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Un Bizancio monacal

El monte Athos, un refugio paradisiaco para castos ortodoxos

En la imagen aparece el monasterio Stavronikita
En la imagen aparece el monasterio StavronikitaGellie Ighru

Todavía hay en Europa un reducto espiritual en donde está prohibido nacer. Ma­chos de todo el mundo van allí a morir, como ballenas viejas y buenas, entonando cantos en griego bizantino a Dios y a su Madre, la hem­bra reina. República mona­cal autónoma, bajo la pro­tección y soberanía del Esta­do griego, el Monte Santo, más conocido como monte Athos, ocupa el dedo más oriental de la península macedonia de Calcídica, que extiende su mano al este de Salónica. En su frontera de Uranópolis hay guardia para impedir la entrada a todos los animales hembras, hijas de Eva incluidas. Un envia­do de EL PAÍS ha peregri­nado, a pie y en mula, por al­gunos de los 20 monasterios que hay en los 360 kilóme­tros cuadrados que rodean al Monte Santo.

El autobús de línea, hinchado de po­pes, sale de Salónica a las cinco de la madrugada. Los castos viajeros desgranan rosarios mirando al suelo, para no ver la belleza porno que el chófer ha pe­gado junto al parabrisas. Y a a eso de las ocho aparece Aristóteles en mármol blan­co mirando al mar desde un claro del bos­que en su Stagira natal. El viaje termina en Uranópolis, al pie del barco que condu­cirá a monjes y peregrinos al más allá de Athos, por una mar casi siempre picada en invierno.

En el puerto, un pintoresco sexagena­rio de bigotazos blancos canta en griego canciones de la guerra civil española, apo­yado en el hombro del pope Jaretón, pin­tor athonita de iconos. Al enterarse de que hay un español, entona una a Guernica y luego se presenta como "Konstandakis, doctor espermatólogo, ex combatiente partisano del general Maricos". Lleva en un hatillo de plástico transparente unas manzanas y ropa interior. El pope iconó­grafo confirma que Konstandakis es de verdad espermatólogo.

El barco empieza a bordear la penínsu­la, de cuyas laderas y acantilados cuelgan los monasterios. Primero aparece el em­barcadero del monasterio búlgaro de Zoografe, siguen los griegos de Dojiaru y Xenofontos. Tras cúpulas verdes y fachadas naranjas, surge el impresionante monaste­rio ruso de San Panteleimón, hoy en total decadencia tras haber sido el orgullo espi­ritual de los zares.

En los 20 monasterios de Athos no hay mucho más de 1.000 monjes. Todos los meses mueren algunos. Los griegos se re­nuevan con facilidad. Se advierte un retor­no del pueblo heleno a sus raíces bizantinas. Grecia es mucho más hija de Bizancio que de la antigüedad clásica. La Acrópolis es para los griegos de hoy el anteayer fósil, como Numancia para los españoles. El mismo idioma griego moderno es muy similar a un dialecto bizantino de la Ática del siglo XII. El griego de Platón se entiende tanto en Atenas como el latín en Madrid.

Un monje espera el atraque de un barco
Un monje espera el atraque de un barco

Pero si los griegos se renuevan bien, no pasa lo mismo con los tres monasterios eslavos. Sólo el serbio de Hilandar respira normalmente, gracias a la proximidad de Yu­goslavia y al tránsito normal de sus ciudada­nos con Grecia. Hilan­dar es el lugar santo me­dieval de la nación ser­bia. Vienen muchos ser­bios, pero no se quedan, y el número de sus mon­jes no llega a 20. En el siglo XIX había en monte Athos 7.500 monjes rusos y 4.500 griegos. Hoy, los rusos no pasan de 50. Cuando un monasterio baja de los siete monjes puede ser absorbido por los griegos. A pesar del apoyo de que gozan los eslavos en la comuni­dad athonita, los secto­res más nacionalistas de la Iglesia griega aca­rician esa idea, aunque hay unos 200 millones de ortodoxos eslavos y sólo 10 millones de grie­gos. Todos los monaste­rios de Athos dependen del patriarca de Constantinopla (actual Estambul), la se­gunda Roma, aunque la ortodoxia respeta tanto como el protestantismo la autono­mía de sus partes.

