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Juezas, el peso de la ley

Las mujeres son mayoría en la judicatura. Nos adentramos en el tercer poder del Estado para explicar el fenómeno.

Guillermo Abril
Ana Ferrer, primera mujer en acceder a la sala de lo penal del Tribunal Supremo.
Ana Ferrer, primera mujer en acceder a la sala de lo penal del Tribunal Supremo.Gianfranco Tripodo

Diecisiete hombres de rostro severo y gruesos bigotes decoran las paredes de la sala de juntas. Desde su marco, clavados en el pasado, los presidentes de la vieja Audiencia Territorial de Valencia, hoy el Tribunal Superior de Justicia, escrutan a una mujer menuda y enérgica. La primera de su especie. Viste traje de pantalón y chaqueta. Lleva el pelo recogido en una coleta firme. Y es el centro de atención de un grupo de universitarios. El profesor de Técnicas Jurídicas la presenta: “A lo máximo a lo que podéis llegar en Valencia es a ser Pilar”. Y la aludida, Pilar de la Oliva, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, comienza entonces un canto a favor de su gremio: “Esto es un trabajo muy dinámico, de actualización constante. Colma tus inquietudes intelectuales, y de compromiso con la sociedad, porque revierten en ella tus conocimientos. Además, eliges el orden que más se adecúa a tus gustos. Y te da una estabilidad en la vida. ¿Qué más puedes pedir?”. Son cerca de las diez de la mañana de un jueves de otoño y no hay tiempo para más. Desde la sala de juntas, De la Oliva accede directamente a su despacho, amplio y señorial, abre la portezuela de un armario y extrae una toga. Probablemente la única concesión al género: “Las nuestras suelen estar entalladas”, dice mientras se coloca la prenda. Y añade sobre su cargo: “Esto es muy bonito. Un órgano muy vivo. Un desafío diario. Vengo de los juzgados de instrucción, donde nunca sabes qué va a pasar; es esa adrenalina del qué te encontrarás cada día”. Con paso firme, supera otra estancia donde los funcionarios despliegan papeles sobre la mesa y no deja de sonar un teléfono. Se adentra en un laberinto de pasillos estrechos, atraviesa la zona de aseos para jueces y, como si fuera el backstage de un concierto, al final del corredor surge la sala de vistas.

En un extremo de la bancada de acusados se sienta Álvaro Pérez, el Bigotes; en el otro, Francisco Correa, el hombre cuyo apellido le puso nombre al caso Gürtel. Ambos procesados consultan el móvil con gafas de ver de cerca, mientras las tres filas de abogados van tomando asiento. Una lucecita azul se ilumina en el micrófono de De la Oliva. La presidenta pronuncia: “¡Audiencia pública!”. Y entra el primer testigo de la tercera jornada de la vigesimosexta semana de juicio oral de la trama Fitur.

De la oposición al Tribunal Supremo, mujeres en el tercer poder del Estado.Vídeo: Fotografía: Gianfranco Tripodo / Edición: Paula Casado

De la Oliva, de 59 años, hija de juez, fue la primera de su sexo en el juzgado de Calamocha (Teruel), su destino inicial a principios de los ochenta; la primera juez de instrucción que hubo en Valencia y hoy la única magistrada al frente de un Tribunal Superior de Justicia en España; la segunda que accede al cargo en el país, tras Maria Eugènia Alegret, en Cataluña (2004-2010). Acostumbrada a abrir puertas, dice: “Es cierto que he ido rompiendo barreras, pero no lo he vivido como una cosa extraña”. Pertenece a la generación que se formó en los estertores de la dictadura. Comenzó Derecho en 1973. Se licenció tras la muerte de Franco. Ingresó en la carrera cuando Felipe González llegó al poder.

Esta profesión colma tus inquietudes intelectuales y de compromiso con la sociedad”, dice Pilar de la Oliva

Pionera en tierra de hombres, tras ella llegó un goteo incesante de juezas en los ochenta. Un aluvión en los noventa. Y en 1997 ocurrió un hecho inédito: aprobaron más opositoras que opositores. Comenzaba el trasvase. El equilibrio en la balanza. Desde entonces, los hombres no han supuesto nunca más del 40% de los aptos en el examen. A ese ritmo, en 2012 se produjo el sorpasso inevitable: por primera vez, la judicatura contó con más mujeres que hombres. Hoy la mayoría es ya estable. Y creciente. Suman 2.781 frente a 2.571, según el Consejo General del Poder Judicial; un 52% del total; un holgado 62,5% entre menores de 51 años; un abrumador 65,3% por debajo de los 40. En la última promoción, de 35 nuevos jueces, 25 eran mujeres: el 71%.

