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Maneras de vivir
Columna
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Aquel niño

Era esencial que se viera en toda su desolación y su crudeza la tragedia en la que estamos instalados

Rosa Montero

No sé si cuando lean este artículo ya se habrán olvidado de la estremecedora imagen del niño ahogado. O más bien de los niños ahogados, Aylan y su hermano de cinco años. No sé si hay estudios científicos fiables sobre cuánto tarda la opinión pública en perder el interés sobre un tema. En los más de cuarenta años que llevo ejerciendo el periodismo, he podido constatar una y otra vez que la atención de la gente es imprecisa, mudable, vana. Que recorre fugaz y caprichosamente la realidad de la misma manera que una ráfaga de viento recorre un campo de trigo. Por ejemplo, estoy completamente de acuerdo con el escándalo que produce la terrible valla de los húngaros contra los refugiados; pero lo curioso es que no mostramos el mismo horror contra las otras vallas del mundo, empezando por la nuestra, esa reja atroz llena de cuchillas mutiladoras. Y es que esa valla ya la tenemos arrumbada en el almacén de los recuerdos borrosos.

La imagen de aquel niño fue tan brutal que por lo menos nadará en la sopa de nuestra desmemoria un poco más

Sin embargo, creo que la imagen de aquel niño fue tan brutal que por lo menos nadará en la sopa de nuestra desmemoria un poco más: ¿tres semanas, quizá, en vez de dos? Hubo gente que consideró un exceso publicar esa foto. Yo soy por lo general bastante reacia a la utilización de instantáneas truculentas, pero me pareció que en este caso era esencial que se viera en toda su desolación y su crudeza la tragedia en la que estamos instalados. Porque, claro está, no son los primeros niños que fallecen. Sin ir más lejos, en el aterrador camión de la muerte de Austria, en el que murieron asfixiadas 71 personas, había cuatro niños entre los dos y los diez años. Esa muerte sin imágenes aún me atormenta más; esa tortura lenta y espantosa. Pero al no tener una foto-aguijón, una foto-cuchillada, pudimos perder el recuerdo más fácilmente entre los recovecos de nuestro cerebro.

Y no es que los humanos seamos especialmente malvados, especialmente cínicos, especialmente egoístas por olvidar. Bueno, sí, sin duda somos egoístas, pero hay un egoísmo que es necesario para sobrevivir. Lo que quiero decir es que estar todo el rato pensando en el dolor del mundo, que es infinito, convertiría la vida en algo insoportable. Pero claro, hay maneras de olvidar y grados de olvido. En efecto, no podemos estar todo el día obsesionados con el horror; pero tampoco podemos pretender vivir en la mejor y más confortable de las realidades, en una cotidianidad sin ningún malestar, porque, por desgracia, el mundo que nos ha tocado vivir no es así. Y no tenemos más remedio que aceptar nuestra cuota de incomodidad y de escozor.

No tenemos más remedio que abandonar nuestra zona de confort y adaptarnos a la nueva realidad

Me temo que vivimos en guerra, una guerra distinta a las convencionales, pero guerra al fin. Es decir, me temo que esto no ha hecho más que empezar. La mitad del planeta está siendo incendiada; la mitad del mundo es un infierno, de violencia, de intolerancia y de simple y pura hambre, que es otra forma brutal de violencia. Me parece ver la bola de la Tierra, flotando blanca y verde y azul en el espacio, recorrida por desesperadas, agónicas procesiones de hormigas que intentan salvar la vida. Y todas convergen hacia un pequeño lugar de relativo refugio, ese territorio protegido en el que hemos tenido la bendita, azarosa, minoritaria suerte de nacer. Igual podríamos haber nacido en Nigeria o en Siria, por ejemplo, y ahora esta vida nuestra que nos parece tan enormemente importante, tan merecedora de todos los derechos y tan esencial, estaría siendo pisada, torturada, aterrorizada, despedazada, aniquilada, robada, burlada, violada y asesinada por los Boko Haram, el EI, los esclavistas, los traficantes de personas y demás monstruos que pululan por ahí.

Así que creo que esta vez no tenemos más remedio que abandonar nuestra zona de confort y adaptarnos a la nueva realidad. Mientras escribo este artículo, en Alemania y otros países europeos, así como en algunas ciudades españolas, se están formando redes de ayuda para los refugiados. En algunos casos la gente ofrece habitaciones o pisos gratis, es decir, se ofrece a acogerlos en sus casas, lo cual me conmueve y me avergüenza, porque yo desde luego soy incapaz de hacer algo tan generoso y tan valiente. Pero saber que existen estos anónimos héroes civiles compensa de algún modo el horror del mundo y, sobre todo, nos obliga a los demás, a la gente normalita, a salir de nuestra pereza, a obligarnos a no olvidar la tragedia global que estamos viviendo, a exigir la implicación de nuestro Gobierno, a colaborar con tiempo, con dinero, con protestas, para paliar tanto dolor y para hacernos cargo de lo que nos corresponde. Porque, si no lo hacemos, pronto viviremos encerrados dentro de un pequeño territorio rodeado de muros. Es decir, pronto seremos simples prisioneros de nuestra incapacidad y nuestra indiferencia

@BrunaHusky

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