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Cómo cambió Colombia bajo Iván Duque, en cifras

La pandemia, la pobreza que trajo consigo, el repunte de la violencia y de la inseguridad, y la regularización de una base migratoria inusitada marcaron los cuatro años del mandato que termina este domingo

Jorge Galindo
Iván Duque saluda cuando llega a la ceremonia de toma de posesión de Rodrigo Chaves, en San José, el 8 de mayo de 2022.
Iván Duque saluda cuando llega a la ceremonia de toma de posesión de Rodrigo Chaves, en San José, el 8 de mayo de 2022.JUAN CARLOS ULATE (AFP)

Cuando el pasado siete de agosto de 2018 Iván Duque llegó a la Casa de Nariño nadie esperaba, y menos él mismo, que la cifra que iba a marcar su mandato era la de doscientas mil muertes no violentas. Ese es, aproximadamente, el número de fallecimientos de más que ha visto Colombia durante la pandemia (es decir, comparando los decesos de 2020, 2021 y 2022 con la media de años anteriores). Y el único número por el que tiene sentido empezar esta lista de los que resumen estos cuatro años. Han sido, según las estimaciones de este periódico basadas en los reportes que de manera rigurosa ha aportado el Departamento Nacional de Estadística con una premura inusitada, casi 216.000 hasta mediados de junio de este año. La inmensa mayoría en la primera mitad de 2021, antes de que la vacunación se hiciera generalizada.

La ola de la covid golpeó a todos los países del mundo, sin apenas excepción. Y aunque a Colombia, como a otras economías de ingreso medio, les ayudó la mayor juventud de su población ante una enfermedad que se cebó con las personas de más edad, otros factores igualmente estructurales terminaron por desequilibrar el saldo agregado de la pandemia, empezando por la fragilidad económica y social de partida.

Ciertamente, la economía colombiana tardó apenas un año en recuperar su volumen de renta pre-pandémico. Pero esta V esconde un hueco mucho más profundo, sentido de manera desigual.

Tómese, por ejemplo, el empleo, indicador más claro y frecuente del pulso económico de los hogares al producirse mes a mes. Lo que al PIB le costó un año, a la ocupación laboral le llevó más del doble: apenas en el segundo trimestre de 2022 la cantidad de personas con puesto volvió a donde estaba en febrero de 2020.

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Ni siquiera está claro que lo haya hecho de manera sólida, dado lo reciente de los datos y lo incierto de la situación económica mundial actual, atravesada por una inflación inusitada, y una reconfiguración del comercio mundial y del flujo energético cuyo resultado es profundamente incierto.

Aunque la pandemia ha supuesto una dentellada a la economía colombiana, la situación venía empeorando desde antes. O más bien no mejoraba: la extraordinaria destrucción de pobreza que se había logrado durante la primera década del siglo se detuvo hacia 2014 en las ciudades y 2017 en las zonas rurales, repuntando incluso entre 2018 y 2019.

La pandemia tuvo, curiosamente, un efecto temporalmente igualador en la tasa de pobreza monetaria relativa entre campo y ciudad, al incrementar mucho la primera y descender significativamente la segunda. Desde esta óptica, las transferencias de renta de emergencia implementadas tanto por el gobierno Duque como por varios poderes locales fueron insuficientes para detener el golpe comparativamente mayor que tuvo la pandemia en economías dependientes de los servicios y la relación persona a persona, como las ciudades, pero sirvieron para recuperar así fuera parcialmente la senda perdida de mejora en el resto del país. En 2021, la regresión a la media ha sido parcial, de suerte que (al menos por ahora) la pobreza relativa urbana sigue en máximos de la década, pero la rural está casi en mínimos.

Fue en 2014 cuando también empezó a empeorar la percepción subjetiva de los colombianos sobre la economía de sus hogares, tocando mínimos en 2021.