Así, el patriarca Pimen, de Moscú, no tiene voz ni voto entre los monjes de San Panteleimón. Muchos de ellos, proceden­tes de la Iglesia exiliada, le reprochan su excesiva sumisión al césar soviético. Los monjes rusos y búlgaros están cogidos en­tre dos fuegos. Sus Gobiernos les hacen difícil la salida, y Grecia les regatea los vi­sados de entrada. Hace unos meses, un bizantólogo griego explicaba irónicamente en una conferencia dada en Friburgo (Sui­za) que "los monjes rusos, antes de salir para Athos, tienen que terminar sus estu­dios en la academia militar soviética". El padre Ambroise, francés y doctor en Pa­trística del monasterio griego de Stavronikita, opina que "poco importa que entre 50 nuevas vocaciones de hermanos rusos lleguen dos o tres devotos del KGB; más triste sería que los ortodoxos rusos perdie­ran su cenáculo athonita". El problema es que todo ruso que sea admitido por un monasterio del Monte Santo obtiene au­tomáticamente la nacionalidad griega.

En 1955 moría el último monje georgia­no. El monasterio de Iberion, que los fieles de Georgia, patria chica de Stalin, funda­ron en Athos tras su llegada en el siglo X, es uno de los más venerados. Cuentan que en el siglo XVII, un icono llevado a Mos­cú salvó la vida de la hija del zar. Iberion es ya griego, pero sus nuevos moradores lo han dejado todo como estaba, con sus 100 pergaminos en antiguo georgiano. Cuando el peregrino llega a la sala de huéspedes le ofrecen anís, café, un dulce gelatinoso y posada. Sobre las paredes están los cua­dros y fotos de los zares. Extraña el retra­to de una bellísima zarina, despechugada hasta lo insoportable, en Athos. El andra­joso monje chipriota que ofrece más anís en un inglés con acento de Cambridge no sabe si la señora es Catalina. Ni se atreve a mirarla.

Al actual emplazamiento de Iberion llegó la Virgen con san Juan Evangelista a refugiarse de una tempestad, según la tradición. María y Juan iban a visitar a Lázaro el Resucita­do, entonces residente en Chipre. Tanto le habría gustado a la Virgen el lugar que, en­tre trueno y trueno, se oyó una voz otor­gándole el paraje. "Que este sitio sea tu jardín, tu paraíso y un buen puerto para quienes busquen la salvación". En 1963 cumplió Athos su primer milenio de insti­tución espiritual bizantina. A las fiestas asistió el rey Pablo de Grecia, pero no su hija, la princesa Sofía, hoy reina de Espa­ña. La única mujer que ha penetrado en el Monte Santo sin disfrazarse fue la empe­ratriz serbia Helena, hembra de deseos irreprimibles, aprovechando que en el año 1347 su marido, Dusan, se titulaba empe­rador de los serbios y los griegos.

Pero los ratones empezaron a adueñar­se de los graneros de Athos, y los hijos de María han tenido que hacer la vista gorda con las gatas para restablecer el equilibrio natural. Por los alrededores de Iberion transitaba una felina muy preñada. Un monje de ademanes amanerados la acari­cia sentado en una piedra junto al aserra­dero. Resulta ser vienés y dice que le en­cantan los animalitos. Cuenta que hace 20 años se decidió, en Oxford, a renunciar al título de barón y abrazar la ortodoxia. Su tatarabuelo había sido amigo personal de Napoleón, y en una noche de vino y brandy reveló al corso el secreto del azú­car de remolacha, precioso al estar Euro­pa bloqueada por la flota británica. Ha cambiado su apellido teutón por el nom­bre de Alexander, y vive de autónomo en una celda con capilla, produciendo incien­sos que vende bien a los monasterios.

El trabajo en los pequeños huertos ocupa buena parte de la jornada de los monjes
El trabajo en los pequeños huertos ocupa buena parte de la jornada de los monjesGellie Ighru

Los católicos descubren que es más fá­cil serlo en Teherán que en Athos. El anti­cristo tiene en Athos cabeza de masón, mano derecha de católico e izquierda de pirata catalán. Tras cuatro horas de mar­cha solitaria por senderos de cabras, el pe­regrino llega al monasterio de Esfigmenu. A su puerta se lee: "Ortodoxia o muerte". El iguman (abad) rompió con el patriarca Atenágoras de Constantinopla en 1967, cuando éste hizo migas con Pablo VI. Fuerzas de la policía griega sitiaron sus muros, pero los monjes amenazaron con rociarlo todo de petróleo y subir al cielo sobre lenguas de fuego. Ante tanta santa desvergüenza, los uniformados del césar se fueron, dejando a Esfigmenu solo en el mundo, tan lejos de Constantinopla como de Roma, con línea directa con Dios.