En Valencia, mientras De la Oliva conduce el juicio de Fitur, el letrado de cortes Jesús Olarte, de 58 años, exsecretario de Gobierno del TSJ, asegura: “Las oposiciones son muy duras. Y las mujeres son más persistentes y concienzudas. El examen exige no distraerte. Y fuerza de voluntad. Es solo estudiar. Encaja con ese carácter de conseguir un objetivo que poseen las mujeres. Obviamente estoy generalizando una barbaridad”. La mayoría de entrevistados para este reportaje aducen una explicación similar. Al menos a priori. En un receso de la vista, Juan Climent, magistrado y compañero de De la Oliva, añade: “Lo ocurrido es una evolución natural”. Y se remonta a aquella época del “depósito de la mujer casada” y de su ausencia de “autonomía”. La mujer tuvo prohibido presentarse a unas oposiciones hasta 1961. Pero en aquella disposición se excluyó expresamente el acceso a la carrera de juez. En 1966 se levantó la prohibición. Y hasta 1977 no ingresó por oposición una mujer en la judicatura: Josefina Triguero, que administró justicia hasta 2014 y solía describir situaciones chocantes: “Nadie se creía que yo era juez. Buscaban a un señor con bigote”.

En palabras de Juan Climent, “ahora parece ciencia-ficción, pero muchos lo hemos vivido”. Y añade: “Nunca me preocupo del sexo del juzgador o juzgadora. De la Oliva es la primera presidenta en Valencia, pero no noto una diferencia sustancial. Sí en las formas. Pero eso va con las personas. No destacaría el sexo. Que no somos iguales es evidente. Aunque profesionalmente sí lo somos: si tapara los nombres de una sentencia, no sabría decir quién la ha redactado”.

Pilar de la Oliva, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Valencia, durante el juicio del caso Fitur.
Pilar de la Oliva, presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Valencia, durante el juicio del caso Fitur.Gianfranco Tripodo

De los tres poderes del Estado, el Judicial es el único cuyo acceso se encuentra regulado por una prueba a la que concurren ambos sexos en igualdad. También es el único sin mayoría de hombres en sus filas. El desfase, sin embargo, persiste en la cúpula, en los nombramientos discrecionales. Ocupan una de las 17 presidencias en los TSJ. Presiden 9 de las 50 Audiencias Provinciales. No mandan en ninguna sala del Supremo. Y son minoría en el Consejo General del Poder Judicial. Pero para muchos es solo cuestión de tiempo. De que vayan subiendo en el escalafón: “¿Por qué hay una mayoría de presidentes? Porque las mujeres aún no han alcanzado ese tramo”, dice Climent. “Cuando lleguen, habrá muchas más presidentas que presidentes”.

El poder judicial femenino, de momento, se concentra en la base de la pirámide

El poder femenino, de momento, se concentra en la base de la pirámide. En los órganos unipersonales. En Barcelona, por ejemplo, las mujeres se encuentran al frente de un 67% de los juzgados de primera instancia y de un 61% de los de instrucción. Y la decana, Mercè Caso, es una magistrada de 52 años, relampagueante, de lengua viva, chupa de cuero y melena escarolada. Dispara: “La jurisdicción plenamente masculina es la mercantil: la pasta”. Ella viene de los juzgados de familia, donde sucede lo contrario. Camina a través del vestíbulo moderno, espacioso y funcional de la Ciudad de la Justicia de Barcelona. Se adentra en el edificio C, de civil. Y un ascensor inteligente la eleva hasta la planta donde se encuentra su compañera Nuria Alonso, al frente del Juzgado de Primera Instancia número 28. Radiante, Alonso, de 48 años, explica que acaba de ser nombrada profesora de la Escuela Judicial. Luego se sienta a charlar con la decana. Y a la tertulia se incorporan otras dos magistradas del orden civil, Eva Atarés y Rosa María Méndez. Con cuatro juezas de entre 46 y 52 años, los temas vuelan de forma vertiginosa de la maternidad a las presiones políticas.