En paralelo, se multiplicó de manera alarmante el porcentaje de personas que reportaban haberse quedado “sin comida” en algún momento “de los últimos tres meses” al Barómetro de las Américas: hasta 4 de cada 10 en la encuesta del año pasado. También, de manera menos inmediata y con efectos potencialmente enormes a largo plazo, las estimaciones de fracaso electoral dieron un salto vertiginoso en 2020, especialmente en el mundo rural, ofreciendo una imagen menos esperanzadora de la que pintaban los datos de pobreza.

Estos tres puntos de información (la fragilidad del empleo, la regresión parcial de la pobreza a la media aliviada en el medio rural por la dinámica y las políticas pandémicas, el empeoramiento de la percepción de los hogares desde antes no ya de la covid, sino incluso de la llegada de Duque al poder) enmarcan la ola de protestas que enfrentó el presidente saliente: especialmente urbanas y centradas en una frustración de expectativas que, aunque se volcaba sobre el objetivo político actual, no parecía deberse únicamente a las diferencias ideológicas.

Otra manera de ver estos datos es la ausencia de un “dividendo de paz” del tamaño esperado. Sea por promesa inflada del gobierno anterior o por las fallas en la implementación del actual, no hubo ni siquiera antes de 2020 un boom de prosperidad compartida. Y, de hecho, los indicadores de seguridad tampoco han mejorado. Resulta siempre arriesgado resumir en un par de números un contexto tan complejo, con tantos frentes abiertos como el colombiano (violencia contra líderes sociales, luchas de control territorial ante el vacío dejado por las viejas FARC, cambios en las economías ilegales regionales que van más allá del narcotráfico, micro-dinámicas metropolitanas y rurales). Pero el número más socorrido es el de la tasa de homicidios, probablemente porque condensa cualquier pérdida agregada de vida a manos de otras personas. Y, en 2021, Colombia vio su primer repunte significativo en casi una década.

No son sólo las muertes violentas: la sensación general de seguridad también se ha deteriorado, de manera incluso más profunda.

Al igual que con los homicidios, el estancamiento o empeoramiento no se circunscribe a los años del mandato de Duque, pero sí se profundiza en ellos. Esto, de hecho, debería relativizar las lecturas de la presidencia saliente como causa de todos los males (o bienes) de Colombia. Las valoraciones de los gestores públicos vivirían mejor bajo la formulación de qué ha hecho tal o cual mandatario por enfrentar los retos que ya le esperaban al llegar a la presidencia, y cómo se ha plasmado esa acción en los datos. Algo, por demás, complicado de medir en sí mismo, pues nunca se dispone de un país idéntico al evaluado pero sin las medidas aplicadas para dilucidar si la evolución en los indicadores es por culpa de (o gracias a) dicha acción. A lo más a lo que se puede llegar en este tipo de ejercicios es a describir e intuir.

Y, en ese sentido, un ámbito, el último quizás de los grandes números, en el que el balance es notablemente distinto al anterior e indudablemente atado a la gestión de Iván Duque es el de los migrantes. A mediados de 2022 la población venezolana residente en Colombia rozaba los 2,5 millones tras una actualización de datos a manos de Migración Colombia que dimensionaba de manera más precisa el descomunal desafío que enfrenta un país poco acostumbrado a acoger en las últimas décadas. Cuando el gobierno actual entró a la Casa de Nariño, no eran ni un millón los contados. La mitad estaban en situación irregular.

Hoy, gracias a la decisión (no sin titubeos previos, pero inequívoca al fin) de Iván Duque y su equipo de regularizar al contigente en el país, las personas migrantes en situación de vulnerabilidad e incertidumbre jurídica son menos que en octubre de 2018 a pesar de que el volumen total se haya multiplicado.

El proceso aún se demorará años, como lo hará la posible consolidación de los sistemas de transferencia y la bancarización lograda durante la pandemia, o los impactos en millones de hogares que ahora transitan por la pobreza (y antes no) o por la ausencia de sus niños del colegio. Pasarán, tanto en lo bueno como en lo malo, a formar parte del grupo de “factores estructurales” con los que tocará evaluar, de nuevo de manera inevitablemente incompleta y relativa, los logros y desaciertos de los presidentes que están por llegar.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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