En el patio de naranjos, el hermano arkontari (mayordomo) recibe al recién lle­gado embutido en una sotana que es un mapa deshilachado de humildad y manchas.

—¿De dónde eres?

—Español.

—¿Ortodoxo?

—No, católico.

Le hace saber al hereje que no puede rezar en la iglesia y que tendrá que comer después de los popes, cuando el inmenso refectorio quede desierto. El peregrino opta por recoger unas naranjas en el patio e irse a cenarlas en su celda, a la luz de un candil, sobre un mar bravo que bate los muros del monasterio y mete entre las mantas ruidos y humedad. Por un pasillo interminable transitan sueños de duendes. Todo parece allí una Albania al revés, or­todoxa también.

 El monje Simono Petras condimenta con aceite los platos de verdura cocida, alimento básico en la dieta de los monasterios
El monje Simono Petras condimenta con aceite los platos de verdura cocida, alimento básico en la dieta de los monasterios Gellie Ighru

Jaralambos, ex monje de Esfigmenu que ahora reza y trabaja por su cuenta, muestra un libro sobre el Papa y la maso­nería. "Si me promete escribir sobre el pe­ligro del Papa y los masones, se lo regalo; si no, deme 200 dracmas". Coge las 200 dracmas, otras tantas pesetas, y espera que uno escriba. "Pero tenga cuidado, her­mano, porque si le pillan los masones con este libro le arruinarán".

De joven fue marino y estuvo en Bil­bao. Hasta admite, sonrojado, haber al­ternado por la calle de Las Cortes, la pa­lanca bilbaína. "Una calle muy peligrosa para las almas jóvenes, con aquellas muje­res que bailaban desnudas en las me­sas...". Luego se fue a Canadá y llegó a ser propietario de varios restaurantes. "Hasta que mi mujer se metió en negocios masó­nicos". La dejó con el hijo, Bobby, y miles de dólares, y se vino a Athos porque se olió el fin del mundo. "Ya lo dijeron los santos profetas bizantinos: este mundo se acabará cuando el hombre pueda hablar de un lado a otro del planeta, cuando se sumerja como el pez y cuando sepa volar. Teléfonos, televisores, submarinos y avio­nes: eso acabará con el mundo". Se indig­na ante una ciencia masónica que ha arrancado al hombre del abrazo de su pa­dre eterno para convencerlo de que des­ciende del mono. El libro antimasónico-católico se titula El beso de Judas, y repro­duce en su portada al hoy difunto Atená­goras, patriarca de Constantinopla, dando el ósculo a Pablo VI. Ante la página 101, Jaralambos se pone pálido de bizantina ira al contemplar una foto del Pontífice besando delicadamente el pie de una mu­jer negra. No acepta que sea un acto de humildad, "sino perversión”. De los protestantes dice que "empezaron mejor que las hues­tes católicas de los piratas catalanes que saquearon Athos en el siglo XIV, pero han acabado peor, ordenando a mujeres y ca­sando a homosexuales. Mire...", y mues­tra las fotos de las páginas 105 y 119. Se niega a retratarse. "Aunque usted sea un hombre honesto, yo no sé cómo son los de su periódico. Más de una vez han hecho un montaje del pope con una tía desnuda y se la venden a Playboy".

A siete horas de mula de Esfigmenu se encuentra Stavronikita, monasterio clava­do sobre los acantilados y que hasta hace un siglo fue próspero gracias a sus feudos rumanos, hoy nacionalizados. Dan la bienvenida con un dulce y agua. No hay dinero para el café y el anís de los monas­terios ricos. Stavronikita es uno de los baluartes intelectua­les y ascéticos de Athos. De su iguman Basilio se dice de todo en Atenas. Cuentan que es un agente de Moscú que in­tentaría resucitar los sentimientos bizantinos antioccidentales del pueblo griego. A Stavronikita va a menudo Kostis Moskov, intelec­tual comunista, uno de los preferidos del secretario gene­ral del partido comunista griego, Florakis. Hace 10 años contrajo una enfermedad irreversible. Es uno de los comunistas más ricos de Grecia. También pasa tempora­das allí el cantautor anarquista Dionisio Savopulos, el de la canción Un izquierdista es un hombre enamorado. Entre los huéspedes frecuentes figura Rostas Zuraris, miem­bro del Comité Central del minipartido eurocomunista griego del interior.

