahora en América Latina. En cambio, se parece con precisión aterradora a lo que ocurrió hace dos años en Washington: porque sus ingredientes y sus personajes –Bolsonaro y Trump– se parecen hasta la caricatura

Juan Gabriel Vásquez
Partidarios de Jair Bolsonaro, participaran en un motín antidemocrático en el Palacio de Planalto, en Brasilia, el 9 de enero de 2023.
Partidarios de Jair Bolsonaro, participaran en un motín antidemocrático en el Palacio de Planalto, en Brasilia, el 9 de enero de 2023.UESLEI MARCELINO (REUTERS)

Hace dos meses, por los días de la victoria de Lula en Brasil, escribí en esta columna acerca de la forma preocupante como Bolsonaro había copiado el manual trumpista: desde su dedicada promoción de teorías conspiranoides a su negativa a reconocer la victoria de su oponente. Los dos –uno imitando transparentemente al otro– se dedicaron durante años a sembrar dudas sobre los procesos electorales de su país, a machacar la idea de que las elecciones están arregladas, a meterle miedo a la gente más vulnerable con mentiras o amenazas, y, sobre todo, con un culto a la violencia de clara estirpe fascista. Bolsonaro imitaba a Trump como el matoncito del patio de colegio imita al matón alfa, y verlo daba vergüenza ajena: la cosa entera sería risible si no fuera tan grave. Pero lo era y lo es porque la imitación comenzó hace mucho tiempo a trasladarse de los líderes a sus seguidores, y los imitadores han alimentado su paranoia con imágenes y refranes importados directamente de los originales: los republicanos extremistas, los trumpistas fanáticos.

Lo que hemos visto en estos días lamentables, la invasión de las instituciones y sus edificios por parte de una multitud bolsonarista, es un intento abierto de golpe de estado, aunque sea más o menos espontáneo. Pero creo que está muy lejos de pertenecer a la triste tradición golpista de nuestra América Latina, a pesar de que más de un bolsonarista han dicho en estos días que se trata de repetir lo de 1964: el golpe militar que empezó una dictadura violenta de más de veinte años. Por supuesto que Bolsonaro ha alimentado esa nostalgia golpista en declaraciones, en su militarismo incontrolado, en el fetiche de las armas (cuyo porte ha querido liberar, como algunos del Centro democrático en Colombia y de Vox en España: es la nueva sintonía transnacional de la extrema derecha). Pero el golpe de estado de Castelo Branco en 1964 depuso a un presidente, João Goulart, sobre el cual corrían rumores de que podía convertirse en otro Fidel Castro; y Goulart había reemplazado a otro presidente, Jânio Quadros, que había estrechado relaciones con Cuba y condecorado al Che Guevara. Todo esto da a las insurrecciones del domingo pasado un tufillo incómodo de Guerra fría, más cuando Bolsonaro ha utilizado a Venezuela como los militares de los sesenta utilizaban a Cuba.

Pero lo de ahora no se parece al golpe de 1964; de hecho, no se parece a nada que hayamos visto hasta ahora en América Latina. En cambio, se parece con precisión aterradora a lo que ocurrió hace dos años en Washington: porque, como decía antes, sus ingredientes y sus personajes –Bolsonaro y Trump– se parecen hasta la caricatura. “La verdad evidente”, escribí en esa columna de hace dos meses (y les pido perdón a mis lectores por citarme a mí mismo), “es que las dos figuras se parecen tanto como se parecen sus votantes, o un amplio sector de ellos. Tanto en Brasil como en Estados Unidos, son ciudadanos que se sienten amenazados; tanto en Brasil como en Estados Unidos, son ciudadanos que se alimentan de redes sociales casi de manera exclusiva; tanto en Brasil como en Estados Unidos, viven en una realidad que se aparta ligera o francamente de la realidad comprobable. Y esto será quizás el mayor de los retos a los que se enfrenta Lula: ¿cómo gobernar para una parte de la ciudadanía que no está viendo la misma realidad que el gobierno?”

Pues bien, las imágenes de Brasilia se pueden leer de muchas formas, pero una de ellas es más problemática que las otras: los bolsonaristas que asaltaron las instituciones democráticas de Brasil no estaban viendo el mismo mundo que el resto de los brasileños. Y no se me ocurre nada más preocupante para el gobierno de Lula (o para cualquiera de nuestras democracias, si hay que ser sinceros) que esa ruptura de la realidad compartida. Para todos los efectos prácticos, los bolsonaristas habrían podido llevar puestas unas gafas de realidad virtual: en la versión del mundo que se ve con ellas, aparte de que Lula habla con el diablo y quiere cerrar las iglesias con la ayuda de una vasta conspiración internacional de ateos y comunistas, resulta que las máquinas que cuentan los votos están amañadas. Lo había anunciado Bolsonaro, por supuesto: si perdemos las elecciones, es porque están amañadas. Y he aquí que las elecciones se han perdido: justo como lo había anunciado el líder, por supuesto, porque el arte de la profecía autocumplida es parte del manual del populista. Nada importa que esas máquinas ya se hayan revisado y que no se haya encontrado ninguna irregularidad, y que en Brasil no estén conectadas a internet, lo cual elimina muchos fantasmas y desbarata muchos alegatos. No, no importa: porque las gafas de realidad virtual cuentan lo suyo y no dejan ver nada más.

Pero más allá de estas coincidencias en el discurso –que deberían ponernos a pensar en la manera como se diseminan las ideas y se contagian las paranoias en nuestro mundo hiperconectado–, todas las imágenes que circularon sobre el ataque en Brasilia parecían calcadas sobre el modelo del 6 de enero en el Capitolio de Washington. La sensación ha sido como vivir un déjà vu, pero agravado o exacerbado: las mismas personas enloquecidas rompiendo vidrios de la misma manera y con los mismos gestos, y los mismos invasores abrigados con banderas que posaban orgullosos sobre los mismos escritorios destrozados, pero todo más grande, durante más tiempo y, si cabe, más destructivo. (Sin muertos ni secuestrados, eso sí.) En fin: un día tendremos que reflexionar sobre lo que la cultura de la imagen, sumada a lo que las redes sociales le han hecho a nuestro sentido de la realidad, puede provocar en nuestros comportamientos.

Por lo pronto, lo de Brasil es un abrebocas. Yo tengo claro que los bolsonaristas de Brasilia estaban imitando consciente o inconscientemente a los insurrectos del Capitolio, incluso en su interpretación de lo ocurrido. Me cuentan mis amigos brasileños que muchos de los rebeldes, ahora que las imágenes de los ataques le dan la vuelta al mundo, sostienen con profunda convicción que ellos no son culpables de los destrozos: que éstos fueron causados por infiltrados de izquierda, y ahí está la prensa, como siempre, la prensa cómplice de los comunistas, mintiendo y distorsionando las cosas para presentar a los patriotas como vándalos. Lo mismo, casi verbatim, dijeron los atacantes del 6 de enero en Washington, y también los medios de comunicación afines a la extrema derecha, desde Fox a los aun más grotescos (también en esto hay gradaciones). El error sería pensar que esto no se va a repetir, pues el libreto de los republicanos trumpistas tiene muchas enseñanzas para dar todavía, y los bolsonaristas no son en el mundo los últimos alumnos interesados en aprender.

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