Nuria Alonso. Cuando empecé a estudiar, un presidente de TSJ me dijo: “Reconozco que era contrario a que entraran las mujeres. Ahora me arrepiento”.

Mercè Caso. A la gente mayor ya le costó.

N. A. Veías aún aquellas reuniones de hombres, de beber… Al final, dijo que estaba contento porque aportábamos otro enfoque.

Eva Atarés. He notado en ocasiones que te tratan de una manera diferente los profesionales [abogados]. Es algo inconsciente. Creo que a veces, cuando le mandas a un hombre, se sienten atacados.

Rosa María Méndez. Tienes que añadir un plus de autoridad.

E. A. Y a veces noto competitividad femenina. Ahora tengo un chico como juez en prácticas y me gusta esa diversidad.

Tenemos las habilidades adecuadas, para la oposición y para el desempeño”, según Merc'a Caso, juez decana de Barcelona

M. C. Nuestro gran handicap es el salto a los puestos de responsabilidad. Nuestro propio salto. Hemos de creérnoslo. Ha de ser nuestra gran reivindicación (…). ¿Por qué hay mayoría de mujeres? Creo que ser juez entraña responsabilidad, esfuerzo y disciplina para llegar. Las mujeres tenemos las habilidades adecuadas. Para la oposición y para el desempeño: capacidad de decisión, de empatizar con el problema, organizativa, de trabajo y de estar en varios temas a la vez.

E. A. En la función pública no existe discriminación. Se ha conseguido lo que no se ha logrado en la empresa privada.

M. C. También somos moderadamente ambiciosas económicamente. Y cuando llegas se te reconoce tu trabajo, ya no tienes que venderte como empleado (…). Además, nos gusta mandar. Y que se respeten nuestras decisiones.

Poco a poco, a medida que avanza la conversación, comienzan a surgir motivaciones alejadas de la seguridad en el empleo y la objetividad en el acceso. Razones profundas para hacerse juez. La mayoría han sido estudiantes brillantes. Números uno desde la infancia. Con posibilidad de elegir. Y, de entre todas las opciones, decidieron enfrentarse a una prueba extrema: 322 temas que uno ha de manejar como su propio cuerpo; y una media de algo más de cuatro años de estudio. “Hay un elemento vocacional, de intervenir en el conflicto entre las partes para hacer de este mundo un lugar mejor”. “Es vocación de servicio público”. “De contribuir aunque sea a pequeña escala”. “Redactar una buena sentencia de civil es un trabajo intelectual agotador. Me encanta”, concluye Eva Atarés. Ella, antes de dedicarse a este orden, pasó años al frente de un juzgado de instrucción. Decidió dejar penal cuando se quedó embarazada. Dice que no se vio capaz de seguir tomando declaración a detenidos mientras le daba patadas el niño en la tripa. “Quizá las mujeres nos implicamos más emocionalmente”, confiesa.

La justicia ha mejorado con ellas: tienen más obligaciones y las reuniones duran menos”, afirma el magistrado José María Fernández Seijo
Miriam de Rosa, al frente del juzgado de Instrucción número 10 de Barcelona.
Miriam de Rosa, al frente del juzgado de Instrucción número 10 de Barcelona.Gianfranco Tripodo

Tras la conversación, Atarés muestra su despacho, forrado de dibujos infantiles. Y donde se encuentra, en una esquina, el juez en prácticas asignado a su cargo, Alfonso Codón, de 27 años, recién salido de la Escuela Judicial. Un hombre acostumbrado a desenvolverse en minoría: “Ya en la universidad, las estudiantes de Derecho son muchas más”. En España, las universitarias son mayoría (un 54,4%) y suponen un holgado 65,2% de los egresados en Ciencias Sociales y Jurídicas, según el último informe del Ministerio de Educación. También, y desde 2011, son mayoría entre el millón y medio de funcionarios de la Administración pública.

La visita prosigue en el office donde los jueces comen de carmanyola (fiambrera). Tiene vistas espectaculares al Tibidabo. Y cerca de la cumbre señalan el edificio de la Escuela Judicial. Lo dirige Gema Espinosa. Juez de familia e hija de profesores. Tampoco ella parece poseer una explicación para la mayoría femenina: “Igual tenemos, no sé, más vocación de ayudar. Yo quise serlo por ese componente social, porque puedes ayudar a que la familia, las personas, estén mejor”. En las orlas de los últimos años, colgadas en una de sus salas, cuesta hallar rostros de hombres.