"Eso son tonterías. Lo que pasa es que nuestro iguman y Moskov están unidos por una amistad personal", afirma el pa­dre Ambroise, francés, doctor en Patrísti­ca, que se cansó en Friburgo "de estar sentado en dos sillas, entre la ortodoxia y el catolicismo". Ha encontrado en Athos las fuentes más profundas del cristianis­mo. "Ya no puedo leer a san Juan de la Cruz más de 15 páginas seguidas. Me pa­rece superficial". Explica que la única dife­rencia seria de dogma entre la ortodoxia y el catolicismo reside en una y. Para los or­todoxos, el Espíritu Santo procede sólo del Padre y no y del Hijo. Antes del cisma esto se explicó por las dificultades lingüís­ticas del latín respecto al griego, pero lue­go se convirtió en argumento de un con­flicto de intereses Este-Oeste. Ambroise es de los monjes jó­venes que buscan en el Monte Santo a Dios, el silencio y la meditación. Los viejos tenían gran­des esperanzas en la llegada de nue­vas vocaciones que les traerían la luz eléctrica y el pro­greso a cambio de la otra luz. "Ya te­nemos teléfono, pero lo desconecta­mos durante casi todo el día. Nos molesta", dice el parisiense.

En Athos se dice que el padre serbio Mitrofan es el gran defensor de los derechos al resurgi­miento espiritual de los eslavos en el mon­te Athos. El periodista se decepciona. No se siente ante un halcón eslavo, sino ante un anciano de voz humilde y leal a Constantinopla que en 40 años de exilio ha mellado sus bríos anticomunistas. Durante la guerra militó en un partido yugoslavo germanófilo, enemigo mortal de los partisanos de Tito y hasta de la mayoría de los chetniks monárquicos. "Tenemos nuestra confian­za puesta en los hermanos griegos, que nos dieron la verdadera fe. Esperamos que ayuden a nuestros pueblos de origen serbio, ruso y búlgaro, ahora que Grecia es el único Estado europeo ortodoxo no comunista". Por primera vez en muchos decenios, Athos tiene un saldo demográfi­co positivo en sus monasterios griegos. Se mueren menos monjes que vocaciones afloran. Entre 1972 y 1984 llegaron 750 novicios, 194 de ellos universitarios. Los eslavos, en cambio, siguen decreciendo. En Hilandar, que es el cuarto monasterio de la jerarquía athonita, no quedan más que 15 monjes y dos novicios, uno de ellos alemán.

El día 4 de diciembre de nuestro calen­dario, 21 de noviembre del antiguo calen­dario bizantino, es la Slava, la gran fiesta de la Presentación de la Virgen. Peregri­nos ortodoxos llegados de Serbia (Yugos­lavia) rivalizan la víspera en narrar al pie de sus lechos los sueños eróticos que siempre acunan a los hombres en este país sin hembras. Un cincuentón refiere haber soñado con el derrame cerebral que le so­brevino hace cinco años en Palma de Ma­llorca pecando con una holandesa. "Soy profundamente ortodoxo, pero no le hago ascos al vicio", dice.

El monje Simono Petras, originario de Alaska, muestra una caja de fresones acabados de recoger
El monje Simono Petras, originario de Alaska, muestra una caja de fresones acabados de recoger Gellie Ighru

Se almuerza a las 9.30, hora de Grecia (cuatro de la tarde en Bizancio), hora que en todos los monasterios es la puesta del sol, excepto en el de Iberion, que sigue el sistema de horario caldeo, en el que las cero horas coinciden con la salida del sol.

El iguman Nicanor, de 84 años, bendi­ce las grandes mesas del refectorio de Hi­landar y los centenares de monjes y pere­grinos se sientan. Subido en un púlpito con atril, un monje lee escenas de la vida de la Virgen, en medio de un silencio sólo roto por el ruido de las cucharas. "Era obediente y gustaba de pasarse las tardes hilando y oyendo historias edifi­cantes...".

