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RACISMO
Columna
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Somos un país racista

No es casual que justamente los departamentos con mayorías de población étnica y racializada tengan los más altos índices de pobreza y necesidades básicas insatisfechas

Una madre joven con dos niños en Chocó, el departamento más pobre de Colombia.
Una madre joven con dos niños en Chocó, el departamento más pobre de Colombia.Jan Sochor (Getty Images)

Somos un país racista. Y aunque para algunos ha sido claro desde siempre, la arraigada costumbre de usar eufemismos para ocultar los problemas más serios, de tapar y no nombrar lo que salta a la vista, nos ha mantenido en la idea de que aquí todos somos iguales y vivimos en una armonía racial. El racismo es otro Bruno del que no se hablaba en Colombia. Dos o tres escándalos al año sobre algún personaje de la televisión, la negación del ingreso a una persona negra a un restaurante o una discoteca, o sobre algún comentario de un político o un influenciador causan un par de días de revuelo en las redes, alguna entrevista en un medio nacional y dependiendo de quién sea el afectado, una columna airada; y hasta ahí llegaba la cosa. En varios escándalos, los comentarios van de la indignación a la defensa de las buenas intenciones de los acusados de racismo y a la crítica a las reacciones de los afectados y los movimientos afro, sacando a flote la amplia experiencia que también tiene este país en culpar a las víctimas.

El hecho sin precedentes, de tener cinco candidatos afro a la vicepresidencia, no solo ha venido a aportar un nuevo matiz a la contienda electoral, sino que ha puesto el racismo en el centro de muchas conversaciones, con un poco más de trascendencia que los escándalos esporádicos. Incluyendo, por supuesto, sus propios escándalos por expresiones y manifestaciones concretas de algunos personajes; pero, por fortuna, planteando también preguntas más profundas, sobre las causas de este suceso y lo que representa para las comunidades afro en términos políticos y sociales, sobre los perfiles e inclinaciones ideológicas de los candidatos y sobre el modo como recibe el país su presencia en la contienda y eventualmente en la Casa de Nariño. Un gran salto, pienso yo, en la necesidad de nombrar eso que ha sido ocultado. Un avance, además, en la participación afro en altos cargos del gobierno que en general se ha limitado a una instrumentalización para cumplir con un mensaje de inclusión en términos étnicos y con frecuencia de género: mujeres afro ocupando el Ministerio de Cultura.

Para hablar del racismo de Colombia tendríamos que ponernos de acuerdo en unos mínimos sobre este concepto tan complejo, que ha ido cambiando a lo largo de la historia y que indiscutiblemente debe ser abordado considerando una suma de elementos contextuales. Es posible, sin embargo, coincidir en que el racismo es un sistema de creencias, una suma de ideas instaladas en los individuos y las sociedades de manera consciente e inconsciente, en las que se percibe de menor valor y se define bajo una lista de estereotipos a un grupo de personas por su apariencia física o prácticas culturales asociadas a asuntos raciales.

Contrario a lo que muchos creen, las ideas que contiene este sistema de creencias no son naturales ni se instalaron y difundieron de manera aleatoria; han sido impuestas deliberadamente a lo largo de la historia con el propósito de justificar las prácticas esclavistas en el marco del colonialismo y el imperialismo. La religión, la filosofía, la ciencia y el derecho han sido fundamentales para hacer creer, por ejemplo, que algunos tenemos menor capacidad cognitiva y somos más resistentes a ciertas condiciones climáticas, lo que nos convierte en aptos para ciertos oficios y actividades. Han ubicado ciertos rasgos fenotípicos y ciertas prácticas culturales en la categoría de lo indeseable, inculto y no correspondiente con las características estéticas hegemónicas.

Creo que hasta este punto es bastante fácil de comprender, el asunto es que ubicamos el racismo como un fenómeno que se da lejos de nosotros. Creemos que son ideas de hace siglos, que ya no son vigentes, creemos que les pasa a las personas de otros continentes y olvidamos que la vida diaria en Colombia para una persona afro o indígena está plagada de racismo, en lo estructural y en lo cotidiano, que son las formas en las que ese sistema de creencias se materializa. Todo esto pasa, aunque en términos legales Colombia es un país en el que somos iguales, donde se reconocen en la Constitución la plurietnicidad, la multiculturalidad y la soberanía de los pueblos originarios y las comunidades negras sobre su territorio.

Para entender el racismo estructural en Colombia basta analizar los casos de los departamentos de Guajira y Chocó: no es casual que justamente los departamentos con mayorías de población étnica y racializada tengan los más altos índices de pobreza y necesidades básicas insatisfechas. Ningún político o empleado estatal lo admitiría públicamente, pero son justamente las ideas racistas de que estos pueblos son primitivos, que no están interesados en la educación y que su vocación es el trabajo en actividades extractivistas como la minería, las que llevan a que estos no sean priorizados en inversiones que permitan su plena garantía de derechos. Hay un desconocimiento absoluto por parte del Estado de la historia de exclusión y de racismo que pesa sobre estos pueblos, que exige acciones deliberadas para cerrar las profundas brechas que los separan de los niveles mínimos para tener condiciones de vida digna. Mientras el resto del país ha avanzado sustancialmente en temas como el analfabetismo, la desnutrición o la mortalidad materno infantil, en estos departamentos siguen siendo problemas del día a día, que afectan a altos porcentajes de su población.

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En la vida cotidiana estamos plagados de prácticas racistas completamente normalizadas: en el lenguaje, el modo de nombrar a los otros, hábitos como cambiarse de acera si viene un afro porque a simple vista denota peligro y ni qué hablar de la violencia policial o los recurrentes actos racistas en los procesos laborales o en procesos de arrendamiento, en los que se atreven a expresar de manera abierta que prefieren que las personas no sean afros. La literatura colombiana, desde Jorge Isaacs, pasando por Soledad Acosta de Samper y hasta las más recientes novedades, está plagada de estereotipos, al igual que los textos científicos y políticos, sobre los que nos ilustra bastante bien el historiador Alfonso Múnera. Los medios de comunicación no se quedan atrás, ninguno se ha salvado de algún tipo de blackface, de caricaturas vergonzosas, de la exotización, hipersexualización y estereotipación en el uso del lenguaje y el manejo de las imágenes, de la inequitativa representación de la diversidad étnica del país, pero sobre todo en la ausencia total de crítica a la extensa lista de manifestaciones racistas en los diversos escenarios de la vida pública nacional.

Tener cinco líderes afro en el debate público, aspirando a un cargo importante para toda la población colombiana, más allá de servirnos para poner en evidencia la crudeza del racismo instalado en el país, debería llevarnos a plantear preguntas de fondo sobre el Estado y la manifestación de nuestro sistema de creencias con relación a las minorías étnicas y culturales y, en consecuencia, cuestionar las manifestaciones excluyentes estructurales y de la vida cotidiana, tanto en espacios públicos como privados. Mientras tanto, ante una eventual elección de un o una vicepresidente afro, el debate deberá centrarse en su capacidad de gestión y en sus actuaciones políticas como cualquier otro vicepresidente, sin que las críticas pasen por su apariencia o los prejuicios con los que son evaluadas las prácticas culturales del pueblo al que pertenece.

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