Tiranía de los pusilánimes
Lo que anuncia es algo que conocemos bien en el pasado: la piel demasiado fina como pretexto para eliminar lo que no nos gusta
Hace unas semanas, al hablar de los “linchamientos masivos” en las redes sociales, mencioné de pasada la pusilanimidad como uno de los mayores peligros de nuestro tiempo. La cosa viene ya de lejos, pero al parecer va en aumento, hasta el punto de que nos vamos deslizando insensiblemente, al menos en ciertos ámbitos, a lo que podría llamarse “tiranía de los pusilánimes”. El fenómeno original es conocido: en contra de la tendencia de la humanidad a lo largo de siglos y siglos, que consistía en educar a los niños con la seguridad de que un día serían adultos y tendrían que incorporarse a la sociedad plenamente, en las últimas décadas no sólo se ha abandonado ese objetivo y esa visión de futuro, sino que se ha procurado infantilizar a todo el mundo, incluidos ancianos; o, si se prefiere, prolongar la niñez de los individuos indefinidamente y convertirlos así en menores de edad permanentes.
El giro ha contado con escasa oposición porque resulta muy cómodo creer que se carece enteramente de responsabilidad y de culpa: que son la sociedad, o el Estado, o la familia, o los traumas y frustraciones padecidos en los primeros años, o el sadismo de los compañeros de colegio, o las condiciones económicas, o la raza, o el sexo, o la religión, los causantes de que seamos como somos y de nuestras acciones. Y no digamos los genes: “No lo puedo remediar, está en mis genes”, empieza a ser una excusa para cualquier tropelía. Debería bastar con echar un vistazo a los hermanos de un criminal, por ejemplo, y ver que ellos, pese a compartir con él raza, condición social, abusivos padres o incluso genes, no han optado por robar, violar o asesinar a otros. Pero no es así. Nuestra época no hace sino incrementar la infinita lista de motivos exculpatorios. La infancia es cómoda y nos exime de obligaciones. Bienvenida sea, hasta el último día.
Pero no es sólo esto. En el artículo “La nueva cruzada universitaria”, de David Brooks (El País, 3-6-15), se nos cuenta hasta dónde ha llegado la situación en muchos campus estadounidenses. Brooks se muestra comprensivo y moderado, y al hablar de las nuevas generaciones admite: “Pretenden controlar las normas sociales para que deje de haber permisividad ante los comentarios hirientes y el apoyo tácito al fanatismo. En cierto sentido, por supuesto, tienen razón”.
Parece estarse olvidando que vivimos en colectividad; que las ideas de unos chocan con las de otros o las refutan
El problema estriba en que, continúa, “la autoridad suprema no emana de ninguna verdad difícil de entender. Emana de los sentimientos personales de cada individuo. En cuanto una persona percibe que algo le ha causado dolor, o que no están de acuerdo con ella, o se siente ‘insegura’, se ha cometido una infracción”. (Las cursivas son mías.) Y cita el caso de una estudiante de Brown que abandonó un debate en la Universidad y se resguardó en una habitación aislada porque “se sentía bombardeada por una avalancha de puntos de vista que iban verdaderamente en contra” de sus firmes y adoradas convicciones.
Estamos criando personas, salvando las distancias, no muy distintas de los fanáticos de Daesh o de los talibanes. Si se erige la subjetividad de cada cual en baremo de lo que está bien o mal, de lo que es tolerable o intolerable, no les queda duda de que dentro de poco todo estará mal y nada será tolerable, empezando por el mero intercambio de opiniones, porque siempre alguien “delicado” se dará por ofendido. Si se pone la “percepción” de cada cual como límite, estamos entregando la vara de mando a los pusilánimes (y el mundo está plagado de ellos, o de los que se lo fingen): a los que se escandalizan por cualquier motivo, a los que quieren suprimir las tentaciones, a los que encuentran “hiriente” toda discrepancia, a los que ven “agresión” en una mirada o en una ironía, a los que les “duele” que no se esté de acuerdo con ellos o se sienten “inseguros” ante la menor objeción o reparo.
Parece estarse olvidando que vivimos en colectividad; que las ideas de unos chocan con las de otros o las refutan; que existe la posibilidad de escuchar, de persuadir y ser persuadido, de atender a otra postura y acaso ser convencido. Del artículo de Brooks se deduce que, justamente en las Universidades –el lugar del debate y el contraste de pareceres, en la edad en que aún está todo indeciso– se considera que cada alumno es alguien cuyas convicciones, por lo general pueriles y heredadas, son ya inamovibles, intocables y sagradas. Hasta la variedad está mal vista.Añade Brooks de esos universitarios: “A veces mezclan las ideas con los actos, y consideran que las ideas controvertidas son formas de violencia”. Que muchos jóvenes sobreprotegidos estén incapacitados para razonar y piensen semejante ramplonería no anuncia nada bueno para el futuro (y no hay mayor contagio que el que viene de América). Es más, lo que anuncia es algo que conocemos bien en el pasado: la piel demasiado fina como pretexto para eliminar lo que no nos gusta; la persecución del pensamiento que contraviene nuestras creencias; la prohibición de lo que nos inquieta o fastidia; la imposición del silencio. De manera un tanto simple, sin duda, eso se viene resumiendo en una o dos o tres palabras: fanatismo, totalitarismo, fascismo. Elijan o busquen otra, da lo mismo.
elpaissemanal@elpais.es
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