El mejor vino de Athos está en las ca­vas de Hilandar. Sobre las mesas hay tin­to grueso, blanco resinoso y un mosto amielado ligerísimamente fermentado. Pero, por ser ayuno de víspera de la Vir­gen, en los platos no hay más que lentejas sin grasa. El tintineo del padre Nicanor sobre una jarra de vino vacía interrumpe el postre de manzana. Unas horas des­pués bautizaron cerca del refectorio a un adulto llegado de Yugoslavia. Entre un frío de mar y roble, introdujeron al hom­bre pudorosamente cubierto con un tapa­rrabos de toalla en una cuba con agua templada. En verano lo hubieran bautiza­do en el mar.

Sigue siendo ayuno, pero el vino fluye de las pipas del padre Simeón. Za blagoslov (de bendición), ofrece a los peregrinos cañas dobles que barren con lo que queda de lentejas sin grasa en los estómagos. A la una de la madrugada, hora de Bizancio, suenan las campanas del monasterio y arde en velas la iglesia. No hay luz eléctri­ca que corte la niebla de incienso. Popes de mil años rebuscan en la partitura con un cabo de vela las notas roncas del oficio en griego y eslavo eclesiástico. Está pre­sente un policía, representante del empe­rador de Bizancio.

Un especialista en música bizantina, miembro de la Academia Serbia de Cien­cias y Artes, especialmente traído a Hilan­dar de Yugoslavia para la Slava, interpre­ta el Kyrie eleison. Van dos horas de litur­gia y el anciano iguman sigue en pie, con­celebrando con abades de monasterios medievales yugoslavos, sus invitados. Uno de éstos toma una larga pértiga y za­randea la enorme lámpara que pende de la bóveda, repleta de velas encendidas que ponen a los fieles perdidos de cera. Sobre el iconostasio se proyectan fantasmagóri­cas las sombras de las águilas bicéfalas bizantinas. Como esas estrellas que, muer­tas hace millones de años, siguen enviándonos su luz, las sombras y las luces de Constantinopla siguen proyectándose so­bre los ya conversos bárbaros eslavos cin­co siglos después de que el sultán Mehmed II apagara la segunda Roma.

Al pie del monasterio, cuyos portones siguen cerrándose a la caída del sol por miedo a la vuelta de turcos y catalanes, está el osario. En baldas toscas de roble y castaño se alinean cientos de cráneos de los monjes fallecidos en ocho siglos. En la frente llevan la fecha de su muerte. La del nacimiento no importa. En Athos, la fiesta es la muerte. La Pascua es la apoteosis, mientras que la Navidad casi se ignora. Los monjes no yacen más que tres años en el cementerio contiguo al osario, frente a la capilla del icono damasceno de la Vir­gen de las tres manos. Cuenta la leyenda que el emperador iconoclasta León Isavrianin mandó amputar la mano de san Juan de Damasco, poeta y ministro del ca­lifa Abdelmelek. Oró San Juan, y la Virgen le repuso la mano. En señal de agradecimiento, san Juan pegó en el icono de María una mano de plata. Milagrosamente, este icono se presentó solo, a lomos de burro, a la puer­ta de Hilandar en el siglo XIII.

Hace unos años se posó en el patio de Hilandar un helicóptero. A bordo iba, en­fermo de cáncer, el norteamericano de ori­gen aristocrático serbio Vadim Chern, hijo de un almirante zarista de la flota del mar Negro. Once días llevó los hábitos an­tes de morirse a la sombra de la parra de san Simeón. Sus raíces arrancan de la tumba de dicho santo serbio y curan la es­terilidad femenina. Serbias devotas y yer­mas devoran sus pasas a la espera de un milagro que sale de tierra de machos.

Todos los monjes tienen en Athos la nacionalidad grie­ga, incluidos los nacidos rusos, serbios o búlga­ros. Cualquier destello naciona­lista puede ser in­terpretado como deslealtad al espí­ritu ecuménico de Bizancio y casti­gado o multado. Todos los monas­terios, excepto el de Esfigmenu, comprenden el acercamiento del patriarca de Constantinopla al obispo de Roma, como allí llaman al Papa. Creen los popes griegos que Tur­quía querría expulsar de Estambul al pa­triarca ortodoxo, Demetrio hoy, para aca­bar de una vez con el último rescoldo de Constantinopla. Atenágoras sintió cerrarse el cerco en 1967, y se decidió por una maniobra muy bizantina. No le bastaron los edictos de los sultanes que protegieron en el pasado a Athos como "península en la que se en­grandece el nombre de Dios de sol a sol". Ahora, la madre Grecia no pudo impedir ni la ocupación de casi medio Chipre por el Ejército turco en 1974. La expulsión de un pope ortodoxo de Estambul no conmo­vería demasiado al mundo.