De vuelta en la Ciudad de la Justicia, la decana explica que existe un office para almorzar en cada planta. Inaugurado en 2009, el complejo ha cuidado estos detalles que hablan de la nueva composición de sus miembros. En la planta octava, por ejemplo, suelen almorzar ocho jueces. Solo uno es hombre. Y todas, salvo una, con hijos. Comen rápido, cuentan, y así llegan a recogerlos al colegio.

Poco después, en el vestíbulo del luminoso edificio central, el magistrado de lo Mercantil José María Fernández-Seijo, famoso por haber logrado un freno jurídico al proceso de desahucios en España, cruza con el almuerzo en la mano. A vuela pluma, argumenta: “Con las mujeres, la justicia ha mejorado. Tienen más obligaciones y las reuniones y ese tipo de cosas duran menos”. Con esa idea de una judicatura que come de tupper y preocupada por la eficiencia organizativa, nos encontramos con Zita Hernández Larrañaga y Miriam de Rosa. Ambas del orden penal. Juezas desde 1999. Recién cruzados los 40 y sin hijos. “Nosotras somos de batalla. De trinchera”, dicen. Curtidas en instrucción, se han encargado de asuntos comprometidos como el del hotel del Palau de la Música, una pieza separada del saqueo del Palau, y por la que ya han sido condenados Fèlix Millet y Jordi Montull (Miriam de Rosa), y el de la herencia de los Pujol (Zita Hernández, que hoy se dedica a la ejecución de sentencias). Hablan con pasión de la intensidad de las guardias de detenidos. Y de su contrapartida: la dificultad para compaginarlo con una vida personal. “Hay un índice altísimo de juezas sin familia”, según De Rosa. Sobre todo entre instructoras. “Y eso no pasa con los hombres”.

Igual nosotras tenemos más vocación de ayudar. Existe un componente social”, dice Gema Espinosa, directora de la Escuela Judicial

A diferencia de las pioneras, ninguna había tenido contacto previo con la judicatura. Hernández fue la primera licenciada de su familia. Pero su madre, cuenta, no se extrañó al verla vestida de toga. “Siempre decía que de niña era la que defendía las causas perdidas”. La oposición, a finales de los noventa, y con la sombra de la crisis aún reciente, planteaba además ciertas ventajas. En palabras de Hernández, “no hay diferencias salariales. Ni barreras para el ascenso. Aunque al empezar no piensas en esto. Me gustaba el Derecho. Aunque no quería ser abogada. Por la parcialidad que suponía… Y si sé que es culpable y consigo que lo absuelvan, ¿voy a dormir tranquila?”. Miriam de Rosa, a su lado, cuenta que lo que le enganchó fue la prueba en sí: “Cuando descubrí que se podía llegar a ser juez, no imaginaba que el camino fuera ese [la oposición]. Era un proceso que estaba hecho para mí. Únicamente tenías que memorizar cosas. Estudiar mucho. Y ya está. Me lo tomé como un reto personal (…). Y a medida que avanzaba sentía una especie de misión cumplida que me daba mucha satisfacción. Es la prueba intelectual más alta que me he marcado. Y conseguí superarla”.

En época de exámenes, el Salón de los Pasos Perdidos del Tribunal Supremo, en Madrid, es probablemente una de los espacios más angustiosos de España. Un distribuidor de techos infinitos y suelos y columnas de mármol por donde deambulan los candidatos y sus familiares el día en que son convocados al tercer y último ejercicio de la oposición a jueces y fiscales. Cuando se lo juegan todo para conseguir una de las plazas: 100 en 2015; 65 para jueces y 35 para fiscales. Empezaron casi 4.000 aspirantes en abril. El 73,5% eran mujeres. Y en la tercera prueba quedan 280 opositores. Se examinan 8 cada día. En el Supremo. Y van cayendo como moscas. El silencio a las puertas de la Sala Segunda, donde se celebran por la mañana las vistas de penal y por la tarde se reconvierte en un tribunal de oposición, resulta sobrecogedor. Se habla en murmullos. Hay rostros tensos, pálidos y desencajados. Denotan años de régimen de estudio intensivo. De sacrificio y renuncia. De nervios frente al abismo. Los opositores son llamados a la sala. Sacan cinco bolas de un bombo, cada una con un número: el tema. Preparan un esquema en 20 minutos. Y cantan las materias durante una hora. Como una máquina taladradora, a un ritmo hiperrevolucionado solo interrumpido para tomar aire y generar saliva. Cuando concluyen, abandonan la estancia, exhaustos. El tribunal se reúne a puerta cerrada para deliberar. Y comienza la espera angustiosa.

