Olvidate
Los argentinos repiten ese 'no recuerdes' que contradice el imperativo más categórico de las últimas décadas: la obligación de la memoria
En el principio era el verbo y era uno, pero pronto empezó a volverse muchos muy distintos: al fin y al cabo, América es un continente un poco bestia. Desde entonces, el Big Bang del castellano no paró: la mezcla con las voces locales, los aportes de los migrantes sucesivos, las idas y vueltas de cada cultura hicieron que las lenguas americanas se fueran diferenciando más y más.
Hay tantos castellanos como países en el continente, por lo menos; para simplificar, se puede decir que los tres más populosos se reparten modos y maneras. El colombiano se jacta de ser el más puro, entendido como el más cercano a su origen godo, el más conservador. El mexicano resulta el más original, repleto de palabras propias más o menos indígenas, incomprensibles para cualquier otro ibero. Y el argentino es el más mezclado, idioma de los barcos, hecho de conjugaciones arcaicas y música italiana.
Pocos deportes más interesantes para un hispanoparlante pertinaz que enfrentarse a esas variantes del propio idioma, esa rara sensación de entender y no entender, de saber e ignorar al mismo tiempo. Pocos, pero uno: escuchar la lengua propia, el dialecto del lugar de origen, con la distancia que da vivir en otra parte. Notar y anotar, con esa falsa claridad de las ausencias, sus cambios, sus derivas. Yo lo practico. Y de todas las palabras que el castellano argentino ha adquirido últimamente, ninguna me resulta más curiosa que olvidate.
–Jefe, capaz que no terminamos el laburo a tiempo.
–Olvidate, Cacho. Llegamos seguro.
Dicen, como quien dice tranquilo, no te preocupes, todo bien: es el nuevo modismo omnipresente.
–Che, y si mañana perdemos…
–Olvidate, hermano, que ellos son unos perros.
Que te digan que no te inquietes es común; lo raro es que te lo digan, en la Argentina actual, de esa manera. Olvidate –no confundir con olvídate– es un imperativo que llama a contradecir el imperativo más categórico de la Argentina de las últimas décadas: la obligación de la memoria. Frente a todos esos que querían olvidar los crímenes de los dictadores, la memoria se tornó, primero, obligación moral; sólo que, después, el Gobierno peronista empezó a usar esa moral como arma arrojadiza: ante cualquier crítica, la respuesta se desviaba hacia lo que había hecho el crítico durante la Dictadura –aunque, claro, la presidenta prefería no hablar de lo que había hecho ella. Aparecieron rencores, resquemores, y la palabra memoria fue mutando.
Memoria siempre fue una palabra tan plural. La memoria es esa facultad que te permite ser muchos, ser el que fuiste y el que fueron otros, recordar, saber. Pero en la Argentina esa multiplicidad –entre otras– se perdió: ahora, allí, memoria tiene un significado muy estrecho. El diccionario no lo dice todavía, pero ya va a llegar: Memoria, sustantivo, femenino, argentinismo: recuerdo de los horrores de la dictadura de 1976.
(Ese sentido único produce efectos. Por él puede haber, en Buenos Aires, una institución con un nombre tan extraño como Museo de la Memoria. Un museo, por definición, es un lugar de la memoria: un lugar donde se guardan mementos de dinosaurios flacos, pintores exitosos, batallas empatadas. Que un museo pueda llamarse Museo de la Memoria es la consagración de la palabra con sentido único).
Por eso me parece tan elocuente que los argentinos, ahora, se digan y se repitan olvidate: no recuerdes, déjalo perderse. La obligación de la memoria, como toda obligación, produce hartazgos. Si lo más íntimo se vuelve la imposición de algún poder, hasta el más perezoso se revuelve. Por eso, supongo, en un país donde se abusó de la Memoria, millones llaman a olvidar. Es un peligro, es una pena, es otra muestra de que la lengua es más astuta. Y es, también, la marca del final de un ciclo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.