Por ello, el patriarca Atenágoras abra­zó a Pablo VI en busca de la influencia po­lítica internacional del catolicismo en Oc­cidente, nueve siglos después del cisma. El apoyo anglicano está garantizado desde hace mucho. A Occidente le explican los popes griegos que, si se cierra el patriarca­do de Estambul-Constantinopla, el pa­triarca ruso Pimen heredaría la primacía mundial, al igual que en lo temporal los zares declararon a Moscú la tercera Roma, tras la caída de Constantinopla en 1453. Los monjes de Athos andan a la greña con los so­cialistas griegos. "Están locos. Quieren solucio­nar la inflación, el paro y la recesión nacionalizándo­nos 200 hectáreas de nuestras pose­siones fuera del Monte Santo", declaraba uno de ellos. La verdad es que algunos —bastantes— de esos monasterios son muy ricos, con capitales en Grecia y en el ex­tranjero. Ya la dictadura de los coroneles griegos (1967- 1974), masónica según los monjes, declaró patrimonio nacional los tesoros artísticos de Athos según decreto de 1969. Ahora, la ministra socialista de Cultura, Melina Mercuri, ha tenido que suprimir la anunciada expo­sición de joyas e iconos en Salónica. En represalia a las nacionalizaciones, los po­pes no ceden sus tesoros ni temporalmen­te. Sólo el de la Virgen Axion Stin fue lle­vado a Salónica el pasado 25 de octubre a bordo de un destructor. Cuenta la leyenda que un ángel hizo ese icono. Está situado en la iglesia del Protato de Kanes, a cuya puerta los catalanes decapitaron a varios dignatarios en el siglo XIV.

El monte Athos ha pedido al Mercado Común un estatuto especial tras la inte­gración de Grecia en las Comunidades Eu­ropeas en 1979. Baluarte de la ortodoxia, teme mucho a la preponderancia católico-protestante. Bruselas ha reconocido un "estatuto especial que se detallará más tar­de". Los que tienen el alma en un puño son los tres monasterios eslavos y la skita ru­mana, monasterio sin voz ni voto en la Santa Asamblea, la Sinaxia, constituida por los 20 igumanes. El poder administrati­vo está en manos de 20 delegados, uno por cada monasterio, que residen por un año renovable indefinidamente en sus residencias-embajadas de la aldea-capital, Karies. Allí vive el gobernador griego, están los co­rreos y teléfonos, hay un restaurante que respeta escrupulosamente las vigilias y ayunos sin luz eléctrica, dos tiendas con arenques ahumados, velas, linternas, pos­tales y poco más y una sastrería de moda para los popes. El poder ejecutivo corres­ponde a la Santa Epistasia (Comisión), for­mada por los cuatro delegados de otros tantos monasterios mayores. Cada uno de éstos representa en ella los intereses de cin­co monasterios menores. El único eslavo es el serbio de Hilandar. Los documentos de Athos van sellados con un tampón dividido en cuatro cuarteles, cada uno en poder de cada representante para evitar que nadie se alce con la supremacía.

El alojamiento y la comida son gratis hasta para católicos, masones y catalanes. En cada peregrino viaja Cristo. Pero las limosnas son más que recomendables tras haber pernoctado en un monasterio. Es un mundo fascinante, sin televisión, en el que la epilepsia sigue siendo calificada de mal diabólico. Un monje lego y tartamudo que criaba conejas a escondidas, en un rincón de la cuadra de mulas, nos confesaba su pavor por el cocinero. No se atrevía a fu­mar delante de él porque "cuando al dia­blo se le hace espuma en la boca me puede dar una cuchillada". El epiléptico había sido ingeniero agrónomo en el mundo, y la víctima, marino. Confesaba haberse ena­morado en Tampico "de una belleza mexi­cana que se llamaba Dorotea de Ángel". Cuando reinan la noche y la confianza, a solas frente al café, siempre sale una mu­jer no virgen en la charla. El destino más paradójico es el de los monjes de Simonos Petras, que, tras la misa, besan en fila la mano de María Magdalena, conservada en un relicario de dicho monasterio.

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