Alicia Díaz-Santos acaba de cantar, tiene 27 años, ha pasado los tres últimos estudiando 12 horas diarias seis días a la semana –los últimos seis meses, 14 horas y sin descanso–. Se encuentra al otro lado. Ahí fuera. Mordiéndose los labios entre el mármol del Salón de los Pasos Perdidos. En el interior de la Sala Segunda, el presidente del tribunal, el magistrado del Supremo Andrés Martínez Arrieta, le pide al bedel que la convoque. La sala resulta amenazadora, casi tenebrista. Hay un enorme lienzo representando una crucifixión frente al estrado. Un sol que irradia potentes rayos con la palabra “justitiae” grabada en su interior. Las paredes han sido cubiertas con papel de seda de color sangre. Una enorme lámpara de araña cuelga del techo. Apenas se filtra luz por las vidrieras. Se abre la puerta. Y entra la joven aspirante. El presidente le da la noticia: “Has aprobado”. Transcurren instantes de incomprensión: ¿aprobada?, ¿qué significa?, ¿con nota suficiente para elegir plaza? “Has hecho un muy buen examen”, le confirman. La opositora se lleva las manos al rostro. Los ojos se le inundan de lágrimas. Le preguntan si ya ha decidido si optará por juez o fiscal. No duda: “Juez”.

El cóctel de emociones es tan potente que todas las entrevistadas para este reportaje, salvo una, recuerdan la fecha exacta de su examen. La magistrada Ana Ferrer (“11 de octubre de 1983”) rememora incluso una anécdota: tras cantar, se le quedó enganchado un tacón en la rejilla de la calefacción encastrada en la tarima. Se agachó y se descalzó antes de despedirse. Un problema que hasta entonces apenas se daba. “En 1978 había dos mujeres en el escalafón judicial. Cuando aprobé, en el año 1983, éramos todavía residuales. Pero en mi promoción sumábamos ya una tercera parte”. En 2014 se convirtió en la primera mujer en acceder a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo en sus 200 años de historia.

Ferrer también es hija de juez. Su padre ejerció como magistrado en la Audiencia Provincial de Madrid. Y ella sintió el zarpazo de la vocación siendo una cría, ahí mismo, en la puerta del edificio donde hoy se ubica el Supremo: “Era domingo. Mi padre estaba de guardia. Vinimos a buscarle. Y hubo un momento en que vi pasar a un señor esposado. Me impactó. No sé decir por qué. Si el hecho de que tuvieras que tomar la decisión o valorar cómo había llegado a esa situación…”. Puede que para muchas otras mujeres, ella se convirtiera años después en ese mismo fogonazo: en 1994 llegó a su juzgado de instrucción el caso Roldán y los focos se posaron entonces sobre una juez treintañera, de melena rubia y breve y embarazada de su primera hija. “Fue una imagen llamativa porque era una mujer, además embarazada, y coincidió con el comienzo del paseo de la clase política por los juzgados”.

Tal y como sucedieron los hechos, Luis Roldán se dio a la fuga, Ferrer tuvo a su hija, disfrutó de la baja y poco después fue detenido el prófugo en Laos. Le respetó la maternidad. Y dictó el auto de conclusión poco antes de dar a luz a su segundo hijo. En 1996 la nombraron magistrada de la Audiencia Provincial de Madrid. En 2008 fue la primera de su sexo en ocupar la presidencia de ese órgano. “Hace años era comprensible que hubiera menos mujeres en puestos discrecionales”, lamenta. “Pero hoy por hoy, con este porcentaje, y ya con grados de antigüedad y excelencia suficientes, sigue habiendo menos nombramientos”. Al tiempo.

elpaissemanal@elpais.es

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Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

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